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Kenya en el circo mediático

Fuentes: Revista Pueblos

«Hasta que los leones tengan sus propios historiadores las historias de cacería seguirán glorificando al cazador» (Proverbio africano). De Kenya, poco más que sus leones conocíamos hasta la fecha. Poco más que lo observado en los documentales de sobremesa que nos acercan a la «vida salvaje» de este país del Este africano. Hasta hace apenas […]

«Hasta que los leones tengan sus propios historiadores las historias de cacería seguirán glorificando al cazador» (Proverbio africano). De Kenya, poco más que sus leones conocíamos hasta la fecha. Poco más que lo observado en los documentales de sobremesa que nos acercan a la «vida salvaje» de este país del Este africano. Hasta hace apenas dos meses la atención prestada en Occidente a lo que allí sucede había sido tradicionalmente residual, como corresponde a la posición marginal que ocupa todo el continente en la agenda de los medios de comunicación de masas. Sin embargo, desde finales del pasado mes de diciembre este silencio mediático ha empezado a romperse y Kenya ha entrado de lleno en el circo de nuestras pantallas. Parece que la ocasión bien lo merece: los leones se pelean a muerte. Una vez más, es el cazador, en este caso de imágenes, quien, desde una distancia prudencial, nos cuenta la historia.

Más allá de un acercamiento a los usos y costumbres de leones, jirafas, cebras y de los «simpáticos» Maasai, poco es lo que nos han mostrado de Kenya hasta el momento los medios de comunicación generalistas. Probablemente, hasta ahora, en nuestro imaginario colectivo descansaba la idea de que este país era un lugar hermoso, tranquilo, relativamente próspero y seguro; el destino turístico por excelencia para conocer la esencia de «lo africano». Y parece que así era, hasta que el pasado 27 de diciembre se abrió la caja de Pandora.

Tuvimos que esperar para verlo, pues el mismo día que se celebraban las elecciones presidenciales y parlamentarias en Kenya moría Benazir Bhutto, ex primera ministra de Pakistán, hecho que acaparó convenientemente la agenda mediática occidental. El 29 de diciembre nos empiezan a llegar noticias de que ha habido un fraude electoral en un país en el que ni siquiera sabíamos que se celebraban elecciones, mientras llevamos meses obligados a estar al día de los entresijos que definen las primarias estadounidenses. Escasas líneas frente a páginas y páginas completas, desequilibrio que marca la diferencia entre lo que conviene y lo que estorba en la actual configuración del mundo. El 31 de diciembre, por fin, Kenya se hace un pequeño hueco en nuestros medios, pequeño pero estable hasta el momento, y probablemente hasta que allí siga sucediendo algo apto para el consumo occidental. ¿Qué nos muestran?

En las calles: rostros ensangrentados, cuerpos calcinados; la desolación en los gestos de mujeres y niños y la brutalidad encarnada en esos hombres oscuros agitando sus machetes. En los despachos, como es habitual: la racionalidad blanca llamando al orden. Estos son los dos álbumes fotográficos del horror en Kenya, prácticamente los únicos que nuestros medios nos están mostrando. Más allá de algún sutil buceo por la historia reciente del país, lo que nos cuentan se resumiría en unas cuantas líneas:

Tras el recuento de votos en las elecciones del pasado 27 de diciembre Mbai Kibaki, del Partido de Unidad Nacional (PNU), en el poder desde el año 2002, se proclama vencedor ante las acusaciones de fraude electoral del líder opositor, Raila Odinga, del Movimiento Democrático Naranja (ODM). Tanto la Comisión Electoral keniana como los observadores electorales de la Unión Europea reconocen antes o después la existencia de irregularidades en el proceso y toda la comunidad internacional acaba volcándose en la denuncia del fraude y en un llamamiento a la necesidad de que ambos partidos encuentren una solución negociada a la crisis. Mientras los líderes occidentales visitan el país para tratar de poner orden en el caos, los afines a uno y otro partido se matan en las calles. Por un lado están los kikuyu, «tribu» leal al presidente Kibaki; por el otro, los luo, afines al opositor Odinga. Asistimos, pues, al colapso de una de las «democracias más estables» del continente africano, en el que las diferencias étnicas están siempre en el origen de los conflictos.

«Kenya afila sus machetes», «Nueva ola de violencia étnica en Kenya», «Kenya se abisma» o «Kenya ensangrentada» son algunos de los titulares que enmarcan las noticias que en la mayor parte de los casos salen desde las redacciones de los grandes medios españoles, no tan simplistas en algunos medios del resto de Europa y de Estados Unidos. Así, parece que la violencia desatada en el país responde a unas diferencias étnicas que han despertado de su letargo. Ocasionalmente se nos acerca un poco más al contexto; de vez en cuando nos llega una crónica de algún periodista especializado, conocedor de otras de las dimensiones que configuran la realidad keniana, o algún que otro artículo de opinión más cuidadoso y con un enfoque menos reduccionista. Interesa señalar que en esta pobreza informativa general no tienen tanto que ver los periodistas, acuciados por la urgencia que caracteriza su profesión, como el orden mundial de la información y la comunicación vigente.

Una mirada hacia la composición del panorama mediático mundial puede ayudarnos a entender el porqué de la esencialización de la crisis keniana y, por extensión, de todo lo que concierne al continente africano. Tengamos en cuenta dos datos: EE UU, la Unión Europea y Japón dominan el 90 por ciento de la información de todo el planeta a través de una docena de grandes conglomerados mediáticos, y sólo tres grandes agencias informativas (AP-EEUU, Reuters-Reino Unido y AFP-Francia) controlan la mayor parte de la información internacional que consumimos, tanto en el Norte como en el Sur.

Si nos centramos en el caso que nos ocupa veremos que de las en torno a 50 noticias relacionadas con la crisis aparecidas, pongamos por caso, en el diario El País en los dos meses posteriores a que se ésta se inaugurase, casi 40 proceden directamente de agencias de prensa y pocas más de 10 han sido elaboradas por periodistas, hasta 7 distintos, ya que el periódico no mandó a Kenya a ningún enviado especial hasta el 5 de enero.

Estas limitaciones operativas conllevan inevitablemente la propagación de una visión del mundo particular, una mirada que le resulta funcional al orden internacional vigente desde el fin de la Guerra Fría, que ha conseguido permear nuestras mentes. Teniendo en cuenta el poder que tienen sobre las conciencias los discursos difundidos por los medios de comunicación hegemónicos, el desequilibrio mundial de los flujos informativos es el mejor aliado del imperialismo cultural ejercido desde el mundo rico hacia el mundo empobrecido. Quizás esto nos ayude a entender la arrogancia que se desprende de afirmaciones como la aparecida en un editorial del citado diario: «La dimensión tribal africana es un polvorín, pero la democracia, con todo y su duro aprendizaje, es el único sistema que puede sacar a África de su secular subdesarrollo político y económico. En Kenia es difícil saber si ha llegado esa hora» [1]. Cambiar el enfoque

La mayor parte de los análisis que los medios han hecho de la crisis postelectoral keniana han evitado profundizar demasiado en las raíces históricas que podrían ayudar a entenderla en todas sus dimensiones. Una crisis institucional prolongada en un marco constitucional heredado de la colonización británica, la desigual distribución de la riqueza, la corrupción, un marcado autoritarismo gubernamental y la absoluta centralización del poder, así como la instrumentalización de la etnicidad ejercida por la metrópolis durante el colonialismo y delegada después en las elites kenianas son algunos de los factores que explican las convulsiones sociales que definen la Kenya de hoy. En palabras de Antony Otieno Ong’ayo, investigador del Transnational Institute: «los kenianos sufren bajo esas condiciones independientemente de su tribu, y por eso los que viven en los suburbios pertenecen a todas las tribus; incluso aquellas previamente marginadas por regímenes anteriores como el Luo, Luhya y otros grupos minoritarios son la mayoría en estos lugares» [2].

Hasta finales del siglo XIX, cuando se hace efectiva la colonización británica, poblaban el territorio de la actual Kenya distintas comunidades que definían sus lealtades no tanto en base a su etnia como en base al linaje, la edad, las ocupaciones productivas y el clientelismo. Como señala John Lonsdale, esta «interetnicidad -que no se daba sin fricciones- era facilitada por la ausencia de un poder central que organizase los grupos en relaciones jerárquicas. No podría existir una ‘rivalidad tribal’ sostenida bajo esas condiciones de descentralización y de escasa densidad poblacional» [3]. La llegada de los británicos y de colonos africanos de otros lugares supuso que «lo que había sido previamente un mosaico multipolar de nodos dispersos de energía social productiva, se convirtió, dentro de las nuevas fronteras de Kenya, en una pirámide compuesta por capas de riqueza y poder que dividió desigualmente al país en dos centros claves -uno «blanco» y otro negro- y muchas periferias marginalizadas.» [4]. La configuración del territorio a partir de la colonización provocó que fuese la etnia kikuyu, a la que pertenece el 22 por ciento de la población keniana hoy, la que se convirtiese «por un accidente geográfico», en la más poderosa y próspera del país.

El «divide y vencerás» propio de la colonización británica se desplegó de tal modo durante la ocupación del territorio keniano que la independencia llegó acompañada, como en la mayoría de los Estados postcoloniales africanos, por una permanente lucha por el poder y los recursos bañada con tintes étnicos. Desde el año 1963 el país ha tenido tres presidentes: Jomo Kennyata, líder de la independencia (1963-1978); Daniel Arap Moi (1978-2002) y Mbai Kibaki (2002-2007), que busca extender su mandato en base al supuesto fraude electoral que ha provocado la crisis que sigue en marcha [5]. Salvando las diferencias, los tres han privilegiado de uno y otro modo a los grupos sociales a los que pertenecen que, más allá de kikuyu, kalenjin o luo, son colectivos, todos ellos, con unas necesidades básicas que cubrir y una dignidad que defender. Evidentemente, la historia de Kenya no se cuenta, y no se debería contar, en dos párrafos… La crisis postelectoral en Kenya debería ser vista, como cualquier fenómeno relacionado con el continente africano, desde un prisma multidimensional. Occidente le debe un respeto a los africanos y africanas, y la opinión pública occidental merece también ser tratada con responsabilidad.

Hace unos días el sociólogo Frank Furedi escribía: «una razón por la que el actual debate sobre Kenya está tan desinformado es porque no es realmente un debate sobre Kenya» [6]. En instancias occidentales «los conflictos tienden a ser interpretados a través de un nuevo modelo político que fue construido durante las convulsiones de la postguerra fría en los Balcanes y Ruanda» [7]. Este modelo interpretativo está siendo aplicado de algún modo tanto a la más reciente crisis africana como al también reciente nuevo despertar convulso en territorio ex yugoslavo. Y decimos de algún modo, porque el «nuevo barbarismo» [8] desplegado por los medios de comunicación occidentales, aplicado a cualquier interpretación sobre las guerras africanas, aparece cada vez más tintado de visiones economicistas que, si bien agregan algo de información no dejan de ver a los africanos como marionetas, oscilando entre la encarnación del «buen salvaje» y la de un sanguinario homo economicus.

Las alternativas a este modelo interpretativo no vendrán tan sólo de un cambio en la agenda mediática, pero también. En palabras del escritor nigeriano Chuma Nwokolo: «mejor que eliminar los antiguos caracteres, lenguajes y culturas de nuestras naciones étnicas, yo eliminaría las fronteras kenianas, nigerianas, sudafricanas e insertaría a sus naciones y gentes en su verdadero envoltorio geográfico» [9]… Y después quizás, en algún momento, los leones puedan a empezar a contar sus propias historias.

Notas:

[1] Editorial: «Kenia en llamas», El País, 2/01/2008.

[2] Otieno Ong’ayo, Anthony: «The Kenya case and media bias», en Pambazuka News, 22/01/2008.

[3] Lonsdale, John: «Kenya: Ethnicity, tribe and state», en Open Democracy (22/01/2008) y traducido y reproducido en Pueblos, 07/02/2008.

[4] Ibidem.

[5] El 28 de febrero pasado se lograba, por fin, cerrar un acuerdo entre ambos partidos para compartir el poder.

[6] Furedi, Frank: «Kenya is not the new Rwanda», en www.spiked-online.com (08/01/2008).

[7] Ibidem.

[8] Ver Duffield, Mark (2004): Las nuevas guerras en el mundo global, Madrid, Los Libros de la Catarata.

[9] Nwokolo, Chuma; en Barya, Mildred: «African Writers speak out on Kenya», Pambazuka News, 22/01/2008.