Un par de hechos, sin aparente conexión, podrían formar parte de un rompecabezas de alcance estratégico impulsado por Estados Unidos con la intención de cambiar el mapa geopolítico de América Latina. Su epicentro es Colombia, país que a corto o mediano plazo podría erigirse en el Israel de Sudamérica. Una de las piezas clave de […]
Un par de hechos, sin aparente conexión, podrían formar parte de un rompecabezas de alcance estratégico impulsado por Estados Unidos con la intención de cambiar el mapa geopolítico de América Latina. Su epicentro es Colombia, país que a corto o mediano plazo podría erigirse en el Israel de Sudamérica. Una de las piezas clave de la trama son las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP).
Contra esa añeja guerrilla marxista-leninista, liderada por Manuel Marulanda, Tirofijo, están dirigidos los principales esfuerzos militares del Plan Colombia y su nuevo rostro, el Plan Patriota, ambos financiados, asesorados y monitoreados por Washington. El proyecto de recomposición regional incluye, además, a Venezuela y Ecuador, naciones petroleras, como Colombia, y a Bolivia, con su inmensa riqueza en gas natural. Pero el objetivo final es Brasil, y la región amazónica, en particular.
En ese escenario hemisférico hay que ubicar la extradición a Estados Unidos de Ricardo Ovidio Palmera, egresado de Harvard que se convirtió en el comandante Si-món Trinidad del «Estado Mayor Central» de las FARC. El jefe insurgente fue detenido en Quito, Ecuador, en enero de 2004, en una operación montada por la Agencia Central de Inteligencia (CIA), con apoyo de los servicios secretos colombianos y ecuatorianos.
Después de un contradictorio proceso en Colombia, el primero de enero pasado, el presidente Alvaro Uribe decretó su extradición a Estados Unidos, donde el juez Thomas Hogan le imputó cargos de narcotráfico y terrorismo. En la retórica imperial, se trata, simbólicamente, de la primera extradición de un narcoterrorista.
Otro hecho paralelo fue el secuestro, en Caracas, de Rodrigo Granda, «canciller» de las FARC, luego de participar en el Congreso Bolivariano de los Pueblos. Granda fue plagiado el 13 de diciembre por una unidad comando de los servicios de inteligencia de Colombia, especializada en operaciones encubiertas. Al día siguiente, autoridades colombianas anunciaron su «captura» en la ciudad de Cúcuta.
Según el fiscal general de Venezuela, Isaías Rodríguez, los secuestradores contaron con la colaboración de «policías venezolanos». El modus operandi remite a las viejas prácticas de las dictaduras latinoamericanas y sus maestros de la CIA, en los tiempos de la Operación Cóndor. Pero a diferencia de aquella coordinación represiva del Cono Sur, en este caso se trataría de un acto de provocación del gobierno de Alvaro Uribe en contra de Venezuela, dirigido a crear un conflicto bilateral; escenario impulsado por Washington.
Ambos hechos se inscriben en la segunda fase del Plan Colombia. En el último lustro, Colombia recibió más de 3 mil millones de dólares en ayuda estadunidense, en especial equipo militar para combatir a las guerrillas de las FARC y el ELN (Ejército de Liberación Nacional), que en 2002 fueron incluidas en la lista de organizaciones «te-rroristas» del Departamento de Estado.
La administración Bush convirtió al ejército colombiano en uno de los más grandes (280 mil efectivos) y el mejor equipado de América Latina (80 helicópteros Black Hawk y Huey I y II, y aviones de transporte C-130 y DC-3, lanchas artilladas, radares, visores nocturnos y equipo computarizado), sumando, a la presencia militar in situ de asesores del Pentágono, la subcontratación de 800 mercenarios para las tareas de la guerra sucia contrainsurgente. Además, soldados estadunidenses «defienden» la infraestructura petrolera de Colombia; es decir, los intereses de la compañía estadunidense Occidental Petroleum.
En los últimos meses, el ejército colombiano y sus asesores del Pentágono desplegaron un anillo de cerco gradual en los departamentos del Guaviare, Meta, Caquetá y Putumayo, con la intención de que las FARC se concentraran en un espacio reducido a fin de aniquilarlas.
Pero estudiosa de la guerra de Vietnam, la guerrilla se desconcentró y sus fuerzas se diluyeron en la selva amazónica en pequeñas unidades tácticas de combate, con autonomía. Se convirtió en una guerrilla fantasma, invisible a los aviones y helicópteros espías estadunidenses. Resulta obvio que si las FARC fueran una narcoguerrilla, contaría con misiles para librar otro tipo de guerra.
En ese juego de estrategias, Washington ha avanzado en su objetivo de internacionalizar el conflicto interno colombiano. En el diseño del Pentágono, Ecuador juega ya el papel de «yunque» del «martillo estratégico» estadunidense-colombiano contra las FARC y el ELN. Con Ecuador como «yunque», la «pinza quirúrgica contrainsurgente» garantiza la retaguardia fronteriza de Colombia; el mismo rol que cumplió Camboya en la guerra de Vietnam, y Honduras en los conflictos de El Salvador y Nicaragua.
Pero Washington tiene descubierto el flanco nororiental, fronterizo con la Venezuela chavista. El plan de instalar una fuerza contra en Venezuela, con santuario en Colombia, fracasó en 2004. La seguridad venezolana detuvo a 55 paramilitares colombianos en una hacienda de La Mata perteneciente al líder de la Coordinadora Democrática, Robert Alonso. Se informó que «iban a recibir armas y ser movilizados a distintos puntos (de Venezuela)».
Entonces, Hugo Chávez se mostró prudente y desactivó la provocación. Ahora, el secuestro de Granda en Caracas, con la flagrante violación de la soberanía venezolana por agentes de la inteligencia colombiana, está dirigido a generar tensión bilateral, en espera de que el presidente venezolano cometa un error y se pueda escalar el conflicto; lo que potencialmente podría propiciar una intervención de Estados Unidos en Venezuela, que fortaleciera su posición militar en la región amazónica.