En Estados Unidos, y con independencia de lo que representa la legalización del asesinato, hay varios aspectos, en verdad repugnantes, en relación a la hipócrita moral que rige la ejecución de un condenado a muerte. El fusilamiento recientemente de Ronnie Gardner en Utah, ha vuelto a ponerlos de manifiesto. La posibilidad de que el condenado […]
En Estados Unidos, y con independencia de lo que representa la legalización del asesinato, hay varios aspectos, en verdad repugnantes, en relación a la hipócrita moral que rige la ejecución de un condenado a muerte. El fusilamiento recientemente de Ronnie Gardner en Utah, ha vuelto a ponerlos de manifiesto.
La posibilidad de que el condenado pueda votar por el tipo de muerte en que la justicia se cobrará venganza es el primer apunte de hasta qué grado el cinismo define a esa sociedad. Cierto que nadie vota más que los estadounidenses, acostumbrados desde niños a votar por todo, por el MVP de cualquier liga deportiva, por el mejor actor, por la miss más sensual, por la resurrección de Elvis… pero cierto es, también, que nadie elige menos que ellos, habituados desde adultos a no elegir nada, ni siquiera a sus presidentes, clonadas copias, matices de color al margen, de un mismo y omnipresente poder que no pasa por las urnas.
A Ronnie Gardner le dieron a elegir entre la inyección letal o el fusilamiento y, como buen estadounidense, Ronnie votó.
También le dieron la oportunidad de elegir la última cena que se le serviría. Condenados a muerte ha habido a quienes, segundos antes de ser asesinados, se les negó un último deseado cigarrillo por estar prohibido fumar en la cárcel ya que el tabaco afecta la salud, y nadie, como Estados Unidos, se preocupa tanto por la salud y tan poco por la vida. En el caso de Gardner no hubo necesidad de proteger su salud más allá de la perversa nicotina, dado que no fumaba. Sí lo resguardaron del alcohol que se le prohibió. Se conformó con una soda, un filete, langosta y pastel de manzana.
Tal vez, como tantos otros presos condenados a muerte, puesto a hacer realidad un último deseo, antes que elegir un menú, hubiera preferido un juicio justo, un buen abogado, una revisión del caso… pero ninguno de estos supuestos suelen ser considerados.
Miles de personas han sido ejecutadas en Estados Unidos mediante inyecciones letales, la silla eléctrica o el fusilamiento. En la mayoría de los casos, negros o hispanos pobres condenados a muerte por delitos que si hubieran sido blancos y ricos hubieran merecido un buen abogado y una mejor sentencia.
Karla Fayer, por ejemplo, fue ejecutada a pesar del clamor del mundo, incluyendo Pablo VI, porque se le respetara la vida luego de 15 años esperando la ejecución. En Estados Unidos han sido asesinados con licencia hombres de 40 años que fueron sentenciados sin cumplir los 18 y jóvenes con probado retraso mental. Nada ha importado, ni la condición de los presos condenados, ni los pedidos de clemencia, ni la rectificación de sus conductas, ni las sombras que en tantos casos acompañaron los fallos de los jurados, ni la minoría de edad de los ejecutados, ni su salud mental… nada.
En muchos casos, las pruebas de la inocencia, tantos años reclamada, llegaron a tiempo de restaurar el buen nombre del condenado a muerte pero no su cadáver.
Para quienes esperan en el llamado corredor de la muerte ni siquiera es posible un acto de piedad, ya que no de justicia, que sí se tiene para indultar todos los años un pavo con motivo del «thanksgiving day». El propio presidente estadounidense goza del privilegio de salvar la vida del afortunado pavo que, aunque no se le permita elegir, termina su apacible vida en un zoológico.
Antes de proceder con la venganza, a Gardner, como es habitual, también se le permitió decir unas últimas palabras. No quiso decir nada.
Pero si algún aspecto retrata la hipocresía moral que envuelve el asesinato de un preso a manos de un Estado que lo ha reducido a la impotencia y para el que ya no representa peligro alguno, ese es la bala de fogueo que en el arma de uno de los ejecutores permitirá a todos sentirse inocentes del crimen cometido.
Cinco policías voluntarios que cualquier día serán sustituidos por familiares de las víctimas del reo o verán sus plazas subastadas al mejor postor, armados de fusiles y a apenas siete metros para no errar el tiro en la diana colocada sobre el corazón del condenado, disparan a la vez. Una de las cinco balas, sin embargo, es de fogueo. Ninguno de los tiradores sabrá si ha sido él quien limitó la ejecución al ruido.
Cualquier día, práctica semejante se implementará también en los bombardeos de la fuerza aérea estadounidense para que el piloto, por si acaso tiene dudas sobre la misión humanitaria encomendada o cargos de conciencia al respecto, pueda hallar consuelo en la confianza de que, tal vez, sus bombas eran de fogueo y fueron las otras, las de sus uniformados cómplices, las que allá abajo sembraron el terror
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