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Imágenes de la iconoclastia tunecina

La cara muerta

Fuentes: Rebelión

Un día más las protestas se han sucedido en Túnez, y siguen y siguen como una ola en expansión -desde el centro a los extremos- que ha acabado por romper en medio de la capital, donde el jueves por la tarde, en la avenida de Lyon, en el mismo centro, caían dos manifestantes bajo las […]

Un día más las protestas se han sucedido en Túnez, y siguen y siguen como una ola en expansión -desde el centro a los extremos- que ha acabado por romper en medio de la capital, donde el jueves por la tarde, en la avenida de Lyon, en el mismo centro, caían dos manifestantes bajo las balas de las fuerzas especiales y otro era herido de gravedad. El dolor y la ira han encontrado gargantas y pechos sobre los que se puede disparar, pero que no van a recular. De nada han servido las muestras de «magnanimidad» del primer ministro Mohamed Ghanoushi el pasado miércoles ni la intervención ayer de nuevo del mismísimo Ben Ali, prometiendo dejar el poder en el 2014. Se ha cruzado un umbral del que ya no hay posible vuelta atrás. No es ya el paro ni la inflación ni la corrupción ni el yugo impuesto a las palabras más elementales. Profesores y parados, artistas y electricistas, viejos, mujeres y jóvenes coinciden. No se conforman con menos: quieren la cabeza de Zin Al-Abidin Ben Ali, presidente desde hace 23 años de un país que de pronto -como en el camino de Damasco- ha perdido el miedo y se atreve a todo.

Es estremecedor. Una joven periodista tunecina, represaliada por haber oreado tímidamente la verdad en la radio privada donde trabaja (propiedad del Clan), me hablaba de este camino sin retorno. Un país -decía- en el que nadie sabe el nombre del primer ministro, en el que Ben Alí personalmente pone el sol en el cielo todas las mañanas* para iluminar a los buenos (y lo nubla cuando los niños súbditos no se portan bien), en el que su fotografía preside tiendas, cafés, despachos, puentes y muros, Superego atmosférico del que sólo se puede huir cerrando los ojos; un país completamente dominado, en el plano simbólico, por ese rostro siempre severo y siempre lozano, de pronto se hace mayor, en un charco de sangre, y se sacude el yugo supersticioso de las imágenes. Uno puede creer en cualquier cosa, pero no volver a creer en esa cosa cuando se ha dejado de creer. Ben Alí podrá matar a los tunecinos, a todos, uno por uno, pero no conseguirá ya que lo respeten; ni siquiera -mucho peor o mucho mejor- que lo teman.

Es estremecedor. De todas las imágenes de estos días -los hospitales llenos de muertos y heridos con balas en el pecho, el cuello y la cabeza- las más impactantes tienen que ver con esta iconoclastia furibunda y emocionante. Los que conocemos un poco Túnez casi sentimos una pizca de horror sagrado ante los vídeos que aquí reproducimos. Tan presente está la efigie de Ben Alí, hasta tal punto su fotografía multiplicada al infinito había acabado por subrogar su propia personalidad -viva y omnipotente- que, al verla arder, uno se siente casi caer en un abismo sacrílego. ¿A dónde hemos llegado? A la independencia mental, que es la primera condición para abandonar el subdesarrollo, el subditismo y hasta el surrealismo. ¿De qué serán capaces después los tunecinos? De elegir sus propios gobernantes, de tomar decisiones, de moderar sus gestos.

En uno de los vídeos vemos a unos jóvenes bajo el enorme telón con la cara de Ben Ali que cuelga -colgaba- del edificio de Tunis Telecom de Qasserin. Se les oye darse ánimos, insultar a Leyla, la esposa del dictador, y maldecir a su familia, los Trabelsi, dueños del país; después se apremian unos a otros y tiran del colgajo y, una vez en el suelo, decenas de jóvenes salidos de no se sabe dónde se apoderan de él y le prenden fuego.

En el otro vídeo, aún más emocionante y revelador, decenas de jóvenes en Monastir intentan alcanzar la ciclópea foto de Ben Alí pegada a una valla publicitaria. Cantan el himno nacional, que ahora no suena pomposo y acartonado sino vibrante, ligero, honrado. Desde arriba y desde abajo van desgarrando el papel, despegándolo, despegándolo, hasta que cae arrugándose al suelo en medio de un griterío de júbilo, grito interrumpido de pronto por una interjección de asombro: porque debajo del rostro de Ben Ali aparece… el rostro de Ben Ali, una fotografía anterior debajo de la cual -imaginamos- habrá otra y otra y otra, siempre igual de joven, inmutable, benévolo, infinito. Pero esto ya no lo vemos porque la cámara nos conduce hasta la hoguera donde el primer Ben Alí -y luego el segundo y el tercero- será quemado en medio de la alegría colectiva, al son del himno del país.

El editorial de ayer de La Presse, el periódico gubernamental, se titulaba significativamente Un tournant [Un giro decisivo], aunque para referirse a las medidas tomadas por el dictador para poder seguir encendiendo el sol todos los días. Ben Alí está acabado. Queda, sí, el espejo de esta Imagen, la foto de esta foto, el reflejo corporal de este Icono, y podrá matar, reprimir, encarcelar aún durante días o meses. Pero el Ben Ali que dominaba desde los puentes y los muros, el poder pasmoso, irresistible, intocable, sedimentado en esa cara, ha ardido para siempre. Ese es el verdadero tournant ocurrido en Túnez en estos ya 28 días de revuelta.

* Hace unos años Berlusconi, en una visita oficial, agradeció a Ben Alí el buen tiempo que hacía en Túnez, envidioso quizás de no poder controlar, como él, la temperatura y las estaciones.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.