Tomar posición desde el exterior es un esfuerzo pueril si la comentocracia se pronuncia por un candidato o por otro. Las élites estadounidenses, cualquiera sea su signo ideológico, no tienen amistades en el mundo, sino intereses.
En principio, cabe puntualizar que todo aquello que rodea al proceso electoral realizado el pasado 3 de noviembre de 2020 y la polarización suscitada en los Estados Unidos desde el año 2015, está en función de las luchas y disputas entre las distintas facciones de las élites plutocráticas y tecnocráticas que abonan a la construcción de las estructuras de poder, riqueza y dominación, no solo en esa nación, sino en el conjunto del sistema mundial. A su vez, estas disputas intra-élite se inscriben en una era signada por el agotamiento del sistema político norteamericano y de su particular concepción de la democracia en tanto componente consustancial de la maltrecha y desfasada ideología liberal. Paralelamente a ello, el telón de fondo de estas luchas plutocráticas y de la erosión sistemática de la política en esa nación hoy día polarizada, es la crisis de los Estados Unidos como imperio y como hegemonía articuladora de ese sistema mundial estructurado a partir del capitalismo desde hace más de 200 años.
Desagregando estos argumentos, cabe plantear que esa lucha despiadada entre dos facciones de las élites políticas y empresariales y el resto de los poderes fácticos que le son consustanciales en los Estados Unidos y fuera de esa sociedad, se rige por la disputa de dos concepciones y modelos del capitalismo.
Por un lado, la concepción nativista, nacionalista, neoaislacionista y conservadora –cuya cabeza visible es Donald J. Trump– tiene detrás a las élites empresariales dedicadas a la industria tradicional, la energía, la construcción, la portación y comercialización masivas de armas de fuego entre los ciudadanos, y el mercadeo de metales preciosos como los diamantes, el oro y la plata; y que fueron suplantadas en la dirección y control del patrón de acumulación desde la década de los setenta por los globalistas, los agentes financieros y las grandes fortunas de la high tech. Particularmente, destacan en esta primera élite plutocrática nacionalista los grupos ultraconservadores de la llamada alt right (o derecha alternativa como el Tea Party Movement o medios de difusión alternativos como Breitbart News), organizaciones como la Asociación Nacional del Rifle, y las iglesias evangelistas; grandes corporaciones petroleras del modelo de la economía fosilizada como Koch Industries (cuya familia concentra la tercera fortuna estadounidense); y Goldman Sachs (con The Vanguard Group como fondo de inversión que posee la mayor cantidad de acciones), todos ellos al interior de los Estados Unidos. Estos grupos antiestatistas apuestan a la reducción de impuestos al capital, el desmonte de regulaciones ambientales, la entronización de un discurso negacionista del colapso climático, la adopción de aranceles comerciales y a la canalización de la inversión pública a la (re)construcción de la infraestructura física. A escala mundial los principales promotores de este modelo de capitalismo y que apoyan al señor Trump es el Vaticano y las antiguas aristocracias europeas relegadas desde la década de los ochenta por la fiebre del globalismo y el europeismo.A esas élites milenarias contribuyen también desde el exterior la City londinense, la Casa Windsor, la Casa Rothschild (que juega en varias pistas). No menos importante es el apoyo dado desde 2015-2016 por la conexión con las élites chinas y rusas inconformes con la política exterior de los Estados Unidos regida por el expansionismo y el “caos controlado” y que miraron en Trump la posibilidad de un nuevo paradigma geopolítico regido por la multipolaridad y la emergencia de nuevas reglas del juego en las relaciones económicas y políticas internacionales.
La otra facción de las élites plutocráticas que se disputan el poder y el control del imperio y del mismo curso y comportamiento que pueda tomar el capitalismo contemporáneo en las siguientes décadas es la representada por el rancio establishment estadounidense y su Estado profundo (Deep State). Las arraigadas tecnocracias radicadas desde 1945 en Washington le dan forma a ese establishment político; hoy en día se nuclean en torno a las dinastías Bush y Clinton y se afianzan con personajes como Henry Kissinger, James Carter, Al Gore, Barak Obama y Joe Biden. Se nutren también de las agencias de inteligencia (FBI, CIA, DEA, etc.), de los halcones belicistas del Pentágono, de los funcionariados y tecnocracias del sistema multilateral de organismos internacionales y de agencias aliadas como la OTAN. Estas tecnocracias defienden y promueven los intereses de un modelo de capitalismo liberal/financiero/globalista piloteado por los especuladores rentistas radicados en Wall Street y que se rigen por la voracidad de la “economía de casino” y la desregulación financiera que les permite jugar con el dinero. Una cabeza visible de esta plutocracia financiera lo sería George Soros y el control que despliega sobre la industria mediática estadounidense. Les acompaña también el sector empresarial de la high tech del Sillicon Valley (Microsoft, Apple, Facebook, Google, Amazon, Twitter); los medios masivos de difusión tradicionales que le dan forma a la opinión pública estadounidense y que tiran línea entre la comentocracia a escala mundial (CNN, CBS, ABC, CNBC, The New York Times, The Washington Post); las fundaciones filantrópicas (Open Society Foundations, Bill & Melinda Gates Foundation, The Rockefeller Foundation) y los think tank’s globalistas; los vendedores de humo del American way of life radicados en el complejo cinematográfico y comunicacional de Hollywood y que viven de la normalización de la guerra en el imaginario social. No es menor la contribución a esta élite plutocrática realizada por los terroristas financiados y los traficantes de drogas y armas dirigidos desde agencias de inteligencia como la CIA y la DEA. O el papel que juegan poderes fácticos privados y semi-ocultos como los representados por el Council on Foreign Relations, el Club Bilderberg y la Comisión Trilateral patrocinadas y financiadas por la familia Rockefeller.
Esta élite plutocrática ultra-liberal y financista fundamenta su poder en el modelo del crecimiento económico ilimitado, la economía de guerra y el expansionismo estadounidense, las llamadas “energías verdes o limpias”, la especulación y en el control de la Reserva Federal y del patrón monetario del petrodólar. Como Donald J. Trump no es un representante típico de ese establishment político tradicional, esta élite plutocrática globalista se nutrió en los últimos cuarenta años lo mismo de líderes políticos demócratas que de republicanos; tornándose borrosas las fronteras entre ambas opciones partidistas.
De ahí que el proceso electoral del 2020 no se reduce a la elección –o reelección– de un ocupante de la Casa Blanca ni a una simple oposición entre republicanos y demócratas, sino a la colisión explosiva entre dos modelos de capitalismo y de sociedad, que se adereza con la crisis epidemiológica global, la construcción mediática del coronavirus (https://bit.ly/2VOOQSu) y la gran reclusión (https://bit.ly/3l9rJfX). Lo que subyace en todo ello es una lucha por el control y gestión del imperio y de su decadencia; lucha adoptada desde una óptica geoestratégica que va más allá de la simple relación costo/beneficio y en la cual no importa el linchamiento mediático de algún personaje público, incendiar a los Estados Unidos y conducir a su sociedad al borde de una guerra civil.
Más allá del maniqueísmo y de la polarización que impone la post-verdad, los Estados Unidos no son una sociedad homogénea, sino diversa y ampliamente fragmentada y lacerada por el agotamiento del American way of life –por oposición al florecimiento que experimentan naciones como China– que se combina con el inevitable declive imperial y la crisis hegemónica en el sistema mundial.
Para ilustrar esta crisis del American way of life, cabe argumentar que la estadounidense es una sociedad violentada (alrededor de 20 millones de armas vendidas a ciudadanos de a pie a lo largo del 2020), enferma y adicta a los opiáceos y a las drogas farmacológicas legales recetadas por su sistema de salud en decadencia, excluyente, inaccesible y caro para más de la mitad de la población. Con 192 muertes por sobredosis al día hacia el año 2019 y un coste de 100 000 millones de dólares, se perfila una epidemia de opiáceos que acumula, desde 1990, 400 000 defunciones por obra y gracia de los intereses creados del Big Pharma favorecidos –en el caso de fármacos como el OxyContin– con las desregulaciones sanitarias. Además, las muertes por sobredosis de heroína se cuadruplicaron entre el 2002 y el 2016, afectando cada vez más a la población caucásica (https://bit.ly/2GFoGgL).
En general, la esperanza de vida –que es de 78,5 años– en los Estados Unidos no aumentó, sino que se mantuvo estancada desde el año 2010. El alcoholismo, la cirrosis, la sobredosis de drogas y los suicidios afectaron a más de 500 mil estadounidenses (134 defunciones por 100 000 habitantes) que murieron entre 1999 y el año 2014 (https://nyti.ms/2If2hHO) y cuyo rango de edad eran los 45 y 54 años. Estas enfermedades y hechos sociales afectan cada vez más a las clases medias asediadas por el desempleo, las deudas familiares y la ausencia de protección social.
La erosión de las clases medias y el empobrecimiento de amplios bolsones de la población, es otra constante en la sociedad estadounidense desde la década de los ochenta del siglo pasado. La desigualdad social es el origen de esta tendencia acelerada durante las últimas décadas: mientras el 0,1% multiplicó cinco veces sus ingresos (https://wapo.st/35amcjC), la clase media retrocedió en su participación dentro de la riqueza nacional, en tanto que el ingreso anual de la clase trabajadora se redujo considerablemente. Los 19 640 dólares ingresados por las familias en 1970 aumentaron a 27 642 en el año 2018, pero este incremento fue por debajo de la inflación (lo que se compraba con un dólar en Estados Unidos, actualmente se adquiere con 6,8 dólares). El salario de la clase trabajadora retrocedió en la riqueza nacional a medida que una élite ejecutiva de las principales corporaciones y bancos incrementaron sus ingresos 320 veces desde 1989 –año en que el salario de los CEO era 61 veces mayor al del trabajador promedio– (https://bit.ly/3k3JWdC).
Si no se comprende la lógica que asume la desigualdad extrema en los Estados Unidos, será difícil comprender los alcances del actual proceso electoral. Esta desigualdad es la base de la crisis del sistema político norteamericano y de la emergencia de un liderazgo como el de Donald Trump en el 2015/2016 en tanto representante de la llamada –por Hillary Clinton en ese proceso electoral– Basket of deplorables (la cesta de deplorables). Estos deplorables –en el 2020– representan más de 70 millones de votantes que eligieron al señor Trump y que se rigen por valores compartidos y por el lema “god, flag and country”. Desdeñarlos y reducirlos a fanáticos, locos y pulsivos criminales no solo sería un fallo desde el análisis, sino un error político y ético en momentos en que priva el odio y la emoción visceral como eje de los debates públicos en esa nación.
El carácter caduco y obsoleto del sistema electoral estadounidense no responde a las condiciones de su sociedad, sino que conjuntamente con sus élites está desfasado de las necesidades y problemas públicos que experimentan sus ciudadanos en el día a día. Ambas élites plutocráticas comprenden cómo funciona el poder en el imperio y están dispuestas a hacer lo que sea para no abandonarlo (permanentes linchamientos mediáticos, ruptura del orden constitucional, fraude electoral, personas nacidas en el siglo XIX que emitieron votos, etcétera). Es el caso de la élite financiero/globalista que desde su Estado profundo (Deep State) emprendió un manejo mediático, criminal y faccioso de la pandemia que posicionó a Estados Unidos en epicentro de la crisis epidemiológica global –con 9 960 379 de contagios y 240 668 muertes al 7 de noviembre–, en tanto expediente empleado como parte de esta lucha entre ambas élites plutocráticas y su concreción en el proceso electoral.
La acción concertada de las principales televisoras que censuraron, detuvieron y retiraron del aire el mensaje en vivo del Presidente de los Estados Unidos denunciando el fraude electoral es un síntoma de la polarización y de las cruentas disputas al interior de los Estados Unidos, y una evidencia o una señal de quién pretende controlar el proceso político en ese país aún sin finalizar el proceso electoral. Los medios masivos de difusión convencionales condensan esas luchas intra-élite y muestran su talante autoritario y su incapacidad para refutar con ideas y periodismo de investigación los dichos y acusaciones del mandatario. Lo irrisorio de esta faena fue que esos mismos medios, a lo largo de cuatro años, hicieron leña de los dichos y contradicciones del señor Trump y ahora recurren al ninguneo para ridiculizarlo ante un tema que alcanza tintes jurídicos y judiciales.
En suma, la elecciones estadounidenses del 2020 representan el punto culminante de la crisis de la democracia liberal y del sistema político/electoral de ese país que intentó materializarla y difundirla a lo largo y ancho del mundo durante los últimos 200 años. Pero este agotamiento de la praxis política y la división extrema y preñada de odio no se presentan solas, sino que se acompañan del declive hegemónico de esa potencia, así como de la erosión de las promesas del American way of life. Lo que en última instancia se disputa es la gestión –sea para acelerar o retardar– de la caída del imperio.
Tomar posición desde el exterior –o desde una sociedad subdesarrollada y dependiente como México– es un esfuerzo pueril si la comentocracia se pronuncia por un candidato o por otro. Las élites estadounidenses, cualquiera sea su signo ideológico, no tienen amistades en el mundo, sino intereses que son defendidos a ultranza en los distintos ámbitos de la toma de decisiones. Ningún representante o cara visible de esas élites plutocráticas en disputa conviene al mundo mientras el imperio se dirija al desfiladero y a su disolución; muchos menos son convenientes para México, pues ambos representan relaciones de dominación orientadas al control del poder planetario. En esas disputas no existen buenos ni malos. Solo la prensa y la comentocracia entreguista pueden visualizarlo con esa lentilla maniquea al adoptar el guión del complejo comunicacional norteamericano ligado a los intereses financieros, militares, tecnológicos y cinematográficos más perniciosos. Joe Biden, la cara visible de esa élite perdedora en el 2016, es el representante de los intereses belicistas, expansionistas, criminales, anti-inmigrantes y rentistas más depredadores y avasalladores, y que le dan forma a un imperio y a su carácter interventor. Aunque con buenos modales y un discurso políticamente correcto, los planes de la élite que representa son tan devastadores como cualquier otro.
El mismo consenso pandémico fungió como arena de esas disputas intra-élite donde finalmente se impone un modelo de capitalismo orientado al avasallamiento de la clase trabajadora y al cambio de patrón tecnológico que afianzará la sociedad de los prescindibles.
De ahí la importancia de comprender con rigor y sin posicionamientos facciosos, viscerales y desinformados la lógica de la sociedad estadounidense contemporánea y el rumbo de sus principales contradicciones, pues el mundo entero no es ajeno a ello ni a su declive como hegemonía del sistema mundial.