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La «glasnost» de Obama

Fuentes: Estrella Digital

La llegada de Obama a la Casa Blanca ha supuesto, con respecto a las prácticas habituales de su predecesor, un aumento de la transparencia ( glasnost la hubiera llamado Gorbachov) en relación con las distintas opciones que se debaten en el entorno presidencial, para hacer frente a los acuciantes problemas que aquejan a los EEUU […]

La llegada de Obama a la Casa Blanca ha supuesto, con respecto a las prácticas habituales de su predecesor, un aumento de la transparencia ( glasnost la hubiera llamado Gorbachov) en relación con las distintas opciones que se debaten en el entorno presidencial, para hacer frente a los acuciantes problemas que aquejan a los EEUU y, con ellos, a gran parte de la humanidad. Con ser aquéllos muchos y muy acuciantes, decidir la estrategia a seguir en Afganistán parece ser hoy uno de los más apremiantes.

Con Bush no ocurría así. Si decidía invadir Irak para satisfacer los intereses de su amigable círculo de magnates petrolíferos, adobando la operación con un cúmulo de mentiras, contaba de inmediato con su fiel Secretario de Estado, el ex-general Colin Powell, que sin inmutarse y poniendo en el empeño su bien ganado prestigio personal en otras lides, exhibía ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas unas diapositivas fruto de la imaginación de los más mendaces analistas del Pentágono, que mostraban al mundo la temible peligrosidad de Sadam Husein y su régimen político. Acto seguido, convocaba en las Azores a sus fieles acólitos, el español Aznar ( Ánsar, en la intimidad) y el británico Blair (a quien solo algún bromista pudo imaginar presidiendo la reformada Unión Europea), bajo los atentos cuidados del obsecuente anfitrión portugués, el camaleónico Durão Barroso, para anunciar al mundo el desencadenamiento de la más cruel, absurda e ineficaz guerra contra un enemigo inventado que jamás haya conocido la historia bélica.

Luego, cuando el fracaso era ya inocultable y las multiplicadas explicaciones que pretendían justificarlo solo añadían vergüenza a la ignominia, bastaba culpar a alguno de los más destacados halcones, habitualmente anidados en las alturas del Pentágono, para seguir chapoteando en la misma ciénaga con el único objetivo de sobrevivir a la catástrofe política y militar. Así fue, hasta que las urnas expulsaron de la Casa Blanca al que con toda probabilidad será tenido como uno de los peores presidentes en la historia de EEUU y a su banda de desaprensivos asesores, inyectando en ese país y en el resto del mundo una alentadora esperanza de renovación.

A la nueva transparencia política de la Casa Blanca hay que achacar el revuelo causado por las discrepantes informaciones difundidas en torno a lo que convendría hacer en Afganistán. La filtración de un informe enviado a la Casa Blanca por el embajador de EEUU en Kabul ha puesto de relieve las acusadas divergencias entre los asesores de Obama respecto a la estrategia a seguir en Afganistán y, en consecuencia, sobre la intensidad del esfuerzo militar a ejercer en este desventurado país, para poner fin a una guerra cuyo desarrollo se ve cada día más confuso. De eso dependerá el número de tropas a desplegar y, con ello, las previsibles bajas a sufrir, el esfuerzo económico a realizar y el estado de ánimo o la moral de la población, no solo en EEUU y en los países que contribuyen a la operación, sino, sobre todo, la repercusión sobre el pueblo afgano, que es el que más padece los efectos de esta guerra, cosa que se olvida muy a menudo desde los despachos de los planificadores.

Entre las opciones hasta ahora consideradas por la Casa Blanca, ha caído como una bomba el consejo del citado embajador, el teniente general retirado Karl Eikenberry, contrario al envío de más tropas a Afganistán. Sugiere que hasta que el gobierno de Karzai dé pruebas de dominar la corrupción dominante, es inútil incrementar la fuerza militar allí desplegada. Esto le enfrenta con el actual comandante en jefe, el general McChrystal, que desea reforzar con 40.000 soldados al actual contingente de 68.000 y que ha afirmado que «sin este refuerzo, la guerra contra los talibanes está perdida».

Por su parte, la Secretaria de Estado parece respaldar a su embajador en Kabul, cuando en una conferencia de prensa en su reciente visita a Manila ha criticado «la corrupción, falta de transparencia, debilidad del Gobierno y el desprecio de la Ley» reinantes en Afganistán, aspectos todos ellos en los que Eikenberry basa sus apreciaciones. Las otras opciones consideradas por los asesores de Obama varían entre 10.000 y 30.000 tropas de refuerzo.

El debate es complejo, muchos son los aspectos a considerar y todo parece indicar que la decisión no se tomará en breve, en lo que influyen varios factores. Aunque no se estima políticamente oportuno anunciar un nuevo envío de tropas justo cuando los ciudadanos de EEUU se reúnen para celebrar la tradicional y familiar fiesta de Acción de Gracias (el 26 de noviembre), y menos aún cuando Obama acuda a Oslo a recibir el Nobel de la Paz (el 10 de diciembre), este retraso sirve, sobre todo, para marcar de forma bien visible la diferencia que existe entre una reflexión lenta y bien meditada, escuchando todas las voces y de la que se hace partícipe a la opinión pública, y el atolondrado apresuramiento con el que Bush y sus asesores emprendieron la desastrosa invasión de Iraq.

Al fin y al cabo, justo es reconocerlo, en una guerra que se inició hace ocho años y en cuyo curso se han acumulado todo tipo de desastres, demorar la decisión durante unas semanas no es un error serio, si con ello se avanza por un camino mejor delimitado, donde la razón y la lógica hayan quedado bien asentadas.

http://www.estrelladigital.es/ED/diario/261194.asp

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.