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La gran perturbación: el mundo como mercado único

Fuentes: Espai Marx [Imagen: Metamorfosis II (1997), de Hamid Sadighi Neiriz. Créditos: https://www.hamid-sadighi-neiriz.com/painting]

Publicamos este texto no datado, aunque probablemente escrito alrededor de 1992 como material para una conferencia, gracias al trabajo de recuperación de materiales escritos por FFB realizado por Salvador López Arnal,


No es posible hoy en día analizar y tratar de encontrar soluciones a los problemas de la estanflación, del estancamiento económico y del paro si no se parte de ese dato fijo que es la globalización o mundialización del sistema. Cuando se estudian las causas del paro de larga duración en los países industrialmente avanzados, o postindustriales, como suele decirse, inmediatamente uno tiene que hacer referencia a los últimos impulsos del proceso de automatización de la producción, a la difusión mundial de la informatización y de la robotización, pero también a la nueva división internacional (fija y variable) del trabajo que iba imponiéndose en las últimas décadas y que ha conocido un nueva etapa a partir de 1990. Cuando se trata de la situación actual de los trabajadores de Volkswagen o de Suzuki, en Barcelona o en Jaén, no hay más remedio que pensar en la internacionalización de la fuerza de trabajo y en el nuevo tipo de relaciones que se han establecido de hecho entre los estados nacionales y las empresas transnacionales. Cuando se trata de los problemas medioambientales en el ámbito local, regional o nacional en seguida se ve uno obligado a relacionar estos problemas con el de la crisis ecológica global y unos y otros con el problema de las fuentes de energías en uso y alternativas en el plano mundial. Y éstos con el de la diferencia de intereses en un mundo dividido.

El mundo es ahora un mercado únicoLa mercantilización se ha hecho universal. El proceso de mercantilización se ha hecho tan universal que está llegando ya a los hielos perennes de la Antártida. La cultura euronorteamericana (y no sólo ella) ha hecho de los lugares más recónditos del planeta objeto de la ferocidad mercantil o simple propuesta aventurera para nómadas cansados de ver las propias desgracias. La ya antigua «tendencia espiritual hacia la nada», que viene caracterizando a las culturas europeas en la crisis, celebra ahora un nuevo carnaval mientras la esperada consciencia excedente de los ociosos sigue mutando, como casi siempre, en cinismo excedente de vuelta ya de todas las éticas del trabajo como sacrificio voluntario.

Es muy posible que este carácter universal de la mercantilización sea el límite último del capitalismo. Pero de momento lo que mayoría de la gente percibe es la enorme complejidad de las interrelaciones entre la vivencia directa del paro en las familias y la estructura de la economía mundial; o entre la nueva división internacional del trabajo, las crisis medioambientales locales y las grandes migraciones; o entre el agobio y la angustia que representan siempre la adicción a drogas que matan a los jóvenes de nuestro mundo y los factores que han conducido a la floreciente economía de la droga y a las nuevas guerras del opio; o entre la necesidad, tan evidente, y tan repetida, de adoptar medidas correctoras para paliar la destrucción antiecológica de los mares, ríos, lagos o especies naturales y los intereses, tan encontrados al respecto, de culturas distintas, de Estados distintos, de clases sociales diferentes y aún de continentes.

Es precisamente la dificultad que presenta hoy en día el pensar tales interrelaciones (por no hablar del actuar en consecuencia) sin dejarse arrastrar por la desinformación y por la manipulación informativa lo que hace que estén volviendo, con mucha más fuerza que antes, el oscurantismo, el irracionalismo y los fundamentalismos varios. Ni siquiera vale la pena ponerse a discutir ya cuál es el opio del pueblo en nuestros días porque se venden tantas clases de opios en competición mercantil que probablemente discutir sobre eso sería el cuento de nunca acabar.

En condiciones así hay dos cosas que cobran renovada importancia para los de abajo y para todas aquellas personas que, por las razones que fuera, siguen creyendo que la justicia y la verdad son valores defendibles. La primera cosa es tratar de obtener un plano para orientarse entre tantos caminos y encrucijadas; un plano lo más preciso posible que le sirva a uno para hacerse una idea del lugar que ocupa en el mundo. La segunda cosa es tener claro con quién se está, quiénes son ahora «los amigos del pueblo». Considero esto tan importante como lo otro, pues en tiempos de confusión suele ocurrir que las pobres gentes se confunden de adversario y golpean el que menos culpa tiene. Un ejemplo: todo lo que hemos oído y leído hace unos meses con ocasión del proyecto gubernamental de reforma del mercado de trabajo y la huelga general. Escuchando a los energúmenos de varias tertulias radiofónicas, de varias televisiones y de la mayoría de los periódicos parecía como si la culpa de todos los males la tuvieran precisamente los de abajo, como si la culpa de que haya un índice altísimo de paro fuera de los que tienen trabajo y de los sindicatos. Es importante orientarse en esto del con quién se está porque, de lo contrario, se corre el riesgo de actuar como suele hacerlo el burdo inconsciente que querría cantar las cuarenta a su patrón pero, como no se atreve a hacerlo, golpea a su mujer al llegar a casa.

Así somos. Y conviene que dejemos de ser así.

Como yo no soy economista ni sociólogo sólo puedo ayudar a dibujar el plano por el que orientarnos en sus trazos más generales. Reconozco que no será el mío un plano muy preciso para ir a un sitio determinado, sino una especie de juego de la oca donde se han indicado las casillas en que conviene no caer.

La gran perturbación en lo económico-social

Tal como yo veo las cosas, la crisis actual en el nivel económico del sistema-mundo no es de escasez de recursos, no es carencia, ni es simplemente descenso de los índices del crecimiento productivo, ni es sólo sobreproducción respecto del consumo posible, ni tampoco es sólo aumento del número de los que pasan hambre y mueren por ello en el mundo. Es sobre todo desequilibrio, contradicción, polaridad, desfase entre la enorme capacidad técnica de producción y consumo del actual sistema económico y la realidad de desigualdad de la distribución, del hambre y de la miseria cotidianas. La crisis actual es, como la que vivió Charles Fourier, la de una plétora miserable.

La crisis es actualmente una gran perturbación caracterizada por:

* La primera revolución mundial de las fuerza productivas que permite a los amos del mundo dosificar los ritmos entre la automatización generalizada (en las puntas más elevadas del proceso productivo) y la utilización de mano de obra semiesclava (en las tareas de mantenimiento, limpieza y otras funciones descualificadas).

* Una nueva división internacional del trabajo: parte fija y parte variable. Una parte importante de la población del mundo aparece como ejército mundial de reserva en competición con el «hombre mecánico» (Hans Moravec).

* Un sistema-mundo como combinación, en grados diversos, de lo premoderno, lo moderno y lo posmoderno: patronos, plebeyos, esclavos, siervos, explotados de primera, explotados de segunda, ni siquiera explotados y excluidos. El ejemplo tal vez más significativo de esto son las grandes aglomeraciones humanas nuevas (¿ciudades?) que se implantan en Asia, América, África. El mundo aparece como experimentación de la inteligencia artificial por arriba y como gran burdel por abajo.

* La generalización de grandes movimientos de población: emigrados y refugiados como proletariado exterior en el Imperio. Principales flujos migratorios en el mundo actual: la bomba poblacional y la bomba migración.

* Una nueva época del choque entre culturas (y religiones): sobre el nuevo «estar vosotros en nosotros y nosotros en vosotros»: nepantlismo y reproducción de una vieja dificultad de comprensión de la especie humana que conduce al racismo y a la xenofobia

* Extensión de la tragedia del economizar en los márgenes subterráneos del Imperio Único: de la economía de la droga [ver anexo] a las nuevas guerras del opio pasando por el drama de las familias de los consumidores. Esa tragedia trae al recuerdo otros viejas palabras: «No trates nunca económicamente con quien es más fuerte que tú. Si haces tratos económicos con él, perderás» (Eclesiastés, VIII, 15)

Me voy a ocupar ahora de un tema que me parece capital hoy en día, el del choque entre culturas. Terminaré ejemplificando sobre este choque a partir de las relaciones entre economía y ecología política.

Grandes migraciones/choque entre culturas

El final de siglo XX y del segundo milenio está ya marcado por choques entre culturas cuyas dimensiones, según todos los indicios, pueden ser muy considerables. Basta con pensar en los posibles efectos de las migraciones intercontinentales en curso y en los desplazamientos de población hacia las grandes ciudades que están teniendo lugar en los cinco continentes. O en el horror de la guerra que durante estos últimos años ha enfrentado a serbios, croatas y bosnios en la antigua Yugoslavia. O en los atentados contra inmigrantes que tienen lugar cotidianamente en tantos países europeos. O en los atentados contra ciudadanos europeos que se han producido durante 1993 y 1994 en Argelia y en Egipto. O en los conflictos que se producían casi simultáneamente en la selva amazónica, donde lo premoderno, lo moderno y lo posmoderno compiten a veces sin reconocerse como tales. O en la larga guerra no declarada que asola Perú. O en la cadena causal, cada vez más patente, entre explotación económica, supervivencia del campesinado indígena, economía de la droga, violencia primitiva que casi siempre toma la forma de matanza de los pobres, malestar cultural (que crecientemente se expresa en la cólera del ciudadano humillado) y sociedad policial posmoderna. O en el inesperado levantamiento indígena de Chiapas, en el México profundo, donde un buen día los antepasados de estos hombres insumisos que hoy se rebelan, desesperados, escucharon el grito de protesta de Bartolomé de las Casas. O en los enfrentamientos étnicos que han tenido lugar durante los últimos meses en África central y del sur.

Universalismo y nuevo racismo

El universalismo de las varias subculturas que han configurado la razón burguesa ilustrada (incluido el humanismo) no es incompatible con el sistema de jerarquías y exclusiones que adopta las formas del racismo y del sexismo. Xenofobia y racismo se han movido siempre entre el integrismo de la diferencia y el fundamentalismo universalista. El neo-racismo que crece ahora en Europa es propio de la época de la descolonización, de una época caracterizada por la inversión de los movimientos de población entre colonias y metrópolis y por la escisión de la humanidad en el interior de un solo espacio político, en un solo mundo. Pero por otra parte, y paradójicamente, el neo-racismo de finales del siglo XX se presenta como un racismo »sin razas» (algo bien conocido, sin embargo, desde hace algún tiempo en los países anglosajones): el centro de su argumentación no es ya la herencia biológica, sino más bien el carácter supuestamente irreductible de las diferencias culturales.

Aunque no siempre sea así (puesto que racismo nuevo y viejo se mezclan en muchas circunstancias), suele admitirse que la tendencia dominante en el neo-racismo del final del siglo XX no es postular la superioridad de unos grupos étnicos o de unos pueblos respecto de otros, sino acentuar de manera declamatoria o presuntamente científica el carácter nocivo de la cancelación de las fronteras, la incompatibilidad de las distintas formas de vida y de las tradiciones. Se trata, en suma, de un racismo predominantemente diferencialista.

La confusión del «estar vosotros en nosotros y nosotros en vosotros»

Se está imponiendo una vez más la idea de que «la mezcla de culturas», el mestizaje y la «supresión de las distancias culturales» traerían como consecuencia la muerte intelectual de la humanidad precisamente por hacer peligrar las reglas que nos aseguran la supervivencia biológica.

Como se viene diciendo con razón desde diferentes sitios, los nuevos ideólogos del neo-racismo que está creciendo en Europa no son ya místicos de la herencia, sino más bien técnicos «realistas» de la psicología social de masas. La ideología del neo-racismo contemporáneo no se hallará fácilmente (o se hallará sólo disfrazada) en las páginas culturales de los medios de comunicación, sino más bien en las páginas de sucesos. Lo cual es ya indicio de la vinculación entre xenofobia y nuevo clasismo.

En efecto, nadie parece haber sentido un miedo especial a la invasión de las principales ciudades industriales europeas por técnicos y expertos norteamericanos o japoneses; tal fenómeno ni siquiera fue objeto de reportajes periodísticos cuando se produjo. En cambio (y sintomáticamente) tiende a considerarse «natural» la actitud de miedo/odio al otro, a la otra cultura, cuando este «otro» y esta «otra» están representados por pobres gentes que huyen del hambre en sus países y buscan trabajo en los nuestros. La invasión de aquéllos (técnicos, expertos, comerciantes, negociantes) es siempre una «llegada» pacífica y deseada, a la que los media sólo dedican una atención risueña; la llegada de estos otros («emigrantes») es siempre una «invasión» llamada a desatar las bajas pasiones (sobre todo) de los de abajo. Teniendo en cuenta esa esencial diferencia de trato parece claro que los altavoces que hoy representan los medios de comunicación no son en absoluto ajenos al tipo concreto de neo-racismo que acompaña los choques culturales de nuestra época.

Bajo la retórica declamatoria de la mayoría de los medios de comunicación europeos y bajo el pragmatismo pseudorrealista vigente en los medios políticos, los comportamientos ante las grandes migraciones, lo que habitualmente se hace (hacemos) en el encuentro entre culturas, o mejor, en nuestro encuentro con mujeres y hombres de otras culturas, pone de manifiesto la persistencia de variantes apenas renovadas de una vieja y conocida idea. Esta idea dice sustancialmente que las culturas históricas de la humanidad se dividen en dos grandes clases: las universalistas (progresistas, modernizadoras) y las irremediablemente particularistas (o primitivas). La forma en que «los nuestros», o sea, el oligopolio de los medios de comunicación de la cultura euro-norteamericana, trataron a «los otros» durante el conflicto del golfo Pérsico, o la forma en que se está tratando ahora el denominado «fundamentalismo islámico» en Argelia son dos muestras más de que viejo principio sigue vigente. Porque, ¿de verdad puede alguien creer en serio que al final del siglo XX, en la época de la comunicación instantánea, hay «fundamentalistas» que se juegan la vida por retornar al «primitivismo» del pasado? ¿No es más sensato suponer que tanta entrega y tanta tensión moral tienen detrás comparaciones de esas que «los nuestros» suelen considerar odiosas y de las que tal vez no salen demasiado bien librados los «modernizadores universalistas»?

Soy de los que piensan que los problemas del racismo y de la xenofobia implicados en la vieja idea que diferencia tan drásticamente entre culturas de dos tipos acaban rigiéndose (y quizá resolviéndose) al fin por el principio de la relatividad general bajo el que caen todas las declaraciones político-culturales de importancia (el ver la paja en el ojo ajeno sin notar la viga en el propio). Tal principio, en su aplicación a nuestro caso, viene a decir que «universalismo» (modernizador) y «particularismo» (primitivista) se convierten por lo general en términos positivamente intercambiables (y con el signo de valoración cambiado) según que tales palabras hayan de ser utilizadas hacia dentro, en el marco de estados multinacionales cuya plurinacionalidad y desigualdad regional no acaba de ser reconocida, o hacia fuera, quiero decir: en defensa de la propia identidad/diferencia frente al otro universalismo modernizador (que en este caso adquiere el matiz peyorativo de «uniformista» o el más drástico de «asimilacionista»).

A diferencia del antiguo racismo, el nuevo oculta o disfraza la afirmación de jerarquías en lo cultural y se hace integrador o asimilacionista por el procedimiento de borrar la acepción antropológica del término «cultura» e implicar que en el encuentro entre dos no hay más Cultura que la propia (de donde resulta que el otro, el inmigrante, por definición no tiene «cultura»; pues cuando se trata de un poeta, de un cineasta o de un narrador de la otra misma cultura que el inculto aspirante a proletario no lo llamamos «inmigrante»: en ese caso es (implícitamente) »uno de los nuestros».

Xenofobia y división internacional de trabajo

Immanuel Wallerstein ha captado, con precisión creo, la ambigüedad de fondo de la xenofobia en el mundo de hoy, así como el carácter funcional de un neo-racismo clasista que regula la entrada de inmigrantes en función de las necesidades del mercado laboral interno mientras traslada una parte del proceso productivo a Asia, África o América Latina. En efecto, la actitud de desprecio o de miedo respecto de quienes pertenecen a otros grupos definidos por criterios genéticos (como el color de la piel) o por criterios sociales (pertenencia religiosa, modelos culturales, preferencia lingüística), que es lo que caracteriza la xenofobia, choca de lleno con las necesidades económicas de explotación de la fuerza de trabajo. En la época contemporánea, que es la de la expansión universal del sistema capitalista, la contradicción que habitualmente produce la xenofobia (ganamos en «pureza» / perdemos la «fuerza de trabajo» de las personas rechazadas) convierte la conclusión habitual (la expulsión del sistema de la fuerza de trabajo otra) en una insensatez.

Si se quiere maximizar la acumulación de capital es necesario al mismo tiempo minimizar los costes de producción (consiguientemente, los costes de la fuerza de trabajo) y minimizar las protestas de la fuerza de trabajo (no eliminarlas, porque eso es imposible). El racismo es la «fórmula mágica» que viene a conciliar todos estos objetivos.

¿Cómo? Se podría decir que, desde un punto de vista operativo, el racismo contemporáneo toma la forma de una «etnización» de la fuerza de trabajo mediante la creación y continua recreación de grupos y comunidades raciales y/o etno-nacionales-religiosas, que van cambiando según los lugares y los tiempos: siempre hay «negros», y si no los hay, o son pocos, se inventan los «negros blancos».

Todo indica que una parte al menos de los grandes movimientos migratorios y de refugiados en este fin de siglo afectan a cuatro continentes son movimientos forzados, obligados y alentados, en los que las empresas beneficiadas que hoy sustituyen al negrero del siglo XVIII se ahorran hasta el gasto del transporte. Ello es posible porque la mundialización del sistema capitalista ha acabado por hacer del trabajo humano no sólo una mercancía que aliena a aquella parte de la humanidad que hoy, en la fase del paro estructural, logra vender su fuerza de trabajo, sino también una aspiración por la que se juega la vida diariamente otra parte de la humanidad que ni siquiera ha podido entrar en el ciclo de la explotación.

El final de la experiencia alternativa al capitalismo en los países del Este de Europa no sólo ha dejado «vacante» la sede del «segundo mundo», como escribió con gracia Mario Benedetti, sino que ha contribuido a multiplicar el número de los potenciales «negros blancos» a disposición del capital. Así pues, las funciones de este sistema en el que el racismo diferencialista aparece como «fórmula mágica» son básicamente dos: 1º permite ampliar o contraer el número de las personas disponibles para los salarios más bajos y las tareas menos gratificantes, 2º procura una base no meritocrática para justificar la desigualdad, lo cual permite a su vez remunerar mucho menos a un segmento de la fuerza de trabajo, lo que no se podría hacer en función del mérito.

Del choque cultural al debate sobre la crisis ecológica

En los últimos diez años se ha puesto de manifiesto que los desequilibrios ecológicos no son sólo problemas específicos de las poblaciones de los países económicamente muy desarrollados, sino que pueden llegar a afectar a toda la especie humana. Vale la pena subrayarlo en este contexto: en ciertos casos la crisis ecológicas están afectando más directamente a las poblaciones de los países pobres que a las de los países ricos. De hecho, algunas de las más desgraciadas catástrofes ecológicas de los últimos tiempos se han producido precisamente en zonas del planeta en las que el capitalismo aprovecha la mano de obra barata para instalar algunas de sus plantas con efectos potenciales más peligrosos (Bhopal enseña).

De modo que en los países pobres o empobrecidos de Asia, África y América Latina, así como en las regiones subdesarrolladas de los países del primer mundo, se juntan, una vez más, el hambre con las ganas de comer, como suele decirse: las consecuencias de la pobreza con los efectos del peor tipo de contaminación ambiental. Ello se ha debido a la constante transferencia de técnicas e industrias altamente contaminantes, o con elevado riesgo para la vida de los hombres y otras especies animales y vegetales, desde los países ricos del Norte a los países pobres del Sur. Empresas que no podían ser instaladas en países altamente industrializados porque la presión popular ha obligado a promulgar una legislación medioambiental restrictiva, se implantan en países pobres aprovechando precisamente la tolerancia de la legislación, si es que ésta existe, y la facilidad que allí suele haber para la sobreexplotación de la mano de obra. Greenpeace International informaba en 1990 de que seis millones de toneladas de residuos tóxicos habían sido transferidos a países en vías de desarrollo entre 1987 y 1989. Entre los países africanos afectados por la transferencia de residuos de alta peligrosidad están: Guinea Bissau, Sierra Leona, Nigeria, Namibia, Zimbabue y Djibouti.

La comprobación material de que las previsiones científicas (por minoritarias que fueran el día en que se formularon) se cumplen, se están cumpliendo, ha contribuido a cambiar la orientación de la opinión pública y a hacer a ésta más consciente de los grandes retos y peligros del final de siglo desde el punto de vista ecológico. También la actividad ininterrumpida y la tarea pedagógica de los movimientos y organizaciones ecologistas ha favorecido de manera notable esta sensibilización. Nacidos a finales de la década de los sesenta en los Estados Unidos de Norteamérica, los grupos ecologistas han ido extendiéndose por todo el mundo durante los últimos veinte años. Primero por los Países Bajos y Alemania. Después por la mayoría de los estados industrializados de la Europa central y occidental. Ya en la década de los setenta, también por la India, Kenia y Brasil, con características nuevas y diferenciadas. Y en la década siguiente, en el momento de la crisis terminal de lo que se llamó »socialismo realmente existente», por las nacionalidades de la  URSS y de los países del Este de Europa.

Ecologismo mercantil y ecologismo social

Por consiguiente, la batalla dialéctica que empezó en Brasil en junio de 1992, con ocasión de la Conferencia mundial sobre medio ambiente, tiene una doble dimensión.

En primer lugar, esta controversia enfrenta al ecologismo social con la utilización mercantil del ecologismo, ya que, como era de esperar en un mundo dominado por el mercado y por el fetiche del dinero, incluso la producción bienintencionadamente ecológica se está convirtiendo en negocio de unos cuantos, en beneficio privado, en pasto de la publicidad y en ocasión para el llamamiento a un «nuevo tipo» de consumismo. La línea verde del sistema productivo capitalista empieza a cotizar en la Bolsa. Dos años antes de que se iniciara la batalla de Brasil, durante la primera semana de octubre de 1990, se reunía en Estrasburgo el primer congreso internacional sobre medio ambiente organizado por asociaciones empresariales privadas con la presencia de 250 dirigentes de todo el mundo. Objetivo: adecuar el mundo empresarial a la demanda de los tiempos nuevos. Lo verde vende. Inmediatamente después se alzaron las primeras voces empresariales en favor de una línea productiva verde que al mismo tiempo hiciera recaer sobre las espaldas de todos los ciudadanos (como si la responsabilidad por la contaminación industrial fuera la misma en todos los casos) el comprensible encarecimiento de tales productos. La mercantilización casi siempre va seguida por una exhibición de cinismo: los mismos que contaminan pueden pagar los más hermosos anuncios publicitarios en favor de la línea verde de la industria.

En segundo lugar, esta batalla abre un nuevo flanco al enfrentamiento entre países ricos (muy industrializados y muy competitivos) y países pobres (cada vez más identificados con las reservas ecológicas del planeta o, en su defecto, con centros de producción de drogas ilegales). Se habla ya del gran trueque-fin-de-siglo: deuda externa por ecología (y supresión de la producción de drogas en los países pobres para hacerlo, tal vez legal y moderadamente, en los países ricos del Norte: segundo negocio mundial después del tráfico de armas). Pero se habla de ello, por lo general, desde un punto de vista etnocéntrico. Lo que quiere decir: disfrazando el discurso una vez más de universalismo y cubriéndolo con el manto de valores ético-ecológicos, como la conciencia de especie, usurpados al ecologismo social.

Econacionalismo/ecocolonialismo en la economía-mundo

Como en la época del primer colonialismo, el gran argumento del ecocolonialismo de ahora se centra en las cosas que, siendo de todos (o habiendo sido de todos), no son de nadie y, por consiguiente, se supone que han de caer bajo el control de quienes pueden utilizarlas convenientemente. No es casual que, de acuerdo con este discurso, quienes pueden hacer un uso conveniente de los recursos ecológicos del planeta sean los mismos que en otro momento histórico debían hacer un uso conveniente de las minas y tierras americanas, africanas o asiáticas. Entonces en nombre de la superioridad técnica y cultural. Ahora en nombre de la superioridad técnica y cultural y de la conciencia ecológica de la especie.

Yendo al caso. Se trataría, según este discurso, de salvar la Amazonía del primitivismo burgués-industrial brasileño en nombre de la cultura burguesa eurocéntrica autocrítica y ecológicamente cultivada. Los datos de partida para este razonamiento son tan claros y aterradores como indiscutidos: en los últimos años se han perdido ya entre 400.000 y 600.000 kilómetros cuadrados de selva amazónica, han sido alterados 20 millones de Ha por la intensidad de los incendios provocados por agricultores y ganaderos; los planes del gobierno brasileño en el ámbito hidroeléctrico y la enorme intensidad de los vertidos de mercurio, procedentes de las instalaciones mineras, en los ríos de la zona completan el negro cuadro del inmediato futuro de una región del planeta de la que se ha dicho que actúa como un pulmón de la Tierra y que es, al mismo tiempo, un ecosistema muy frágil.

En la actualidad tienen soberanía sobre la región amazónica ocho estados sudamericanos y un estado europeo (Francia). Soberanía quiere decir, en este caso, intereses particulares sobre la zona sobre una zona clave para el planeta: el Amazonas vierte al Océano casi el 18 % del total del agua dulce drenada desde tierra firme; la selva amazónica alberga, según Thomas Lovejoy, casi un tercio de las reservas genéticas del mundo, lo que la convierte en una reserva fundamental de principios activos probablemente básicos para curar enfermedades y para potenciar la alimentación en los años venideros; la desaparición de aquella selva supondría un impulso complementario al ya grave efecto invernadero creado por las emisiones industriales.

Con tales datos resultan comprensibles los constantes llamamientos a considerar la lucha contra la destrucción ecológica en la Amazonia como un asunto de todos los humanos, como un problema vital para la especie. La propuesta de internacionalización de la Amazonía arranca justamente de estos datos. Y también la oferta hecha a los países de la zona en el sentido de cambiar ecología por deuda externa. Hace unos años, presionado por los gobiernos de Alemania y de EEUU de Norteamérica, el Banco Mundial hizo pública su preocupación por el impacto ambiental de los proyectos que estaba financiando allí y condicionó la entrega de créditos al gobierno brasileño a la modificación de sus planes hidroeléctricos. El presidente francés François Mitterrand proclamó la necesidad de crear alguna autoridad internacional sobre la Amazonía para preservar esta zona como un bien de la Humanidad, lo que significa de hecho una limitación de la soberanía de los actuales estados de la zona.

El movimiento ecologista actual se halla perplejo y dividido ante las propuestas de internacionalización. Pues la exigencia de una autoridad mundial para hacer frente a la crisis ecológica ha sido desde hace décadas una reivindicación de los movimientos medioambientalistas contra el liberalismo estrecho de la economía mercantil del industrialismo; pero, por otra parte, se hace cada vez más evidente que la limitación de las soberanías nacionales está trayendo consigo una reduplicación del dominio de las empresas transnacionales en el Imperio Único en contra de los intereses de las poblaciones de los países más pobres, sin que esta nueva forma de dominación universal se haya traducido por el momento en resolución de los problemas ecológicos más acuciantes.

Los movimientos ecologistas que han surgido durante los últimos años en los países pobres y la parte más consciente del ecologismo social de los EEUU de Norteamérica, Japón y Europa empiezan a ver con mucha desconfianza los llamamientos a la internacionalización de la Amazonia en nombre de la conciencia de especie (y a veces sin admitir siquiera la condonación de la deuda externa de aquellos países), porque, una vez más, observan ahí la existencia de un doble lenguaje, de un doble criterio para hablas y juzgar de lo que hacen ellos y de lo que hacemos nosotros. Seguramente tienen razón los dirigentes de la Unión de Naciones Indígenas cuando dicen: «Los europeos hablan mucho de salvar la Amazonia. Pero no vemos ninguna preocupación por el ser humano que vive aquí. Sólo piensan en salvar los bosques, las tierras, los animales».

¿Cómo no recordar en este contexto que también con argumentos universalistas pero con intereses etnocéntricos parecidos «se salvó», en la época del primer colonialismo, la buena tierra californiana del primitivo y perezoso indio mexica?. Y ¿cómo no recordar, cuando se habla tanto de ética de especie y de ética ecológica, que no es la primera vez en la historia que la usurpación de las grandes palabras por los dominadores conduce al genocidio y que el recurso sistemático a la palabra ética (por muy nueva que parezca ésta que ahora se nos propone) oculta siempre la suciedad de los pañales de aquella parte de la humanidad que tanta necesidad tiene de tal palabra?

Ética ecológica

Ética ecológica, sí. Pero lo mejor es hacer la prueba del nueve: el mismo presidente europeo que en nombre del ecologismo planetario propone la internacionalización del problema del Amazonas hace la vista gorda ante los atentados criminales de sus agentes secretos contra los ecologistas que molestan los intereses de la industria nuclear francesa y permite el tráfico de especies en extinción cuando se trata de cubrir necesidades de las propias élites. Ha sido la Comunidad Europea, la comunidad de la Europa de la tolerancia y de la conciencia autocrítica sobre los efectos perversos del primer colonialismo, la primera en proponer juiciosas medidas para detener la destrucción ecológica de la zona amazónica y de la Antártida. Pero esa misma Europa que presiona a los países latinoamericanos para que reduzcan sus grandes proyectos industriales con impacto ecológico negativo parece haber heredado también la vieja moral del cínico inquisidor que clama siempre contra los simples de la iglesia y enseña a los más próximos la gran verdad: haced lo que yo digo que hay que hacer, no lo que yo hago.

El desenlace de esta doble batalla del Brasil dependerá en gran parte de que la ecología política de la pobreza caiga en la cuenta de que el ecologismo mercantil, el ecologismo del negocio, se está disfrazando ya con otra ética universalista para cubrir así una nueva forma de colonización del antiguo tercer mundo en la que sus ciudadanos serán parte de la reserva natural tolerada y sus tierras vertederos de las basuras contaminantes de los ricos o sede de las industrias más peligrosas creadas por éstos y prohibidas por sus leyes. Naturalmente, la alternativa a esta nueva colonización que se otea en el horizonte no es destruir la Amazonía en nombre del nacionalismo de la otra América imitando, mal y a destiempo, lo que hicieron los burgueses de la primera industrialización, los antepasados de quienes hoy les piden que no sean como fueron ellos entonces.

No se puede seguir viviendo como se ha vivido en el pasado

Todo el mundo que quiere saberlo lo sabe ya: no se puede seguir viviendo como se ha vivido en las últimas décadas, por encima de las posibilidades de la economía real y contra la naturaleza. Lo sorprendente es que ahora empiecen a decirlo quienes tenían la responsabilidad de haberlo dicho hace tiempo, los ministros de economía. Pero al constatar lo pantanoso de un terreno que parecía tan sólido son muchas las personas que pierden toda noción seria de democracia, de lo que fue la participación de las masas en la política, de lo que fueron la «izquierda» y la «derecha» políticas de las últimas décadas. En esta confusión anida una vez más el peligro del recurso a los irracionalismos. Ser sólo ecologistas en un mundo así es muy insuficiente. Por eso unos buscan el complemento a la palabra y lo declaran con autosuficiencia y presunción, y otros la complementan en la práctica sin dar nombre de momento al nuevo híbrido. No es sólo el ecocolonialismo lo que está naciendo. En la CEI y en varios países del antiguo Pacto de Varsovia, una buena parte del ecologismo se confunde ya con el nacionalismo extremo, eslavista o de otro tipo. El ecologismo empieza a aparecer identificado con la salvación de la patria. En Centroeuropa y en la Europa del Sur está ocurriendo algo parecido. No es cierto que hayamos llegado al final de las ideologías. Y sería descabellado, por otra parte, seguir considerando ahora el ecologismo como un todo unitario, como un movimiento único o como una paradigma compartido desde el punto de vista político-social.

Todo indica que también para el ecologismo social, alternativo, llega el momento de la verdad. Para abordar una tarea como la que puede imaginarse en tiempos tan difíciles lo primero y más urgente es encontrar la manera de que los partidarios de esta ecología política de la pobreza puedan comunicar a las buenas gentes que la reconversión ecológico-económica planetaria del futuro obliga a cambios radicales en el sistema consumista hoy dominante en casi todo el mundo industrialmente avanzado: a cambios revolucionarios en la forma de vida de los privilegiados de los países ricos, porque los recursos no renovables escasean y porque no es materialmente posible universalizar el tipo de vida característico del americanismo a toda la población mundial. Tales medidas, que habrán de afectar a la forma de moverse por las ciudades, a la relación de las personas con el entorno natural y a aspectos tan vitales del humano estar en el mundo como la comprensión de las culturas distintas a la nuestra, serán probablemente tanto más drásticas y, por consiguiente, tanto más autoritarias cuanto más tarden en llegar.

No creo, en cambio, que la simbólica «muralla china» que se está levantando en la fortaleza europea sea suficiente para contener a los hambrientos que huyen de los otros continentes. En esta parte del mundo no podemos comprender ya lo que significa, lo que sigue significando el hambre en el mundo de los pobres . Como escribió Joseph Conrad en una página luminosa de El corazón de las tinieblas: «No hay miedo que pueda hacer frente al hambre, no hay presencia que pueda hacerlo desaparecer, la repugnancia simplemente no existe donde existe el hambre; y en cuanto a la superstición y lo que podríamos llamar principios, tienen menos peso que la hojarasca arrastrada por el viento. ¿No conocéis lo diabólico de una persistente inanición, su exasperante tormento, sus negros pensamientos. su sombría y obsesiva ferocidad /…/ Un hombre necesita toda su fuerza innata para combatir el hambre debidamente. De hecho es más fácil arrastrar la aflicción, el deshonor y la pérdida de la propia alma que esa clase de hambre prolongada /…/ No podíamos comprenderlo porque una salud triunfante sobre la derrota general de los organismos constituye ya por sí misma una especie de poder».

Fuente: https://espai-marx.net/?p=13817