Foto: Un avión despega de un buque estadounidense en Libia en agosto de 2016. PETTY OFFICER 3RD CLASS RAWAD MA
Nueve años después de la intervención de la OTAN liderada por Sarkozy, el país sigue desangrándose en un interminable conflicto alentado por las potencias extranjeras
La guerra de Libia es otro de esos grandes conflictos que pasan desapercibidos para la opinión pública. Han pasado más de nueve años desde que Occidente decidiera intervenir militarmente en la guerra civil libia y la crisis que vive el país ha sufrido un deterioro continuo desde ese momento. De hecho, actualmente el país está mucho peor que con Gadafi, pese a que el dictador libio gobernó durante más de cuatro décadas con mano de hierro y sin importarle los deseos de su población, a la que sometió a un régimen de aislamiento internacional fatal para los intereses de la misma.
Gadafi, aparte de ser un dictador excéntrico y estrafalario, autor del famoso Libro Verde –un pastiche sin ningún tipo de sentido que resumía sus pensamientos–, se ganó el respeto de los líderes occidentales a base de comprar su silencio con el dinero del petróleo. Después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, Gadafi ofreció su ayuda al presidente Bush para su cruzada contra el terrorismo. Se hace preciso recordar, por ejemplo, las buenas relaciones que mantenía Italia con el tirano, o que el expresidente del gobierno José María Aznar llegó a justificar su apoyo a Gadafi porque, dijo, “está haciendo exactamente el camino contrario al de Cuba”. Como escribió Miguel Mora en 2011, “los mismos líderes que decidieron invadir Irak y acabar con el régimen dictatorial de Sadam Husein buscaron petróleo y dólares frescos en el régimen dictatorial de Gadafi”.
El apoyo a Gadafi duró hasta que en 2011 estalló la guerra civil libia, en la época en la que las tiranías de Oriente Próximo fueron desafiadas por las manifestaciones de la primavera árabe. La amenaza en Libia fue muy seria y obtuvo la respuesta envalentonada de Gadafi, que amenazó a su pueblo con llevar a cabo una matanza si con ello conseguía mantenerse en el poder. En marzo de ese mismo año, la OTAN intervino militarmente y, a finales de octubre, Gadafi cayó, dando paso a un proceso de transición que fracasaría y que desencadenaría una segunda guerra civil que se mantiene desde 2014.
La intervención de Occidente en 2011 se justificó por la “preocupación de los países occidentales por la seguridad de los civiles”. Antes, se había aprobado la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que buscaba crear una zona de exclusión aérea para proteger a la población civil. Semanas después, las superpotencias occidentales (Estados Unidos, Reino Unido y Francia) decidieron volver a utilizar el pretexto de la intervención humanitaria para apoyar a las fuerzas rebeldes y derrocar a Gadafi mediante una campaña militar que provocó la muerte de miles de personas (30.000 personas según el Consejo Nacional de Transición) y que consiguió justamente lo contrario: la muerte de inocentes civiles. No resulta fácil sostener que la motivación de las potencias occidentales eran los civiles, sino más bien acabar con el dictador Gadafi.
El mismo dictador al que Occidente, desde Berlusconi a Sarkozy –con quienes ambos hicieron buenos negocios públicos y privados–, había apoyado con igual entusiasmo que a otros tiranos. La lista es larga, pero se hace difícil no acordarse de Mubarak, Ben Ali y Sadam Hussein, sostenidos por Occidente durante décadas. Como nos recuerda Noam Chomsky, a menudo, cuando los dictadores empiezan a no ser fiables, nuestros líderes políticos aprovechan la ocasión para declararse los salvadores de la democracia con el propósito de instaurar un statu quo que siga siendo beneficioso para los intereses de Occidente.
El derrocamiento de Gadafi
En aquel momento había muchas razones para creer que derrocar a Gadafi podría conducir de nuevo a la guerra civil. La experiencia más cercana era el Irak de Sadam Husein: la invasión estadounidense de 2003 se tradujo, tres años más tarde, en una guerra civil sectaria entre chiitas y sunitas. Las condiciones de Libia –una sociedad tribal con grandes recursos energéticos– deberían haber ayudado a prever que el desmantelamiento del poder estatal se convertiría en una grave amenaza para la paz.
Además, el peligro no sólo estaba en una “somalización” del conflicto (de la que se ha hablado con frecuencia en referencia a la guerra civil en Somalia en los años 90), sino también en que existía una seria amenaza por parte de las corrientes más fundamentalistas, especialmente de grupos yihadistas.
La invasión americana de Irak acabó teniendo repercusión en Libia en los años posteriores a la caída de Gadafi
La invasión americana de Irak acabó teniendo repercusión en Libia en los años posteriores a la caída de Gadafi. Después de la guerra civil iraquí, la expansión del yihadismo internacional fue incrementándose a un ritmo cada vez mayor, alimentado también por la guerra de Siria, en la que el caos propició que los “herederos de Al Qaeda” empezaran a ocupar regiones cada vez más extensas de Oriente Próximo. De alguna forma ya lo había advertido Gadafi, pero recibió poca atención al interpretarse como un intento desesperado del dictador por aferrarse al poder. Sin embargo, la profecía de Gadafi se cumplió.
Como recoge el think tank New America, las tres ciudades donde la guerra se vivió de forma más intensa –Bengasi, Sirte y Derna– fueron las más afectadas por el yihadismo: “El caos en estas áreas permitió a los militantes echar raíces después de la revolución, lo que llevó a estas ciudades a convertirse en centros para los yihadistas”.
Esto provocó que Libia se convirtiera en el escenario de asesinatos contemplados en ‘The Drone Campaign’, una campaña de la guerra contra el terrorismo iniciada en los primeros años de Bush hijo, y que adquirió una mayor intensidad con Barack Obama. Esta fue la época en la que el yihadismo comenzó a amenazar muy seriamente a las sociedades occidentales con numerosos atentados terroristas. Este hecho hizo intervenir de nuevo a Estados Unidos, y Libia fue uno de los países elegidos para librar esta campaña.
Es precisa una pequeña reflexión acerca de lo rápido que interviene Occidente cuando sus intereses están en peligro, al contrario de la pasividad cuando las grandes desgracias de los pueblos más pobres no afectan a la estabilidad mundial. En los años 2015, 2016 y 2017, el Mando África de Estados Unidos (AFRICOM) mató en Libia a alrededor de 200 personas, de las que se piensa que 70 son civiles, aunque las fuerzas estadounidenses se nieguen a reconocerlo.
De todas formas, la extensión del yihadismo y la guerra civil no han sido los únicos problemas. Con el transcurso del tiempo y a la vez que la segunda guerra civil ha ido desarrollándose, el conflicto está adquiriendo un carácter mucho más internacional, con multitud de potencias apoyando a un bando o a otro en función de sus intereses económicos o políticos. La amenaza ahora ya no es el yihadismo, sino la extensión de un conflicto entre multitud de partes. Asimismo, la guerra de Libia se ha visto condicionada por los acontecimientos ocurridos en Oriente Próximo: la guerra de Siria es un factor importante, pero también lo es la crisis diplomática entre Qatar y las monarquías fundamentalistas de Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos (EAU). La guerra civil libia ha atraído también el interés de potencias extranjeras, al igual que ha sucedido en Siria.
El conflicto está adquiriendo un carácter mucho más internacional, con multitud de potencias apoyando a un bando o a otro
Para simplificar, Turquía apoya al Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA), reconocido internacionalmente pero que despierta la animadversión de EAU y Arabia Saudí por su carácter islamista. Esto es especialmente cierto en el caso de EAU, que no puede ver ni en pintura cualquier organización islámica que se parezca a los Hermanos Musulmanes, y también en el caso de Egipto, donde el dictador Al Sisi dio en 2013 un golpe de Estado precisamente para acabar con el experimento democrático de los Hermanos Musulmanes. Egipto, Arabia Saudí, EAU y Rusia apoyan al otro bando, el Ejército Nacional Libio (LNA), comandado por el militar Jalifa Haftar. El LNA es responsable de la mayoría de las muertes de civiles en la guerra y ha librado una operación militar para tomar Trípoli que ha fracasado después de asediar la ciudad durante catorce meses. Gracias al fuerte apoyo de Turquía, el GNA ha conseguido recientemente expulsar a las fuerzas de Haftar.
Por otro lado, la motivación de Turquía para apoyar al GNA se debe al “claro interés de obtener beneficios económicos vinculados a la prospección de gas y petróleo”. En noviembre de 2019, Turquía y el GNA firmaron un acuerdo militar que da ciertos privilegios a Turquía además de la oportunidad de redibujar las “fronteras marítimas internacionales [..] para así poder a acceder a las reservas de gas descubiertas en la costa sur de Chipre hace aproximadamente 10 años”.
Sin embargo, no sólo Turquía está interesada en hacer negocios en Libia. Las grandes reservas de petróleo y de gas seducen a todos, desde Rusia hasta Occidente, aunque los pretextos que se den sean políticos.
Este también es el caso de Francia, que, pese a declararse neutral, ha sido acusada de favorecer a Haftar. En este sentido, parece que a la Unión Europea no le preocupa demasiado la crisis terrible que vive la población, lo que vuelve a mostrar que el interés de intervenir militarmente en 2011 para proteger a los civiles era bastante dudoso. Los líderes occidentales siguen vendiendo armas a países que las transfieren al terreno, pese al embargo que afecta actualmente a Libia. Esto es especialmente claro en el caso de Emiratos Árabes Unidos, al que Occidente suministra una cantidad inmensa de armas sabiendo que estas corren el riesgo de llegar a manos del LNA. Lo mismo ocurre en el caso de Turquía, país que también incumple el embargo decretado y suministra armas al GNA. Un hecho incluso más grave si tenemos en cuenta que Turquía es aliado de Occidente. Un aliado incómodo, pero estratégico. Por ejemplo, gracias a nuestra relación especial, acordamos con los dirigentes turcos que los refugiados sirios se quedaran en Turquía, en lo que se conoció como el pacto de la vergüenza.
La reciente victoria del GNA en Trípoli hace presagiar que la guerra puede sufrir una escalada muy peligrosa con consecuencias nefastas para la población civil. El fracaso del LNA al tomar Trípoli propició que Al Sisi amenazara con desplegar tropas en Libia el pasado 20 de junio: “La preparación para luchar se ha hecho inevitable y necesaria en medio de la inestabilidad y la agitación prevalecientes en nuestra región”, dijo el líder egipcio. Unas palabras tomadas como “declaración de guerra” por el GNA. No obstante, la escalada verbal no cesa. El 13 de julio, el parlamento del este de Libia (proHaftar) pidió “que las fuerzas armadas egipcias intervengan para proteger la seguridad nacional de Libia y Egipto si ven un peligro inminente para nuestros dos países”. El 16, Al Sisi echó más leña al fuego advirtiendo de que “Egipto no permanecerá frente a cualquier amenaza directa a la seguridad egipcia y libia”.
Mientras suenan estos tambores de guerra, la crisis humanitaria en Libia es muy grave. Pese a tener una población que no llega a los 7 millones de personas, más de un millón de personas necesitan ayuda humanitaria para sobrevivir. La reciente escalada verbal y militar en el país entre estas dos partes enfrentadas, y los múltiples conflictos internos de los bandos que luchan por los recursos energéticos, además de la posible injerencia extranjera, pueden tener consecuencias catastróficas. Se hace imprescindible que se llegue a un acuerdo de no injerencia. Esto va dirigido sobre todo a Turquía, Egipto, EAU y Rusia, pero también a los países occidentales que, pese a declararse salvadores de Libia, parecen estar de brazos cruzados viendo cómo la tragedia empeora y cómo el dinero de la venta de armas engrosa los beneficios de su industria militar. Por desgracia, nada nuevo.