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La historia escondida

Fuentes: tintaLibre

«En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado». Era el bando que el 1 de abril de 1939 anunciaba la paz después de tres años de guerra. Eso decía el bando. Lo que no decía es algo que con […]

«En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado». Era el bando que el 1 de abril de 1939 anunciaba la paz después de tres años de guerra. Eso decía el bando. Lo que no decía es algo que con demasiada frecuencia se olvida desde entonces: lo que empezaba ese primero de abril no era la paz sino la victoria. Y no la victoria de las tropas nacionales sino -con todos los rigurosos matices que se quiera- la victoria de las tropas fascistas. Lo primero que hacen las dictaduras es robarnos el lenguaje y cambiarlo por el suyo. Todavía hoy se sigue hablando del bando nacional, como si las palabras no significaran nada. O como si las palabras significaran lo contrario de lo que dicen. Como escribe José Bergamín, hay palabras que dicen «menos de lo que dicen y más de lo que callan».

Porque si eso era así, si las palabras no mentían, de dónde venía tanta muerte contra las tapias de los cementerios, tanta tumba clandestina en las cunetas, tanto brazo en alto rindiendo honores a las consignas del general Emilio Mola al comienzo de la guerra:«Eliminar sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros». Bien claro lo escribía en infoLibre el historiador Julián Casanova: «Tras el final oficial de la Guerra Civil el 1 de abril de 1939, la destrucción del vencido se convirtió en prioridad absoluta». La paz de la dictadura franquista, como se ha dicho y escrito tantas veces, era la paz de los cementerios, era la soledad de la muerte en los helados ecos de las cárceles, eran el miedo y la humillación impuestos por los vencedores, sobre todo a esas mujeres que pagaban cara una resistencia que ya entonces se identificaba con los hombres, era el silencio que se rumiaba en las casas de la derrota, era el comienzo de una de las tiranías más largas y más crueles de la historia contemporánea de la infamia. Era, finalmente, el tránsito al olvido de la esperanza que había supuesto la Segunda República aquel ya lejanísimo 14 de abril de 1931.

Negacionismos y equidistancias

Han pasado 80 años desde entonces. El 20 de noviembre de 1975 murió el dictador Franco Bahamonde en la cama, lleno de tubos y emplastes que lo convertían en una ridícula y patética momia tutankamón. Las cosas iban a cambiar en los nuevos tiempos. Eso pensábamos mucha gente. Seguramente cambiaron algunas de esas cosas que tenían que ver con la dictadura. Pero no cambiaron las suficientes. Entre la reforma y la ruptura, la Transición optó por la reforma. La mirada a la hora de construir la nueva democracia no se fijó en aquella tantos años silenciada Segunda República, sino en el propio franquismo. Se trataba de mejorar lo que había y no de profundizar en las posibles rupturas con un pasado que cabezonamente se negaba a claudicar. Después de la Transición llegaron los sucesivos gobiernos del PSOE. Y saco aquí lo que nos recuerda el historiador Francisco Espinosa Maestre en su magnífico libro Lucha de historias, lucha de memorias: cómo Felipe González decía en el diario El País en abril del año 2001: «Nosotros decidimos no hablar del pasado».

Pero lo que ignoraban Felipe González y quienes pensaban como él es que el pasado no se está quieto, sino que lo movemos de sitio, escarbamos en lo que fue para entender mejor lo que somos y lo que nos pasa. El pasado no caduca. No lo hace para nadie. Por eso, y desde muy diferentes y enfrentadas versiones, ese pasado aparece hoy más vivo que nunca.

Entre esas versiones, los discursos revisionistas y negacionistas sobre la Segunda República, la Guerra Civil y la dictadura franquista tuvieron y aún tienen su momento superstar. Para esos discursos, la culpa de la guerra fue el caos en que se había convertido la República. Se necesitaba un salvador que acabara con ese caos, que pusiera orden en las calles, en las casas, en los cafés donde se tomaban entre camaradas los vermuts del mediodía. Para esas versiones no cuenta el golpe de Estado del 18 de julio de 1936: era simple y llanamente ese levantamiento militar, un trámite necesario para que las derechas, el Ejército, la Iglesia y los terratenientes ocuparan el lugar que la historia del bien les tenía reservado. La guerra se convertía así en un territorio moral que, tantos años después, sigue siendo el argumento principal de la equidistancia (que tanto tiene de revisionismo y de negacionismo).

Estoy harto de esas trampas que -otra vez Bergamín sacado del olvido- en realidad dicen lo que callan. Me refiero al manoseado argumento de que en la guerra «había buenos y malos en los dos bandos». Dicen esa obviedad y se quedan tan tranquilos, como si hubieran descubierto el elixir que le devolverá los pelos a la cantante calva de Ionesco, que por cierto ni era cantante ni estaba calva. Y para afirmar y afirmarse en su equilibrismo imposible, se sirven un lingotazo de Paracuellos, otro más intelectual de Chaves Nogales, añaden finalmente al mejunje unas gotitas de su propia versión de la Tercera España de Paul Preston y asunto concluido.

¡Revisionistas, negacionistas, equidistantes del mundo, uníos!: vuestro será el reino de las esencias que alimentan los atriles de Pablo Casado, Albert Rivera y Santiago Abascal. «Nosotros luchamos por España. Ellos luchan contra España», ¿les suena? Pues no son palabras del madrileño trío de Colón sino del mismísimo Franco Bahamonde en julio de 1936. Sorpresas te da la vida, que dirían Rubén Blades y su Pedro Navaja. Sorpresas te da la vida, sí.

Una anomalía histórica

De todo eso han pasado 80 años y es como si, en algunos casos, no hubiera pasado ninguno. La memoria es frágil, flaca como decía un amigo, volcada en un sinvivir que no encuentra consuelo. La historia, esa que llamaba María Zambrano «historia escondida», sigue intentando a contracorriente y a contratodo desbrozar las mentiras de la pseudohistoria, de esa miserable promiscuidad entre los franquistas de antes, sus herederos ya nadan emboscados en partidos que daban el pego liberal y esos lobbies mediáticos siempre dispuestos a embarrar la nitidez de la verdad. Lo que pasa en este país es difícil que pase en otros sitios que también sufrieron un trauma parecido. Aquí muchos de los monumentos al horror siguen en pie como el primer día. La Ley de Memoria Histórica de 2007 está para que la cumpla quien quiera. El mismo Mariano Rajoy hinchaba pecho en la televisión para afirmar que no destinaba un solo euro al desarrollo de esa ley de memoria. ¿Cómo es posible que después de tanto tiempo de democracia resulte tan difícil sacar al dictador de su tumba faraónica en Cuelgamuros? En realidad, somos una rara especie de anomalía histórica. Eso creo que somos.

Por eso, a veces, tengo la sensación de que este país es como la zona cero de la memoria democrática. Esa sensación de que es imposible construir algo hermoso sobre las ruinas de una victoria deleznable, esa que el 1 de abril de 1939 acabó con la machadiana razón que contaba el maestro Mairena a sus alumnos, la misma razón que aún al día de hoy está como apartada en el rincón donde se depositan los viejos trastos de la historia. No sé cómo se puede vivir sin memoria. Tampoco cómo se puede perturbar esa necesidad tachándola de revanchista, de querer reabrir viejas heridas, de volver a intranquilizar el orden conseguido por la Transición política a la democracia. No hay revancha de ninguna clase sino búsqueda imprescindible de la verdad. Difícilmente se pueden reabrir unas heridas que nunca se cerraron. Y qué decir de la tranquilidad de una Transición que tuvo cerca o más de 1.000 muertes violentas en las calles de la nueva democracia.

Para acabar este apretado recorrido por 80 años de historia y de memoria, miren lo que escribía Walter Benjamin: «La auténtica medida de la vida es el recuerdo». Así es: vivir sin hacer memoria de nuestro pasado es vivir a medias lo que vivimos, clausurar la posibilidad de reflejarnos en el espejo de nuestra propia historia, negarnos a mirar hacia el futuro con la esperanza que arrumbó la victoria del ejército franquista aquel fatídico 1 de abril de 1939.

Se cumplen ahora mismo 80 años de aquel día. Y ya lo dije antes: a veces pienso que es como si no hubiera pasado ninguno.

Texto publicado originalmente en el número de abril de tintaLibre.