Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
Los nativos estadounidenses son extranjeros en su propia tierra
Introducción de Tom Engelhardt
Me crié en el corazón de la ciudad de Nueva York en los años cincuenta del pasado siglo. En realidad, como al lector le cabe esperar, en esos años nunca conocí a uno de ellos. Mi mente estaba poblada de las imágenes que veía en el cine, las de las películas del Oeste hechas en Hollywood. Por supuesto, estaban llenas de indios, y en esas películas, nosotros -no me refiero al Tom Engelhardt que tenía 12 años, sino a quienes conducían la diligencia con su chaqueta azul, los pasajeros, los cowboys y los pioneros con quienes yo me identificaba- éramos emboscados regularmente por esos indios. Al final, salvo raras excepciones, como era de esperar aparecían los indios y rodeaban los carromatos o la diligencia o atacaban a los escoltas a caballo, aullando y lanzando sus flechas. Y caían, naturalmente, gracias a la potencia de fuego de «nuestras» armas y «nuestra» puntería. Y esta era la cuestión: ellos se lo merecían. Después de todo, ellos nos habían atacado. Nosotros nunca les emboscábamos. Es decir, ellos eran «los invasores» y nosotros, invariablemente, los agredidos.
Todo esto acudió a mi mente cundo, en medio de la campaña electoral de 2018, Donald Trump llamó «invasores» a una caravana de desesperados refugiados -entre ellos, mujeres y niños pequeños- que escapaba de sus violentas y empobrecidas tierras (una situación en la que Estados Unidos tenía mucho que ver) para pedir asilo y protección en este país. Entonces, por supuesto, Trump mandó a unos 6.000 militares a la frontera con México para protegernos (y se quedó esperando).
Recordé entonces ese pasado de celuloide porque Donald Trump, que es apenas un par de años menor que yo e indudablemente se crió en el mismo mundo cinematográfico que yo, se sintió -imagino- tan cómodo arremetiendo contra esos refugiados -convertidos ahora en invasores- porque la palabra encaja perfectamente con la «historia» que hemos aprendido en nuestra infancia. De hecho, el argumento de Trump era una versión siglo XXI de la forma en que, cuando éramos jóvenes, la historia de este país fue metida en nuestra cabeza, convirtiendo a los desesperados e invadidos en perversos e invasores. En rigor de verdad, incluso sin la mención de Donald Trump, esa versión de nuestra historia nunca ha acabado, tal como nos lo demuestra hoy la colaboradora habitual de TomDispatch Aviva Chomsky. Los nativos estadounidenses siguen siendo tratados como si fuesen los invasores en lo que una vez fue su tierra. Permita el lector que ella le explique lo que llama la industria del ADN y los variados organismos del Estado de EEUU -tanto los gobiernos locales como el nacional- que han estado trabajando horas extraordinarias para recrear el mundo de película de mi niñez.
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El ADN*, la raza y los derechos de los nativos
En medio del aluvión de racismo, insultos a los inmigrantes y otras ofensas lanzadas por el presidente Trump y su administración en los últimos meses, una sucesión de hechos apenas percibidos ha amenazado el derecho a la tierra y la soberanía de los nativos estadounidenses. Esos ataques se han centrado en la soberanía tribal, la ley de Protección a la Infancia India (ICWA, por sus siglas en inglés) y el derecho al voto de los nativos estadounidenses; su origen está en Washington, los tribunales y la legislación de un estado. El punto en común es un simple marco conceptual: la idea de que la larga historia que ha dado forma a las relaciones entre Estados Unidos y los nativos estadounidenses no tiene relación alguna con las realidades de hoy.
Mientras tanto, en un acontecimiento aparentemente no relacionado, la senadora Elizabeth Warren, azuzada por los insultos de Donald Trump y sus burlas por la reivindicación de la senadora de su ascendencia nativa, mostró triunfalmente su resultado del ADN para «probar» su herencia nativa. Sin embargo, al recurrir a la rentable industria del ADN, implícitamente ella cedió su progresismo a las reivindicaciones raciales e identitarias estrechamente relacionadas con las medidas que socavan la soberanía nativa.
De hecho, la industria del ADN ha encontrado una forma de beneficiarse actualizando y modernizando algunas anticuadas ideas sobre el origen biológico de las razas y reempaquetándolas con una alegre envoltura de estilo Disney. Si bien es verdad que después de todo se trata de un mundo pequeño, el multiculturalismo de la nueva ciencia racial rechaza el racismo científico del siglo XIX y el darwinismo social, está ofreciendo una versión siglo XXI de seudociencia que una vez más reduce la raza a un tema de genética y orígenes. En el proceso, la moda del linaje promovida corporativamente maneja muy bien el borrado de las historias de conquista, colonización y explotación que crearon no solo la desigualdad racial sino también la mismísima raza como una categoría decisiva del mundo moderno.
La política de hoy, que ataca los derechos de los nativos, reproduce los mismos malentendidos raciales que la industria del ADN promueve aplicadamente. Si los estadounidenses nativos son reducidos a apenas una variación genética más, no hay necesidad de leyes que reconozcan sus derechos a la tierra, a suscribir tratados y a la soberanía. Tampoco vale la pena pensar en cómo compensar las heridas del pasado, por no hablar de las actuales, que todavía dan forma a la realidad de los nativos. La comprensión genética de la raza convierte esas políticas en injustos «privilegios» brindados a un grupo definido racialmente y, así también, en «discriminación» contra los no nativos. Esta es precisamente la lógica que hay detrás de algunas resoluciones que han negado el derecho a la tierra tribal al pueblo Mashpee en Massachusetts, hecho trisas la ley de Protección a la Infancia India (una ley pensada para impedir el traslado de los hijos de estadounidenses nativos lejos de su familia o comunidades) e intentado suprimir el derecho al voto de los nativos de Dakota del Norte.
El aprovechamiento de la recreación de una raza
Empecemos echando una mirada al modo en que la industria del linaje contribuye a una reformulación propia del siglo XXI de la raza y se aprovecha de ella. Empresas como Ancestry.com y 23andMe atraen a los clientes para que donen su ADN y una fuerte suma de dinero a cambio de información detallada que revele exactamente el origen geográfico de sus ancestros de muchas generaciones atrás. Como de costumbre, Ancestry.com pregunta: «¿Quién cree que es usted?». La respuesta, promete la empresa, está en sus genes.
En la literatura de esos negocios se evita la palabra «raza». En cambio, sostienen que el ADN revela la «composición de la ascendencia» y el «origen étnico». Sin embargo, mientras tanto, transformaron la expresión origen étnico -que alguna vez describió la cultura y la identidad- en algo que podía ser medido con indicadores genéticos. Combinaron el origen étnico con la geografía y la geografía con los indicadores genéticos. Tal vez el lector no se sorprenda al saber que los «orígenes étnicos» identificados tenían una misteriosa semejanza con las «razas» identificadas por el pensamiento racistas científico europeo de un siglo antes. Después publicaron «informes» aparentemente científicos que contenían porcentajes supuestamente exactos que vinculaban a personas con lugares tan específicos como «Cerdeña» o tan vastos como «el Este Asiático».
En su versión más benévola, estos informes se han convertido en el equivalente de un moderno juego de salón, especialmente para los estadounidenses blancos que constituían la mayoría de los redactores. Pero en todo esto hay un siniestro trasfondo que se reactiva como lo hace una muy desacreditada base científica a favor del racismo: la noción de que la raza, el origen étnico y el linaje se manifiestan en los genes y la sangre y se transmiten inexorablemente -aunque sea invisible- de generación en generación. Detrás de esto está el supuesto de que esos genes (o sus variaciones) se producen dentro de fronteras nacionales o zonas geográficas claramente definidas y que revelan algo significativo acerca de quién somos, algo que de otra manera sería invisible. De esta forma, raza y origen étnico son aparados de la experiencia, la cultura y la historia y elevados por encima de ellas.
¿Hay acaso alguna ciencia detrás?
A pesar de que todos los seres humanos compartimos el 99,9 por ciento del ADN, existen algunos indicadores que muestran variaciones. Esos indicadores son la materia de estudio de algunas personas que se basan en el hecho de que ciertas variaciones son más (o menos) comunes en distintas zonas geográficas. La profesora de derecho y sociología Dorothy Roberts lo pone así: «Inmediatamente después de que el Proyecto Genoma Humano determinara que los seres humanos somos semejantes en un 99,9 por ciento, muchos científicos empezaron a interesarse en ese 0,1 por ciento de diferencia genética. Esta diferencia es vista cada vez más como el origen de las diferentes razas».
Las pruebas de ascendencia se basan en un malentendido fundamental -y teñido de racismo- sobre cómo funciona el linaje. La suposición generalizada es que todos tenemos una proporción mensurable de la «sangre» y el ADN de nuestros dos progenitores biológicos, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, 16 tatarabuelos, etcétera, y que puede se hacer el seguimiento de esta línea ascendente durante los últimos cientos de años en una forma coherente. En realidad, esto es imposible. Tal como lo explica el periodista de la ciencia Carl Zimmer: «El ADN no es un líquido con el que se pueda preparar muestras para el microscopio… Heredamos de cada uno de nuestros abuelos alrededor de un cuarto de nuestro DNA, pero solo en promedio… Si el lector escoge a uno de sus antepasados de 10 generaciones atrás, las probabilidades de que en su sangre haya algo del DNA de esa persona rondan el 50 por ciento. Si se va más atrás en el tiempo, las posibilidades son aun mucho menores».
En realidad, esas pruebas no nos dicen mucho de nuestros ancestros. En parte, esto es así debido a la forma en que el ADN se transmite de generación en generación. En vez de eso, las empresas comparan el ADN de una persona con los de otros seres humanos contemporáneos que les han pagad para que se hiciera la prueba. Después, comparan la variación particular de esa persona con las pautas de distribución geográfica y étnica de esas variaciones en el mundo actual, y utilizan algoritmos secretos para asignarle -se supone- porcentajes de ascendencia.
Entonces, ¿hay realmente un gen o una variación genética originados en Cerdeña o el Este Asiático? Por supuesto que no. Si hay un hecho que sabemos de la historia del ser humano es que la nuestra es una historia de migraciones. El origen de todos nosotros está localizado en el Este de África, y poblamos el mundo mediante migraciones e interacciones que siguen en curso. Nada de esto ha acabado (de hecho, gracias al cambio climático no harán otra cosa que aumentar). Es imposible congelar temporalmente las culturas, las identidades étnicas y los asentamientos humanos. El cambio es lo único invariable. La gente que vive en la Cerdeña o el Este Asiático de hoy es apenas una instantánea que solo muestra un momento de la historia del movimiento. Los argumentos de la industria de ADN acerca de la ascendencia adjudican a ese momento una falsa sensación de permanencia.
Mientras los blancos de ascendencia europea parecen embelezados con las implicaciones de esta nueva ciencia racial, son pocos los nativos estadounidenses que han decidido aportar algo a esas bases de datos. Siglos de violencia por parte de los investigadores coloniales que hicieron su carrera con los restos ancestrales, artefactos culturales y lenguas de los nativos han creado un escepticismo generalizado en relación con la idea de entregar material genético en beneficio de la «ciencia». De hecho, cuando se trata del equipo para una prueba de ADN de 23andMe, todos los países incluidos en sus listas de orígenes geográficos de quienes han contribuido con su base de datos de «estadounidenses nativos» son de América latina y el Caribe. «En América del Norte», explica la empresa anodinamente, «el linaje de los estadounidenses nativos suele ser de cinco o más generaciones atrás, por lo tanto es poca la evidencia ADN que queda». En otras palabras, 23andMe sostiene que el ADN es una prueba concluyente de identidad estadounidense nativa, después la utiliza para borrar totalmente del mapa a los nativos de América del Norte.
La industria de la ascendencia y la desaparición de los indios
La industria de la ascendencia, al mismo tiempo que celebra la diversidad de orígenes y el multiculturalismo, reverdece antiguas ideas sobre la pureza y la autenticidad. En relación con buena parte de la historia de Estados Unidos, los colonizadores sostenían que los nativos de este país se habrían «esfumado», en parte al menos por medio de la dilución biológica. En el siglo XIX, por ejemplo, a los pueblos nativos de Nueva Inglaterra se les negaba sistemáticamente el derecho a la tierra y a un estatus tribal con el argumento de que racialmente eran demasiado mestizos para ser «auténticos» indios.
Como explicó la historiadora Jean O’Brien, «La insistencia en la ‘pureza de la sangre’ como criterio central en la valoración del indio ‘auténtico’ refleja el racismo científico que prevaleció en el siglo XIX. Durante varias décadas, los indios de Nueva Inglaterra se han mestizado incluso con afroestadounidenses y el que no cumplieran los requisitos formulados por los blancos acerca del fenotipo indio puso a prueba la credibilidad de su condición de indios en las mentes de Nueva Inglaterra». La supuesta «desaparición» de esos indios justifico entonces la eliminación de cualquier derecho que pudieran tener a la tierra o la soberanía; la eliminación de estos derechos -en un razonamiento circular-, no hacía más que confirmar su inexistencia como pueblo.
Sin embargo, como señala O’Brien, nunca se trató del fenotipo ni de la ascendencia lejana, sino una compleja trama de parentescos que se mantuvo en el centro de la identidad india de Nueva Inglaterra, a pesar del casi completo despojo indio llevado a cabo por los colonizadores ingleses… Auque los indios siguieron teniendo en cuenta la pertenencia a sus comunidades por el tradicional sistema del parentesco, los pobladores blancos de Nueva Inglaterra se acogieron al mito de la pureza de sangre y la identidad para negar la permanencia nativa.
Esa anticuada comprensión de la raza como una categoría biológica o científica permitió que los blancos negaran la existencia india, y en este momento les permite hacer reclamos biológicos sobre la identidad «india». Hasta hace muy poco tiempo, esos reclamos -como en el caso de la senadora Warren- se mantenía en la oscuridad de los relatos familiares. Hoy en día, la supuesta habilidad de la industria del ADN para encontrar «pruebas» de esos orígenes refuerza la idea de que la identidad indígena es algo mensurable en la sangre y elude la base histórica del reconocimiento legal o la protección de los derechos de los indios.
La industria de la ascendencia atávica presume que hay algo revelador en la supuesta identidad racial de uno entre cientos, o incluso entre miles, ancestros de una persona. Se trata de una idea que va a parar directamente a las manos de los derechistas que tratan de atacar lo que ellos llaman la «política identitaria» y encaja con la noción de que las «minorías» están demasiado privilegiadas.
Ciertamente, el resentimiento de los blancos destaca en la sugerencia de que la senadora Warren podría haber recibido algún beneficio profesional por haber reivindicado su origen nativo. A pesar de que una exhaustiva investigación del Boston Globe demostró que ella no había recibido beneficiado alguno, el mito se mantiene y se ha convertido en una parte implícita de la mofa que Donald Trump dedicó a la senadora. De hecho, cualquier lectura rápida de las estadísticas confirmará lo absurdo de esa posición. Debería ser obvio que ser nativo estadounidense -o negro, o hispano- implica más riesgos que beneficios. En comparación con los blancos, la población nativa estadounidense es la que sufre los índices más altos de pobreza, de desempleo, de mortalidad infantil y de bajo peso al nacer, como también los niveles más bajos de educación y de esperanza de vida. Estas estadísticas son el resultado de cientos de años de genocidio, exclusión y discriminación, y no de la presencia o ausencia de variaciones genéticas específicas.
Revivir la raza en desmedro de los derechos de los nativos
Los derechos de los nativos, desde la soberanía hasta el reconocimiento de las condiciones creadas por 500 años de dominio colonial descansan sobre la aceptación que la raza y la identidad son, de hecho, el resultado de la historia. Los «nativos estadounidenses» llegaron a serlo no mediante la genética sino por el proceso histórico de la conquista y la autoridad colonial, junto con un mezquino y precario reconocimiento de la soberanía nativa. Los pueblos nativos estadounidenses son entidades políticas y culturales, son la consecuencia de la historia no de los genes; las afirmaciones de la gente blanca acerca de la ascendencia de los nativos estadounidenses, y el argumento de que la industria del ADN es capaz de revelar esa ascendencia se lleva por delante esta historia.
Miremos tres acontecimientos que en los últimos años han menoscabado los derechos de los nativos estadounidenses: la revocación del estatus de reserva para las tierras tribales de los Mashpees, en Massachisetts; la anulación de la ley de Protección a la Infancia India; y el intento republicano de impedir el voto de los nativos estadounidenses en Dakota del Norte. Cada una de estas acciones se ha originado en diferentes organismos gubernamentales: la Agencia de Asuntos Indios del Departamento del Interior, los Tribunales y la legislatura del estado de Dakota del Norte -dominada por los republicanos-, respectivamente. Pero todas ellas se basan en cuestiones identitarias que vinculan insistentemente la raza con los genes en lugar de con la historia. Y al hacerlo, niegan los relatos que dan cuenta de la soberanía y la autonomía de los pueblos de América del Norte antes de la llegada de los conquistadores europeos al «Nuevo Mundo» con el propósito de convertir a sus habitantes en los actuales «nativos estadounidenses» e -implícitamente- reducir a la insignificancia sus derechos históricos.
Finalmente, los Mashpees de Massachusetts consiguieron en 2007 ser reconocidos federalmente y la concesión de tierra para la reserva. Esta medida se basó en el hecho de que «habían existido como una comunidad bien diferenciada desde los años veinte del siglo XVII». En otras palabras, el reconocimiento federal se basó en un entendido histórico, no racial de linaje e identidad. Sin embargo, las intención de la tribu de construir un casino en su recientemente adquirido territorio en Tauton, Massachusetts, sería inmediatamente cuestionado por los propietarios locales. La demanda que entablaron estaba basada en cuestiones técnicas que, como sostuvieron en el tribunal, la tierra para la reserva solo podía ser concedida a tribus que hubiesen sido reconocidas federalmente a partir de 1934. De hecho, la lucha de los Mashpees por el reconocimiento ha sido obstaculizada repetidamente por la antigua noción de que, después de siglos de mestización, los indios de Massachusetts no eran «auténticos». En esto no había nada de novedoso. La legislación de ese estado en el siglo XIX ya anticipó esa reacción contra el reconocimiento del siglo XXI cuando se jactaba de que en realidad los indios ya no existían en Massachusetts y que el estado estaba preparado para eliminar todas esas «diferenciaciones de raza y casta».
En septiembre de 2018, el departamento del Interior (al que el tribunal había asignado la decisión definitiva) dictaminó contra los Mashpees. Tara Sweeney, recientemente nombrada ayudante del director de la Oficina de Asuntos Indios -la primera estadounidense nativa en asumir este cargo-, «preparó el terreno para que por primera vez desde la época terminal -un periodo de 20 años, desde los cuarenta a los sesenta del pasado siglo, cuando el gobierno federal intentó ‘acabar’ por completo con la soberanía indígena desmantelando las reservas y expulsando a los indios hacia zonas urbanas para ‘asimilarlos’- una reserva perdiera los derechos adquiridos». La nueva medida podía afectar aun más a los Mashpees. Hay quienes temen que, en los años de Trump, la decisión sea el presagio de una nueva «época de la exterminación» para los estadounidenses nativos del país.
Mientras tanto, el 4 de octubre, un tribunal distrital de EEUU revocó la ley de Protección a la Infancia India. Esta es una medida que puede ser devastadora ya que el congreso aprobó esta ley en 1978 para terminar con la por entonces generalizada práctica de romper las familias nativas y robar a los niños nativos para darlos en adopción a familias blancas. Estas acciones de traslado compulsivo datan de los inicios del asentamiento blanco y con el paso de los siglos han incluido distintos tipos de servidumbre y la creación de internados para niños indios cuyo objetivo era eliminar las lenguas de los nativos, su cultura y su identidad, mientras se promovía la «asimilación». El traslado de niños indios continuó hasta finales del siglo XX con un Proyecto de Adopción de Indios patrocinado por el Estado y mediante el envío de un importante número de esos pequeños a casas de acogida familiares.
Según la ley de Protección a la Infancia India, «Una alarmante proporción de familias indias quedan deshechas por el traslado, a menudo injustificado, de los hijos por personas ajenas a su tribu y por organizaciones privadas; una preocupante cantidad de esos niños es implantada en casas de acogida, hogares de adopción e instituciones dirigidas por blancos». Muchas veces, los estados, continúa, «han sido incapaces de reconocer las relaciones tribales fundamentales de los pueblos indios y las normas culturales y sociales prevalecientes en las comunidades y familias nativas». La ley otorgó a las tribus la jurisdicción primordial respecto de todas las cuestiones de custodia infantil, entre ellas el traslado a hogares de acogida y el cese de los derechos parentales, exigiendo por primera vez que la prioridad debía ser mantener a los niños nativos con sus padres, sus familiares, o al menos en su tribu.
La ley de Protección a la Infancia India nada dice sobre raza o linaje. En lugar de eso, reconoce al «indio» como un sujeto político; al mismo tiempo, le reconoce el derecho colectivo de una semisoberanía. Se basa en el reconocimiento implícito que la Constitución hace de la soberanía indígena, el derecho a la tierra y la cesión al gobierno federal del manejo de las relaciones con las tribus indias. La decisión sobre la ley de Protección a la Infancia India pisoteó los derechos políticos colectivos de las tribus indias al sostener que la ley discriminaba a las familias no nativas que veían limitado su derecho de dar acogida a niños nativos o de adoptarlos. Las razones subyacentes -al igual que las que están detrás de la decisión acerca de los Mashpees- acometen directamente contra el reconocimiento cultural e histórico de la soberanía nativa.
Vista superficialmente, la arremetida contra el derecho al voto de los nativos puede aparecer como conceptualmente relacionada con las decisiones contra los Mashpees y la ley de Protección a la Infancia India. Dakota del Norte es ante todo uno de los estados controlados por el Partido Republicano que aprovechan el dictamen del Tribunal Supremo de 2013 que eliminó las protecciones claves de la ley de Derechos al Voto para hacer que el registro y el voto mismo sean más difíciles, especialmente para los probables votantes del Partido Demócrata, entre ellos los pobres y los mestizos. Después de numerosos cuestionamientos, la ley del estado de Dakota del Norte que exige a los eventuales votantes dar una dirección fue confirmada por una decisión del Tribunal Supremo en octubre de 2018. El problema es este: miles de estadounidenses nativos que viven en zonas rurales, en reservas del estado o fuera de ellas carecen de una dirección postal debido a que en esos sitios las calles no tienen nombre y las casas no tienen número. Además, una alta proporción de estadounidenses nativos no tienen un techo.
En el caso de Dakota del Norte, los estadounidenses nativos están luchando por un derecho de todo ciudadano de Estados Unidos -el derecho al voto-, mientras los Mashpees y la ley de Protección a la Infancia India suponen la defensa de la soberanía nativa. La nueva ley que regula el voto invocó la igualdad y los derechos individuales, aunque en realidad se centra en la limitación de los derechos de los estadounidenses nativos. El respaldo a esas restricciones fue una conveniente negación de los republicanos de que la historia de este país había, de hecho, creado unas condiciones que eran decididamente desiguales (sin embargo, gracias a un enorme y costoso esfuerzo local en defensa de su derecho al voto, los estadounidenses nativos se hicieron notar en números récord en las elecciones de medio término de 2018).
Estas tres medidas políticas menosprecian la identidad, la soberanía y los derechos de la comunidad estadounidense nativa, mientras niega -implícita o explícitamente- que la historia haya creado realidades de desigualdad racial vigentes hoy en día. La utilización de pruebas de ADN para sostener la presencia de genes o sangre de «estadounidense nativo» trivializa esta misma historia.
El reconocimiento de la soberanía tribal al menos admite que la existencia de Estados Unidos se basa en la imposición de una no deseada y ajena entidad en las tierras nativas. El concepto de soberanía tribal ha concedido a los estadounidenses nativos una base legal y colectiva para luchar por una forma de pensar diferente acerca de la historia, los derechos y su conversión en una nación. Los intentos de reducir la identidad estadounidenses nativa a una raza que pueda ser identificada por un gen (o una variación genética violenta nuestra historia y justifica las continuas violaciones de los derechos nativos.
La senadora Elizabeth Warren tenía todo el derecho de poner las cosas en orden en relación con las falsas acusaciones sobre su historia laboral. Sin embargo, debería repensar las implicaciones que tiene el dejar que Donald Trump o la industria de la ascendencia definan qué significa ser un estadounidense nativo.
* Acrónimo de ácido desoxirribonucleico. (N. del T.)
Aviva Chomsky es profesora de historia y coordinadora de estudios latinoamericanos en la Universidad Estatal de Salem, Massachusetts y colaboradora habitual de TomDispatch. Su libro más reciente es Undocumented: How Immigration Became Illegal.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/176501/
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