Fragmento tomado de “La otra historia de los Estados Unidos”. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2004. pp. 467–479.
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El título de este capítulo no responde a una predicción sino a una esperanza que explicaré a continuación.
Respecto al título del libro en sí, hay que decir que no es muy exacto; «La otra historia…» promete más de lo que puede aportar una sola persona, siendo además la clase de historia más difícil de plasmar. De todas formas, es así como lo he titulado porque, aún con sus limitaciones, se trata de una historia irrespetuosa para con los gobiernos y respetuosa con los movimientos de resistencia del pueblo.
Eso lo convierte en un informe parcial, un informe que se inclina en cierta dirección. Pero eso no me preocupa, ya que la montaña de libros de historia bajo la cual nos encontramos se inclina claramente en la otra dirección. Son libros respetuosos —a pie juntillas— con los estados y los hombres de estado y tan irrespetuosos —por su falta de atención— hacia los movimientos populares, que necesitamos alguna clase de fuerza opuesta para no ser aplastados en la sumisión.
Todas esas historias de este país, centradas en los Padres Fundadores y en los Presidentes, pesan de manera opresiva en la capacidad de actuar del ciudadano medio. Sugieren que en tiempos de crisis debemos buscar a alguien que nos salve: en la crisis revolucionaria nos encontramos con los Fundadores; en la crisis de los esclavos, con Lincoln; en la Depresión, con Roosevelt; en la crisis de Vietnam y Watergate, con Carter. Sugieren igualmente que entre las crisis ocasionales todo está bien y que nos resulta suficiente con volver a un estado normal. Nos enseñan que el acto supremo de ciudadanía es elegir entre salvadores, acercándonos a una cabina electoral cada cuatro años para elegir entre dos anglosajones blancos y ricos, de sexo masculino, personalidad inofensiva y opiniones ortodoxas.
La idea de los salvadores ha sido incorporada en toda la cultura, más allá del fenómeno político. Hemos aprendido a mirar a las estrellas, a los líderes y expertos en cada campo de manera que renunciamos a nuestra propia fuerza, rebajamos nuestras propias habilidades y nos eliminamos nosotros mismos. Pero de vez en cuando los «americanos» rechazan esta idea y se rebelan.
Hasta ahora estas rebeliones han sido reprimidas. El sistema «americano» es el más ingenioso sistema de control de la historia mundial. En un país tan rico en recursos naturales, talento y mano de obra, el sistema puede distribuir la riqueza justa a la cantidad de personas justa para contener el descontento de una minoría molesta. Es un país tan poderoso, tan grande y que tanto agrada a tantos de sus ciudadanos que puede permitirse el lujo de conceder la libertad de la disidencia a una pequeña minoría que no está satisfecha.
No existe ningún otro sistema de control que tenga tantas oportunidades, tantos resquicios, tantos márgenes, tantas flexibilidades, tantas recompensas y tantos billetes ganadores en las loterías. No hay ningún otro sistema que infiltre sus controles con tanta complejidad a través del sistema de votación, de la situación laboral, de la iglesia, de la familia, de la escuela y de los medios de comunicación; ninguno que apacigüe con tanto éxito a la oposición con reformas, aislando a unas personas de las otras, creando una lealtad patriótica.
Un uno por ciento de la nación posee una tercera parte de la riqueza. El resto de la riqueza está distribuida de tal manera que crea rivalidades entre el 99 por ciento restante: un pequeño propietario se enfrenta a uno que no posee nada; el negro se enfrenta al blanco; los nativos se enfrentan a los nacidos en el extranjero; los intelectuales y profesionales se enfrentan a los incultos y los trabajadores no cualificados. Estos grupos se oponen entre sí y luchan con tanta vehemencia y violencia que su posición común de rivales por conseguir las sobras en un país muy rico queda oculta.
Para hacer frente a la realidad de esa batalla desesperada y amarga por unos recursos que escasean por culpa del control ejercido por la élite, yo me tomo la libertad de denominar al conjunto de ese 99 por ciento restante «el pueblo». He escrito una historia que intenta representar su sumergido y desviado interés común. El hecho de destacar el terreno que tiene en común ese 99 por ciento junto con el de declarar su profunda enemistad con el uno por ciento restante, es hacer exactamente lo que han querido evitar —desde tiempos de los Padres Fundadores— los gobiernos de Estados Unidos y la acaudalada élite vinculada a ellos. Madison temía una «facción mayoritaria» y esperaba que la nueva Constitución la metería en cintura. Madison y sus colegas comenzaron el Preámbulo a la Constitución con las siguientes palabras: «Nosotros, el pueblo…». Con ello intentaban simular que el nuevo gobierno representaba a todos los «americanos». Esperaban que este mito, al ser dado por bueno, aseguraría la «tranquilidad doméstica».
El engaño continuó generación tras generación, con la ayuda de los símbolos globales, bien fueran de carácter físico o de carácter verbal: la bandera, el patriotismo, la democracia, el interés nacional, la defensa nacional, la seguridad nacional, etcétera. Atrincheraron los eslóganes en la tierra de la cultura americana como si se tratara de hacer un círculo de carromatos en las llanuras del oeste. Desde su interior los «americanos» blancos y ligeramente privilegiados podían disparar a matar contra el enemigo de fuera: contra los indios, los negros, los extranjeros u otros blancos que no tuviesen la suerte de verse admitidos dentro del círculo. Los jefes de la caravana observarían desde una distancia prudente, y cuando la batalla hubiese terminado y el campo estuviese cubierto de cadáveres por ambos lados, se apoderarían de la tierra y prepararían otra expedición en otro territorio.
Esta estratagema nunca funcionaba a la perfección. La Revolución y la Constitución, en su intento de lograr la estabilidad mediante el control de la ira de las clases de la época colonial —esclavizando a los negros, aniquilando o desplazando a los indios— no acababa de funcionar a la perfección a juzgar por las rebeliones de los arrendatarios, las revueltas de los esclavos, las agitaciones abolicionistas, la ola feminista y la lucha de las guerrillas indias en los años anteriores a la Guerra Civil. Tras la Guerra Civil, y mientras aparecía en el Sur una nueva coalición de élites sureñas y norteñas, los blancos y negros de las clases humildes estaban ocupados con el conflicto racial, los trabajadores nativos y los trabajadores inmigrantes chocaban en el Norte y los granjeros se dispersaban por un país de grandes dimensiones. Y mientras ocurrían estas cosas, el sistema capitalista se iba consolidando en la industria y en el gobierno. Pero entonces llegó la rebelión de los trabajadores industriales y el gran movimiento de oposición de los granjeros.
Al final del siglo, la pacificación violenta de los negros y de los indios y el uso de las elecciones y de la guerra para absorber y desviar a los rebeldes blancos no fueron suficiente —dadas las condiciones de la industria moderna— para evitar la gran ola del socialismo, la lucha masiva de los trabajadores que tuvo lugar antes de la Primera Guerra Mundial. Ni esa guerra, ni la prosperidad relativa de los años veinte, ni la aparente destrucción del movimiento socialista, pudieron evitar que en los años treinta, en plena crisis económica, se produjera otro despertar radical y otro resurgir obrerista.
La Segunda Guerra Mundial creó una nueva unidad que fue seguida por un intento aparentemente exitoso —en el contexto de la guerra fría— de aniquilar la conflictividad de los años de guerra. Pero en los años sesenta —para sorpresa de todos— llegó la gran revuelta de sectores de población que se suponía dominados u ocultos a la vista: los negros, las mujeres, los «americanos» nativos, los presos, los soldados, etcétera. Apareció un nuevo radicalismo que amenazaba con extenderse por todos los sectores de una población desengañada por la guerra de Vietnam y la política de Watergate.
La deposición de Nixon, la celebración del Bicentenario y la presidencia de Carter fueron episodios cuyo único objetivo era la restauración. Pero la restauración del antiguo orden no era ninguna solución para contrarrestar la incertidumbre y la alienación que se intensificaban en los años de Reagan y Bush. La elección de Clinton —en 1992— conllevaba una vaga promesa de cambio. Pero no cumplió las expectativas de los que habían puesto sus esperanzas en él.
Ante este estado de continuo malestar, es muy importante para el establishment —ese inquieto club de ejecutivos, generales y políticos— mantener las pretensiones históricas de una unidad nacional según la cual el gobierno representa a todo el pueblo y el enemigo está en el extranjero y no en casa; donde los desastres económicos y las guerras son desafortunados errores o trágicos accidentes que deben ser corregidos por los miembros de ese mismo club que trajo los desastres. También es importante para ellos asegurarse de que la unidad artificial de los muy privilegiados y los no tan privilegiados sea la única unidad: y que el 99 por ciento restante continúe dividido en múltiples facetas y que se vuelvan los unos contra los otros para dar rienda suelta a su ira.
¡Qué habilidad la de pedir impuestos a la clase media para pagar las ayudas a los pobres de tal forma que se cree resentimiento además de humillación! Qué destreza la de desplazar en autobús a los jóvenes negros pobres a vecindarios blancos pobres, en un violento intercambio de escuelas pobres, mientras las escuelas de los ricos permanecen intocables y la riqueza de la nación —que se reparte con cuentagotas allá donde los niños necesitan leche gratis— se agota en portaaviones que valen miles de millones de dólares. Cuán ingenioso es hacer frente a las demandas de igualdad de los negros y de las mujeres, dándoles pequeños beneficios especiales y haciéndoles competir con todos los demás cuando se trata de buscar trabajo, trabajo que es escaso por culpa de un sistema que es irracional y derrochador. Qué sabio es desviar el miedo y la ira de la mayoría hacia una clase de criminales que se reproducen —debido a la injusticia económica— a mayor ritmo que el necesario para despacharlos, haciendo que la gente no se fije en los enormes robos de recursos naturales cometidos dentro de la ley por hombres con cargos ejecutivos.
A pesar de todos los controles del poder, los castigos, las tentaciones, las concesiones, las desviaciones y los señuelos que llevan utilizándose durante todo el transcurso de la historia americana, el establishment no ha podido librarse de las revueltas. Cada vez que parecía que lo había conseguido, las mismas personas a las que creía haber seducido o controlado se despertaban y se rebelaban. Los negros, engatusados por las decisiones del Tribunal Supremo y los estatutos del Congreso, se rebelaron. Las mujeres, que eran cortejadas e ignoradas, y a las que se trataba con romanticismo para luego maltratarlas, se rebelaron. Los indios, tenidos por muertos, reaparecieron desafiantes. Los jóvenes, a pesar de los alicientes de una carrera y la comodidad, disintieron. Los trabajadores, a pesar de verse castrados por las reformas, regulados por la ley y controlados por sus propios sindicatos, se declararon en huelga. Los intelectuales gubernamentales, que habían jurado guardar los secretos del Estado, empezaron a desvelarlos. Los curas cambiaron la piedad por la protesta.
Recordar esto equivale a recordar a la gente lo que el establishment quisiera que olvidaran: la enorme capacidad de la gente aparentemente desamparada para resistir, y la de la gente aparentemente satisfecha para exigir cambios. Descubrir esta historia equivale a encontrar un poderoso impulso humano para afirmar la propia humanidad. Significa aferrarse a la posibilidad de una sorpresa incluso en tiempos de profundo pesimismo.
La verdad es que sería engañoso sobreestimar la conciencia de clase o exagerar la rebelión y sus éxitos. No explicaría el hecho de que el mundo —no sólo Estados Unidos, sino todos los demás países— esté aún en manos de las élites, ni tampoco el hecho de que los movimientos populares, a pesar de mostrar una capacidad infinita para reproducirse, hayan sido derrotados o absorbidos o pervertidos. Tampoco explicaría el hecho de que los revolucionarios hayan traicionado al socialismo y que las revoluciones nacionalistas hayan desembocado en nuevas dictaduras.
Pero la mayoría de las historias subestiman la revuelta, destacan el sentido de estado de los gobernantes y así fomentan la impotencia entre los ciudadanos. Cuando observamos de cerca los movimientos de resistencia o incluso algunas modalidades aisladas de rebelión, descubrimos que la conciencia de clase —o cualquier otra forma de conciencia de la injusticia— tiene muchos niveles. Tiene muchas formas de expresión, muchas formas de manifestarse: de manera abierta, sutil, directa o distorsionada. En un sistema de intimidación y control, las personas no revelan sus conocimientos ni la profundidad de sus sentimientos hasta que su sentido práctico les informa de que pueden hacerlo sin ser destruidas.
La historia que mantiene vivos los recuerdos de la resistencia popular sugiere nuevas definiciones del poder. Según las definiciones tradicionales, quien posea fuerza militar y riquezas, quien tenga control de la ideología oficial y de la cultura, tiene el poder. Si utilizamos estos criterios como medida, la rebelión popular nunca parece lo suficientemente fuerte como para sobrevivir.
A pesar de ello, las inesperadas victorias —incluso las temporales— de los «insurgentes» muestran la vulnerabilidad de los supuestamente poderosos. En una sociedad altamente desarrollada, el establishment no puede sobrevivir sin la obediencia y la lealtad de millones de personas a las que se otorgan pequeñas recompensas para que el sistema siga funcionando: los soldados y la policía, los maestros y los ministros, los administradores y trabajadores sociales, los técnicos y los obreros, los médicos, abogados y enfermeras, los transportistas y los trabajadores de los medios de comunicación, los basureros y los bomberos.
Estas personas —los que tienen trabajo y de alguna manera son privilegiados— forman una alianza con la élite. Se convierten en los guardianes del sistema, y hacen de amortiguadores entre las clases alta y baja. Si dejan de obedecer, el sistema se derrumba.
Pienso que esto sólo ocurrirá cuando todos los que tenemos pequeños privilegios y seamos un poco inquietos empecemos a ver que somos como los carceleros en el levantamiento de la cárcel de Attica: prescindibles; cuando comprendamos que el establishment, a pesar de las recompensas que pueda darnos, también nos matará si es necesario para mantener el control.
Hoy en día hay ciertos factores nuevos que pueden emerger de forma tan preclara como para conducir a una retirada generalizada de la lealtad hacia el sistema. En la era atómica, las nuevas condiciones de la tecnología, la economía y la guerra hacen cada vez más difícil que los guardianes del sistema —los intelectuales, los propietarios de viviendas, los contribuyentes, los trabajadores especializados, los profesionales y los funcionarios de gobierno— permanezcan inmunes a la violencia (física o psíquica) que se ejerce contra los negros, los pobres, los criminales y el enemigo extranjero. La internacionalización de la economía, el movimiento de los refugiados y de los inmigrantes ilegales por las fronteras hacen que cada vez sea más difícil que las personas de los países industrializados se olviden del hambre y las enfermedades que existen en los países pobres del mundo.
En las nuevas condiciones, todos somos rehenes de la tecnología apocalíptica, de la economía clandestina, de la contaminación terrestre y de las guerras incontrolables. Las armas atómicas, las radiaciones invisibles y la anarquía económica no distinguen a los prisioneros de los guardianes, y los que mandan no tendrán escrúpulos a la hora de hacer distinciones. Ahí está la inolvidable respuesta del alto mando estadounidense a la noticia de que podían quedar prisioneros de guerra «americanos» cerca de Nagasaki: «Los objetivos previamente asignados para la operación Centerboard siguen sin cambios».
Hay pruebas de una insatisfacción creciente entre los guardianes. Durante algún tiempo hemos sabido que entre los no votantes se encontraban los pobres y los ignorados, marginados de un sistema político que sentían no se ocupaba de ellos y frente al que poco podían hacer. Ahora esa alienación se ha extendido hacia arriba, hacia las familias que están por encima del umbral de la pobreza. Se trata de los trabajadores blancos, que no son pobres ni ricos, pero que muestran su enfado ante la inseguridad económica y no se sienten satisfechos con su trabajo, que se preocupan por sus vecindarios y son hostiles hacia el gobierno, combinando elementos de racismo con elementos de conciencia de clase, el desprecio por las clases bajas con la desconfianza hacia la élite, de manera que están abiertos a las soluciones que se puedan aportar desde cualquier dirección, bien sea desde la derecha o desde la izquierda.
En los años veinte se dio una situación similar en las clases medias, que podía haberse encaminado en varias direcciones: por aquel entonces, el Ku Klux Klan contaba con millones de miembros. Pero en los años treinta la labor de un movimiento izquierdista bien organizado trasladó una gran parte de este sentimiento hacia los sindicatos, los sindicatos de agricultores y los movimientos socialistas. En los próximos años quizás veamos una escalada en la movilización del descontento de la clase media.
Las razones de ese descontento son claras. Las encuestas realizadas desde principios de los años setenta muestran que entre un 70 por ciento y un 80 por ciento de los «americanos» no confían en el gobierno, ni en los negocios, ni en el ejército. Esto significa que la desconfianza va más allá de los negros, los pobres y los radicales. Se ha extendido entre los trabajadores especializados, los trabajadores de oficina y los profesionales; quizás por primera vez en la historia de la nación, tanto la clase baja como la media, tanto los prisioneros como los guardianes, estaban desilusionados con el sistema.
También hay otros síntomas: los altos índices de alcoholismo, de divorcios (de 33 por ciento se estaba subiendo al 50 por ciento de matrimonios que acaban en divorcio), de uso y abuso de las drogas, de crisis nerviosas y de enfermedades mentales. Millones de personas han estado buscando soluciones desesperadamente para esta sensación de impotencia, para su soledad, su frustración, su alejamiento de las demás personas, del mundo, de su trabajo y de sí mismos. Han adoptado nuevas religiones, uniéndose a grupos de autoayuda de todo tipo. Parece como si toda la nación estuviera atravesando un punto crítico en su edad mediana, una crisis existencial de dudas y examen de conciencia.
Todo esto está teniendo lugar en un momento en el que la clase media está cada vez más insegura económicamente. En su irracionalidad, el sistema se ha visto forzado —por el beneficio— a construir rascacielos de acero para las compañías de seguros mientras las ciudades se deterioran; a gastar miles de millones de dólares en armas de destrucción, pero casi nada en parques para niños; a pagar enormes sueldos a hombres que construyen cosas peligrosas o inútiles y muy poco dinero a artistas, a músicos, a escritores y a actores. El capitalismo siempre ha sido un desastre para la clase baja. Ahora está empezando a fallar para la clase media.
La amenaza del desempleo, que siempre ha estado presente en las casas de los pobres, se ha extendido a las de los trabajadores de oficina y a los profesionales. La educación universitaria ha dejado de ser una garantía de trabajo. Un sistema que no puede ofrecer un futuro a los jóvenes que dejan la escuela se enfrenta a grandes dificultades. Si esto sólo les ocurre a los hijos de los pobres, el problema es asumible: para eso están las cárceles. Si esto les ocurre a los hijos de la clase media, las cosas puede que se les escapen de las manos. Los pobres están acostumbrados a las estrecheces y siempre andan faltos de dinero. Pero en los últimos años, también la clase media ha empezado a sentir la presión de los altos precios y los impuestos.
En los años setenta, ochenta y principios de los noventa tuvo lugar un dramático y espantoso aumento en el número de crímenes. Esta situación se palpaba muy bien al pasear por cualquier gran ciudad. Saltaban a la vista los contrastes entre la riqueza y la pobreza, la cultura de la posesión y el frenesí publicitario. También existía una feroz competencia económica en la que la violencia legal del estado y el robo legal de las corporaciones se veían acompañados por los crímenes ilegales de los pobres. En la mayoría de casos, los crímenes eran de robo. Un número desproporcionado de los presos en las cárceles «americanas» eran pobres y no blancos, gente de escasa educación. La mitad de ellos se encontraba sin empleo en el mes anterior a la detención.
Los crímenes más comunes y los que más publicidad han recibido son los crímenes violentos de los jóvenes y de los pobres —un verdadero terror en las grandes ciudades— en los que los desesperados o los drogadictos atacan y roban a la clase media o incluso a pobres como ellos. Una sociedad tan estratificada por la riqueza y la educación se presta de forma natural a las envidias y la ira entre clases.
La cuestión crítica en nuestra época es saber si la clase media —a la que se ha hecho creer durante tanto tiempo que la solución de estos crímenes es la construcción de más cárceles y penas más largas— empezará a ver, debido al carácter puramente incontrolable de los crímenes, que la única perspectiva es un interminable círculo de crimen y castigo. Entonces puede que lleguen a la conclusión de que la seguridad física para una persona que trabaja en la ciudad sólo puede conseguirse cuando toda la ciudad esté trabajando. Y eso requeriría una transformación de las prioridades nacionales, un cambio en el sistema.
En las últimas décadas un miedo aún mayor se ha unido al miedo a los ataques criminales. Las muertes por cáncer se han multiplicado y las investigaciones médicas parecen impotentes a la hora de encontrar la causa. Era evidente que una cantidad cada vez mayor de estas muertes tenían su origen en un ambiente contaminado por los experimentos militares y la codicia industrial. El agua que bebía la gente, el aire que respiraba, las partículas de polvo de los edificios donde trabajaba, habían sido contaminadas —en silencio y a lo largo de los años— por un sistema tan desesperado por crecer y obtener beneficios que no había tenido en cuenta la seguridad y la salud de los seres humanos. Luego apareció una nueva y mortal plaga, el virus del SIDA, que se extendió con especial rapidez entre los homosexuales y los drogadictos.
A principios de los noventa, el falso socialismo del sistema soviético se derrumbó. Paralelamente, el sistema «americano» parecía estar fuera de control: lo caracterizaba un capitalismo incontrolado, una tecnología incontrolada, un militarismo incontrolado, un divorcio entre el gobierno y la gente que decía representar. El crimen estaba fuera de control, el cáncer y el SIDA estaban fuera de control. El deterioro de las ciudades y la ruptura de las familias estaban fuera de control. Y la gente parecía percibir esta situación.
Quizás una gran parte de la desconfianza general hacia el gobierno, de la que se había informado en los últimos años, naciera de un creciente reconocimiento de la verdad expresada por el bombardero de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, Yossarian, en la novela Catch-22. Dice a un amigo que acaba de acusarle de dar ayuda y consuelo al enemigo: «El enemigo es cualquiera que intente matarte, sin importar de qué lado esté. Y no te olvides de eso porque cuanto más lo recuerdes, más tiempo vivirás». La siguiente línea de la novela dice: «Pero Clevinger sí lo olvidó, y ahora estaba muerto».
Imaginémonos la posibilidad —por primera vez en la historia de nuestra nación— de una población unida en favor de un cambio fundamental. ¿Volvería la élite, como tantas otras veces, a su arma favorita —la intervención en el extranjero— para unir al pueblo con el establishment en una guerra? Eso se intentó hacer en 1991, con la guerra contra Irak. Pero, como dijo June Jordan, se trataba de «un golpe en el mismo sentido que el crack… y su efecto no dura mucho».
Debido a la incapacidad del establishment para resolver los graves problemas económicos domésticos o de encontrar una válvula de escape del descontento nacional en el extranjero, los «americanos» podrían estar dispuestos a exigir no ya un retoque más, ni más leyes reformistas, ni cambios para no cambiar nada, ni otro New Deal, sino un cambio auténticamente radical. Seamos utópicos durante un momento para que cuando volvamos a la realidad, no nos encontremos con esa modalidad de «realismo» tan útil para un Estado que quiere desactivar cualquier acción, ese «realismo» tan anclado en cierto tipo de historia despojado de sorpresas. Imaginémonos lo que requeriría de todos nosotros un cambio radical.
Las palancas del poder de la sociedad tendrían que ser arrebatadas de las manos de aquellos cuyo comportamiento nos ha llevado a nuestro estado actual: las corporaciones gigantes, el ejército y sus colaboradores, y los políticos. Necesitaríamos reconstruir la economía con el esfuerzo coordinado de los grupos locales en todo el país para que sea eficaz y justa, y para que produzca de forma cooperativa todo aquello que sea más necesario para la gente. Empezaríamos por nuestros barrios, nuestras ciudades y nuestros lugares de trabajo. Todo el mundo necesitaría algún tipo de trabajo, incluso las personas ahora marginadas del mundo laboral: los niños, los ancianos, los «discapacitados». La sociedad podría utilizar la enorme energía que ahora queda desaprovechada, las habilidades y los talentos que no se explotan. Todos podrían participar en los trabajos rutinarios pero necesarios durante unas pocas horas al día, y reservar la mayor parte del tiempo libre para el ocio, la creatividad y los ardores del amor y, aún así, producirían lo suficiente para una distribución equitativa y abundante de los bienes. Algunos efectos básicos serían lo suficientemente abundantes como para sustraerlos del sistema monetario y hacerlos disponibles —gratuitamente— a todo el mundo: la comida, las viviendas, la sanidad, la educación y el transporte.
El mayor problema sería encontrar la forma de posibilitarlo sin una burocracia centralizada. No se utilizarían los incentivos de la cárcel y el castigo, sino los incentivos de la cooperación que se derivan de la voluntad humana natural, incentivos que en el pasado ha utilizado el estado —en tiempos de guerra— como también lo han hecho los movimientos sociales, dando pistas sobre cómo se comportaría la gente en condiciones diferentes. Las decisiones las tomarían pequeños grupos de personas en sus lugares de trabajo, en sus barrios. Habría una red de cooperativas intercomunicadas, un socialismo comunitario que evitaría las jerarquías clasistas del capitalismo y las rudas dictaduras que han adoptado el nombre de «socialistas».
Puede que con el tiempo la gente que viviese en estas comunidades amistosas creara una nueva cultura diversificada y basada en la no violencia, en la que serían posibles todas las formas de expresión, bien fueran personales o colectivas. Los hombres y las mujeres, negros y blancos, ancianos y jóvenes, podrían entonces vivir sus diferencias como atributos positivos y no como razones para el dominio. Podrían aparecer nuevos valores de cooperación y libertad en las relaciones interpersonales y en la educación de los niños.
Para posibilitar todo esto en el contexto de las complejas condiciones de control existentes en los Estados Unidos, haría falta una combinación de la energía de todos los antiguos movimientos de la historia «americana» —los obreros rebeldes, los activistas negros, los americanos nativos, las mujeres, los jóvenes, etcétera— junto con la nueva energía de una clase media enojada. Sería necesario que la gente comenzara a transformar su entorno inmediato —el lugar de trabajo, la familia, la escuela, la comunidad— por medio de una serie de luchas en contra de la autoridad absentista, y que se otorgase el control de estos lugares a las personas que viven y trabajan en ellos.
Estas luchas conllevarían todas las tácticas utilizadas en diferentes épocas del pasado por los movimientos populares: las manifestaciones, las concentraciones, la desobediencia civil; las huelgas, el boicot y las huelgas generales; la acción directa para redistribuir la riqueza, para reconstruir instituciones, para renovar las relaciones; se crearía en la música, la literatura, el teatro, en todas las artes y en todas las áreas laborales y recreativas de la vida cotidiana una nueva cultura basada en el reparto y el respeto, una nueva alegría en la colaboración personal, para ayudarse a sí mismas, y para ayudar al prójimo.
Habría muchas derrotas. Pero cuando semejante movimiento se asentara en cientos de miles de lugares por todo el país sería imposible de contener, ya que los mismos guardianes de los que depende el sistema para aplastar este movimiento se encontrarían entre los rebeldes. Sería una nueva clase de revolución, la única —creo yo— que podría ocurrir en un país como Estados Unidos. Haría falta una enorme cantidad de energía, sacrificio, compromiso y paciencia. Pero al tratarse de un proceso a largo plazo, que empezaría sin tardanza, se contaría con la inmediata satisfacción que las personas siempre han encontrado en los lazos afectuosos de los grupos que se esfuerzan juntos por un objetivo común.
Todo esto nos lleva lejos de la historia «americana», al reino de la imaginación. Pero no se encuentra totalmente aislado de la historia. Por lo menos hay indicios en el pasado de semejantes posibilidades. En los años sesenta y setenta, por primera vez el Estado no logró crear un sentimiento de unidad nacional y fervor patriótico para una guerra. Hubo un gran flujo de influencias y cambios culturales nunca vistos en el país: en el sexo, la familia y las relaciones personales, precisamente en las situaciones más difíciles de controlar desde los habituales centros de poder. Jamás había tenido lugar una pérdida de confianza tan importante en tantos elementos del sistema político y económico. En cada período histórico, las personas siempre han encontrado alguna manera de ayudarse las unas a las otras —incluso en medio de una cultura de competitividad y violencia y aunque haya sido durante períodos cortos— para encontrar alegría en el trabajo, en la lucha, en el compañerismo y en la naturaleza.
Las perspectivas que se nos abren son de tiempos de confusión y lucha, pero también de inspiración. Cabe la posibilidad de que un movimiento de estas características pudiera tener éxito y conseguir lo que el sistema nunca ha podido hacer: efectuar un gran cambio con poca violencia. Esto será posible a medida que un sector cada vez mayor de ese segmento del 99 por ciento de la población vea que comparten las mismas necesidades; y cuanto más vean la similitud de sus intereses guardianes y prisioneros, más aislado e ineficaz se volverá el establishment.
Fuente: https://medium.com/la-tiza/la-inminente-revuelta-de-los-guardianes-b01522c4df19