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La inquietante victoria de Bush

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Concluidas las elecciones norteamericanas con la victoria de George W. Bush, y aceptada la derrota por el propio John F. Kerry, la opinión pública mundial no puede más que lamentar el resultado, no tanto porque el candidato del Partido Demócrata representase una posibilidad real de que Washington diera por finalizada su agresiva política exterior, esperanza […]

Concluidas las elecciones norteamericanas con la victoria de George W. Bush, y aceptada la derrota por el propio John F. Kerry, la opinión pública mundial no puede más que lamentar el resultado, no tanto porque el candidato del Partido Demócrata representase una posibilidad real de que Washington diera por finalizada su agresiva política exterior, esperanza que muy pocos albergaban, sino porque la victoria de Bush supone el aval de la población estadounidense a un gobierno que había decidido desde hace tiempo prescindir, en lo posible, de las instancias y acuerdos internacionales e impulsar un rudo imperialismo cuyas consecuencias más temibles está comprobando cada día la inerme población iraquí.

Kerry obedecía, y representaba, a similares núcleos de poder a los que responde Bush: los círculos históricos del poder económico norteamericano (las llamadas doscientas familias) y los nuevos tiburones y dirigentes de las transnacionales coaligados con la industria de guerra. Sin ignorar que muchos sectores progresistas habían visto en la victoria de Kerry la oportunidad de infligir una derrota al más descarnado programa imperialista desarrollado por Washington en las dos últimas décadas, y de golpear a los núcleos de la extrema derecha que controlan hoy muchos de los resortes de la Casa Blanca, del Pentágono y del Departamento de Estado, por no hablar de las instituciones de pensamiento y de propaganda, desde fundaciones a cadenas de televisión, no por ello hay que olvidar que, aunque Kerry representase una cara más amable del intervencionismo militar y político norteamericano, hubiera seguido impulsando esa nueva política imperial de Washington que brindó la oportunidad única de la desaparición de la URSS. Recuérdese que Clinton, otro demócrata amable como Kerry, llevó la guerra a la propia Europa por el expediente de explotar una crisis política en Yugoslavia, guerra que habría podido evitarse en gran medida, y no dudó en aprobar una genocida política de bloqueo contra el pueblo iraquí. Gore Vidal ha calificado como el partido del dinero, con sus dos alas, republicana y demócrata, al entramado que gobierna Estados Unidos: instalado en el corazón del poder económico, ese partido del dinero crea candidatos que, aunque obedezcan a inercias históricas de sus propios aparatos políticos partidarios, tienen una identidad común y unas hipotecas que ninguno de ellos puede ignorar.

Ahora, con el inicio del segundo mandato de Bush, Washington pretenderá continuar la ocupación de nuevas zonas de influencia en Asia central y Oriente Medio, proseguir el cauto y silencioso cerco a China, limitar la reconstrucción del poder ruso, crear focos de conflicto y crisis artificiales para atenazar a sus aliados-rivales de la Unión Europea, y, en suma, pretenderá retrasar, tanto como les sea posible, el terrible momento de la pérdida de la hegemonía económica, militar y política del mundo. Sus centros de pensamiento elaboraron un programa para el dominio norteamericano en el siglo XXI, pero, en realidad, ese objetivo se concreta en retrasar al máximo la decadencia del poder norteamericano. Porque esa es una de las paradojas del panorama estratégico de nuestros días: si, aparentemente, el poder de Washington es evidente, y, en muchas ocasiones, incontestado; al mismo tiempo, se ha iniciado la decadencia definitiva de las bases objetivas de su poder económico y político. Aunque su acción continuará ensangrentando territorios e incendiando países.

Con el segundo mandato de Bush, van a continuar figurando entre los objetivos del gobierno de Washington la privatización de grandes sectores de la economía mundial, el desmantelamiento de las conquistas sociales en el mundo desarrollado, el desprecio hacia los límites ecológicos del desarrollo, y, también, la creación de nuevos regímenes clientes que mantengan destacamentos millonarios de mano de obra cautiva para las grandes transnacionales y aseguren el acceso a las fuentes de energía barata, junto con el chantaje a sus socios-rivales europeos para que contribuyan con soldados y con recursos a la financiación de sus intervenciones militares en el mundo: hoy Afganistán e Irak, mañana, tal vez Irán, Corea, o Cuba, entre otros.

Los atentados del 11 de septiembre, junto con la desaparición anterior de la URSS, hicieron posible una nueva carrera militarista de los Estados Unidos y la emergencia desnuda de un proyecto imperial que amenaza gravemente al mundo. Pero ese programa tropieza con los problemas de una economía que mantiene gravísimos desequilibrios entre su declinante capacidad exportadora y su gigantesco consumo interior, claramente por encima de sus posibilidades. Tropieza también con una descomunal deuda interior y exterior que va a encontrar dificultades para su financiación: no debe olvidarse que Estados Unidos es el país más endeudado del planeta. Bush tendrá que gobernar con el riesgo constante de recesión económica y de explosión financiera, y con la pérdida paulatina, aunque lenta, de las bases de poder de su economía. Junto a ello, hay que remarcar la evidencia de que Estados Unidos no puede seguir viviendo por encima de sus posibilidades: la debilidad del dólar, el desafío (aunque vacilante) de la Unión Europea, el fortalecimiento de la gran potencia emergente china, el callejón sin salida de la crisis iraquí, y, también, la acción de las fuerzas progresistas del planeta, suman una conjunción que dificultará los propósitos del poder norteamericano.

Para los círculos más cínicos de esa extrema derecha instalada en Washington, una solución es la guerra: no está descartado que los más aventureros miembros del complejo militar-industrial norteamericano no inicien una fuga hacia delante que sumerja al mundo en una catástrofe. Habrá que vivir con Bush, pero la izquierda y la opinión progresista mundial se encuentran ante una encrucijada y deben enfrentar el serio desafío de un poder norteamericano que no traerá la paz sino duros e inquietantes tiempos.