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La izquierda y los controladores

Fuentes: Rebelión

El reciente conflicto entre los controladores aéreos y el gobierno español ha producido un interesante debate y una profunda confusión en la Izquierda (entendamos Izquierda en sentido amplio, incluyendo a todos aquellos sujetos y grupos que preconizan la transformación de la sociedad capitalista, y no su apuntalamiento) a la hora de tomar una posición política […]


El reciente conflicto entre los controladores aéreos y el gobierno español ha producido un interesante debate y una profunda confusión en la Izquierda (entendamos Izquierda en sentido amplio, incluyendo a todos aquellos sujetos y grupos que preconizan la transformación de la sociedad capitalista, y no su apuntalamiento) a la hora de tomar una posición política con respecto al mismo. Y esta misma situación de incertidumbre, y en muchos casos de silencio, es fruto de las limitaciones de los diferentes paradigmas (en el sentido «estricto» que Kuhn le daba a la palabra) de la Izquierda, puestas al descubierto ante una situación límite que ha provocado las reacciones más dispares.

Las recientes elecciones en Kosovo, donde ha resultado vencedor el partido oficial del primer ministro, no sin acusaciones de fraude electoral, traen a la memoria otra situación, no muy lejana en el tiempo, en la que a la Izquierda se le planteó otro dilema difícil. No cuesta encontrar similitudes entre esta reacción dubitativa y contradictoria de la Izquierda ahora, y la que mostró con motivo de la declaración de independencia de Kosovo en febrero de 2008, con todo el debate surgido en torno al concepto de autodeterminación, y si era o no aplicable al caso kosovar. En aquel momento la duda era si se debía apoyar aquella declaración, a pesar de saberse de la implicación y dirección estadounidense del proceso, considerando el derecho de autodeterminación como un derecho democrático fundamental que debía observarse incondicionalmente en todo momento aunque no gustaran los tipos que lo invocaran, o bien, por el contrario, había que diferenciar, atendiendo al contexto concreto, entre lo que era autodeterminación y lo que era una maniobra intervencionista norteamericana, asumiendo los riesgos e inconvenientes que implicaba lanzarse a dilucidar esta distinción y el consiguiente posicionamiento en contra de la declaración. Para colmo, el debate se hacía en clave interna, con la vista puesta en las implicaciones que pudiera tener un posicionamiento u otro de cara al conflicto vasco.

La duda estaba, y está ahora, en posicionarse en abstracto e incondicionalmente a favor de un derecho, obviando las circunstancias concretas, el discurso y las características de quienes lo invocan (o se dice que lo invocan), o bien en analizar esas mismas circunstancias siguiendo algún tipo de criterio, aún a riesgo de equivocarse. La huelga de los controladores aéreos, o si se prefiere, el plante, ha puesto de nuevo a la Izquierda ante el mismo problema con respecto al derecho de huelga . Se trata, quizá más aún que en el caso kosovar, de una situación límite en la que los sujetos que intervienen y los repertorios de acción colectiva utilizados no encuentran un fácil acomodo en los paradigmas utilizados habitualmente por la Izquierda como guías para situaciones mucho más frecuentes, definidas y cómodas, tanto intelectualmente como de cara a un posicionamiento político.

Para la izquierda, por lo tanto, el conflicto entre el sindicato de controladores aéreos, USCA, y el gobierno, ha supuesto una situación límite porque plantea problemas a la hora de definir a los sujetos en conflicto. Para quienes, por un lado, entienden a la clase trabajadora como un sujeto estático y eterno, se les plantea el problema de tener que posicionarse en defensa de un grupo profesional especialmente privilegiado, que no son trabajadores al uso, debido a sus elevados salarios y prebendas, pero a los que sí se ha de considerar trabajadores al fin y al cabo, puesto que lo que define a la clase trabajadora, según esta concepción, es la mera realización de un trabajo a cambio de unos ingresos o salario, con independencia de la relación laboral concreta en que se halle inmersa.

Por otro lado, podríamos hablar de una concepción postmoderna, para la que la negación de la relevancia del concepto de clase, forma parte de su ADN intelectual, y busca sujetos transformadores en ámbitos ajenos al trabajo, desde los estilos de vida a cualquier tipo de fragmentación cultural o discursiva que implique el establecimiento de dos entidades bien diferenciadas en términos de poder, ante las que posicionarse. Sin embargo, una vez inmersos en la actual crisis económica internacional, con las recientes movilizaciones de trabajadores acaecidas en Europa, términos como trabajo, huelga o derechos laborales, vuelven a estar en el primer plano de la agenda política e ideológica. Ante esta situación, el postmodernismo, empeñado en rechazar un concepto caricaturesco de la clase trabajadora (el mono azul), y renunciando a cualquier análisis de tipo estructural por considerarlo irrelevante u objetivista, asume como propia la defensa del derecho a la huelga de cualquier sujeto que la invoque frente a los atropellos del Estado, y opta por una definición del sujeto trabajador tan precaria como la del dogmatismo economicista anterior: asume la heterogeneidad de los trabajadores para darla por hecha y, sin molestarse en analizarla, la resuelve bajo el común denominador de la realización de un trabajo a cambio de un salario. Ese sujeto amorfo tendría pues un interés común y armónico en la defensa del derecho a la huelga o de las condiciones laborales de cualquiera de sus integrantes frente a las pretensiones del Estado de modificarlas o recortarlas.

La situación se hace especialmente difícil, en tanto en cuanto, en este caso, el gobierno ha echado mano del ejército para la gestión de una crisis supuestamente espontánea, en primer lugar, y, acto seguido, para la imposición del Estado de alarma como medio de gestionar el conflicto y, ya de paso, el trabajo de los controladores. La militarización del este sector especializado es sin duda un precedente en las relaciones laborales, cuya importancia y repercusiones no deben ser infravaloradas.

Ahora bien, expuesto así el problema de la Izquierda y su posicionamiento ante el conflicto, conviene hacer algunas consideraciones:

Lo primero que hay que dejar claro es que las dos cuestiones que se entremezclan, a saber, la identificación de los sujetos en conflicto y la valoración política de su actuación, no son fácilmente separables. En función de a quiénes se define como los opresores y a quiénes como los oprimidos, se establece un porqué y una posición política.

Después, hay que precisar algunas cosas con respecto al derecho a la huelga y quién la lleva a cabo. Para empezar, no ha existido en ningún momento ninguna declaración de huelga, ni pretensión de realizarla de la que se tenga constancia. Pero es que, además de esto, una huelga es un repertorio de acción colectiva muy concreto que incluye incluso, parafraseando con una pirueta epistemológica a Goffman, sus rituales teatrales de cara a la audiencia, tales como una convocatoria, una serie de reivindicaciones, una difusión previa, la existencia de piquetes (informativos o combativos) o la negociación de servicios mínimos allí donde sea necesario (aunque sólo sea para luego incumplirlos). Y, por tanto, no es lo mismo ese repertorio, que el sujeto que lo realiza, ni que la mera enunciación del derecho a la huelga. Derecho, por cierto, que también ha sido reclamado en abstracto históricamente por organizaciones patronales y grupos profesionales de ultraderecha (los famosos cierres y sabotajes patronales en latinoamérica, por ejemplo), pero que, en este caso (insistamos), no ha sido siquiera invocado. Además, aunque consideremos legítimos otro tipo de repertorios menos tradicionales en los conflictos laborales, como el absentismo o las huelgas espontáneas no declaradas previamente, ni es el caso, ni de ello está hablando la Izquierda, ni hay motivo alguno para mantener una postura acrítica ante cualquiera que los lleve a cabo por el simple hecho de hacerlo.

También parece conveniente situar al gremio de los controladores aéreos, en lo que respecta a su posición social con respecto a otros trabajadores y otros actores implicados en el conflicto. Se trata de trabajadores, sí, en un sentido amplísimo. Son, ante todo, trabajadores de un organismo público, como es AENA, que se financia con fondos públicos y cuyo propietario es, en última instancia, el Estado, en representación de la sociedad española en su conjunto, no una empresa privada con la vista puesta en la obtención de beneficios a través del trabajo ajeno. Sus elevadísimos salarios, como los de cualquier otro funcionario, son pagados por los impuestos del resto de trabajadores y su función es, o debería ser, la de prestar un servicio público, el cual ha de atender a las necesidades de la población.

Sin embargo, este grupo profesional, a través de su sindicato USCA, ha ido consiguiendo a lo largo de los años una serie de priviegios y prebendas que lo sitúan en el límite de lo que puede ser considerado un trabajador, un empresario y un alto funcionario del Estado. Sus salarios, superiores en más del doble al de ministros, alcaldes e incluso a lo que facturan al año muchos empresarios con trabajadores a su cargo, son causa y consecuencia de determinadas relaciones sociales y no, como se pretende a veces, una mera característica anecdótica que complementa su esencia de trabajador común. Relaciones sociales que también les han proporcionado poderes, por ejemplo, en lo que respecta a la política de contratación que debe seguir AENA, algo impensable e inasumible, al menos en teoría, para la Izquierda o para la mera defensa de los servicios públicos, en tanto que públicos . En lugar de realizarse a través de una Oferta Pública de Empleo, los contratos de nuevos controladores aéreos han tenido que pactarse con USCA, que ha tendido a limitar esta contratación y solicitar horas extras pagadas a más de 1.000€, antes que ver reducidos sus salarios.

Y toda esa serie de prebendas y privilegios que se han ido adquiriendo en contra del resto de trabajadores, han sido facilitadas y promovidas, en concret o, por el gobierno del Partido Popular a partir del I Convenio de 1999, jamás a través de los mecanismos habituales de huelga y negociación colectiva, sino de pactos a puerta cerrada. El PP, que con aquel convenio convirtió a los controladores aéreos en un leal grupo de presión, ha sido un garante durante meses de los intereses de los controladores, exigiendo permanentemente al gobierno que negocie con los mismos, al contrario de la política de «mano dura» que ha propugnado para con cualquier otro sector o grupo profesional. Las reuniones que mantuvieron representantes del PP y de USCA en varias ocasiones antes del plante de los controladores, fueran preparatorias o no del mismo (está por demostrar), desde luego no fueron casuales, y ponen de manifiesto una afinidad e interés común en la vuelta a las relaciones privilegiadas que tenían ambos con el I Convenio. Y sobra decir que una acción como la de los controladores bien podría haber adelantado las elecciones.

En cuanto a los motivos del plante, en contra de lo que se ha argumentado en medios de la Izquierda, lo que lo ha motivado no ha sido el plan de privatización de AENA propuesto por el gobierno, sobre el que USCA no se ha pronunciado, sino un fragmento del decreto que regula las horas de trabajo de los controladores, ampliando su límite máximo a una cantidad de horas menor a la de una jornada laboral completa normal, para contabilizar de otra manera las horas ordinarias y extras, y reducirles así el salario; una medida en la tónica neoliberalizadora y de contención del gasto del gobierno del PSOE y que no es en absoluto excepcional, después de haber atacado los derechos del resto de trabajadores a través de la Reforma Laboral, la reforma de las pensiones o la reducción del salario de los funcionarios. Por lo demás, el discurso de los controladores ha brillado por su silencio y mutismo, salvo las declaraciones a posteriori de su representante, Cesar Cabo, que reclamaba estabilidad en el empleo, algo sorprendente en un colectivo caracterizado no sólo por su estabilidad y nivel de ingresos, sino por su poder dentro del organismo público en el que opera. Las quejas, que se han comentado en varias ocasiones, sobre sus condiciones laborales, sobre el exceso de horas trabajadas, el estrés, los turnos imposibles, etc. sólo se han realizado en foros privados y en ningún momento USCA ha emitido ninguna declaración pública exigiendo algún tipo de reivindicación al respecto. Además, resulta relativamente fácil desmontar este discurso a partir del momento en que los cont roladores asumen horas extras (voluntarias, recuérdese) a razón de 1.000€ y condicionan la contratación de nuevos controladores, reclamando únicamente el número de nuevos trabajadores que ellos consideran necesarios. No se puede descartar la existencia de abusos con respecto a los turnos u otros derechos laborales de este colectivo, pero sí dejar claro que ello no es lo que motiva el plante.

En cuanto a la intervención del ejército y el estado de alarma, el más espinoso de todos los puntos en este debate, también habría que valorar algunas cosas: cuando se dice que representa un peligroso precedente de cara a las futuras relaciones laborales, cosa que es totalmente cierta, se olvida que el precedente ya existía en el anterior decreto que incluía la posibilidad de recurrir al ejército en el caso de producirse una situación como la acaecida. USCA tenía, por tanto, conocimiento de ello y, en lugar de denunciarlo, actuó a sabiendas de que podría ocurrir lo que, de hecho, ha ocurrido, ya fuera premeditadamente o por simple estupidez política, cegada por su habitual prepotencia.

Ello no justifica que el gobierno incluya en un decreto la posibilidad de militarizar un sector laboral en caso de huelga o cese de la actividad, pero muestra cómo el «golpe de Estado social» al que se ha aludido en algunos medios es algo más complejo que una demostración de fuerza fascista por parte del gobierno ante el empoderamiento de los trabajadores mejor situados para llevar a cabo una contestación y, en todo caso, ese «golpe de Estado social» comenzó mucho antes de que los militares hicieran su aparición en las torres de control. El gobierno ha actuado en todo momento de manera coherente en su lógica de conservar un orden al servicio de los mercados y contra los trabajadores, y no ha dudado en emplear la fuerza contra un grupo profesional impopular, en un momento en el que éste le ha servido la victoria en bandeja, con una opinión pública rabiosa ante la actitud de los controladores, y un Partido Popular dubitativo y contemporizador con USCA. Y la jugada, al gobierno, le ha salido bien. En definitiva, no se está en presencia de un conflicto de clase al uso, sino de un pulso entre élites políticas y sociales, ante el cual, el resto de trabajadores, y ciudadanía en general, se hallan espectantes, indignados y lo perciben como ajeno.

Dicho esto, también sería necesario comentar los tópicos de un discurso muy simplista, más propio del desprecio por «las masas» de Gustave Le Bon que de análisis de izquierdas, según el cual los medios de comunicación, en simbiosis perfecta con un poder estatal y empresarial monolítico y sin fisuras, han teledirigido el corazón y las mentes de los ciudadanos consumidores, siempre alienados y dispuestos a defender con uñas y dientes su derecho al consumo frente a los derechos sindicales y laborales, otorgando la legitimidad que el gobierno necesitaba para hacer uso del ejército en la represión de los trabajadores. Sin negar que está más que empíricamente demostrada la función de dirección de la opinión pública que ejercen los medios, al servicio de gobiernos y poderes económicos (los propios medios son importantes poderes económicos y políticos en sí mismos), y sin negar que el discurso que enfrenta a trabajadores y consumidores es esgrimido sistemáticamente por el poder, para blindar los derechos de los últimos frente a los de los primeros, en ésta situación, la reacción popular ante el plante de los controladores no se debe únicamente a una relación vertical de control de la opinión pública por parte de los medios de comunicación.

Se podría argumentar incluso que la relación es la contraria: decía Gramsci que cuando un gobierno quiere aplicar alguna medida impopular, previamente crea un consenso favorable sobre la misma a través de sus medios de propaganda y comunicación. En este caso al gobierno no le ha hecho falta. Ha sido el propio consenso social el que ha actuado de campo abonado sobre el que ese discurso mediático ha calado con la mayor facilidad. Nunca previamente en la sociedad española ha existido un consenso tan amplio contra las protestas de un grupo profesional y eso no se puede explicar simplemente mediante la acumulación machacona de las infamias vertidas por los medios sobre otros colectivos de trabajadores en huelga, como los del metro de Madrid, o la huelga general del 29S.

Por un lado, la influencia de los medios sobre la opinión pública no es mecánica y automática, ni necesariamente, cuando ambas coinciden, se debe a una manipulación (véanse, por ejemplo, las diferencias entre los temas que los grupos mediáticos tratan de imponer como el órden del día político, y los datos del CIS en torno a las principales preocupaciones de la ciudadanía; o las divergencias entre los discursos de los medios privados y la opinión popular en países como Venezuel a). Los usuarios de líneas aéreas y el resto de la población trabajadora, cuentan también con su experiencia cotidiana, y no sólo con los medios de comunicación, para obtener información del mundo. Y es que resulta muy difícil de justificar una paralización repentina del espacio aéreo español, por parte de un grupo profesional que gana en torno a 200.000€ al año, ante miles de trabajadores que difícilmente llegan (con mucho estrés, por cierto) a 12.000€, muchos de los cuales es posible que se desplazaran, no a Cancún o Punta Cana, como se ha dicho, sino a Canarias o a Coruña para ver a sus familiares, por ejemplo, o a las costas para trabajar en la hostelería. No solamente no todos los que salían de puente son unos pijos egoístas que no comprenden la lucha de los trabajadores, sino que esas vacaciones forman parte de su retribución por un trabajo bien precario, al igual que el bajo sueldo que ganan, y ha costado muchos años conquistar eso. Recuérdese, además, que viajar en líneas de bajo coste puede ser mucho más barato y accesible para la mayoría de los trabajadores que hacerlo en tren. Por todo ello, cuando se hace una huelga sectorial, y sobre todo en un sector tan clave como la navegación aérea u otros servicios del mismo tipo, debe seguirse cierto «protocolo» si no se quiere provocar un rechazo generalizado entre la población.

Y por otro lado, hay que insistir una vez más en el errante comportamiento del PP y sus medios afines que, si bien se han posicionado contra el gobierno y a favor de los controladores desde antes y al inicio del conflicto, más tarde han reculado tras decretarse el Estado de alarma, pues es un precedente que ellos también pueden rentabilizar si se presenta la ocasión, y la contradicción entre el apoyo a los controladores y su retórica de la «mano dura» frente a los desmanes de los demás trabajadores, les puede quitar muchos votos. Este hecho viene a contradecir también la supuesta teledirección unívoca de la opinión por parte de los medios.

Una vez hecho este análisis de situación, cabe preguntarse por lo que puede esperarse de ahora en adelante y, sobre todo, a partir de hoy, una vez que ayer , 14 de diciembre, fue aprobada una prórroga del Estado de alarma por el Consejo de Ministros. La opinión según la cual, en lo sucesivo, «el gobierno podrá reprimir todas las huelgas a través del ejército» es tremendamente exagerada. El gobierno justifica el Estado de alarma, entre otras cosas, por su excepcionalidad como respuesta a una situación también excepcional, y sólo puede hacerlo de esa manera. Pero sí es cierto que la militarización del espacio aéreo va a suponer una serie de peligros reales:

En primer lugar, se asiste a una degeneración autoritaria de las relaciones laborales, ya en marcha antes del suceso, a partir de la cual acaba siendo habitual recurrir a los decretos sin negociación colectiva previa. El incidente de los controladores viene a reforzar esta tendencia.

En segundo lugar, garantiza la privatización de parte de la gestión de AENA sin ningún tipo de conflictividad, no sólo de los controladores, que no han protestado por ello en ningún momento, salvo a posteriori, sino de la opinión pública y el debate político. Se refuerza así el argumento según el cual lo privado es más eficaz.

En tercer lugar, se crea un precedente que, si bien no justificará fácilmente acciones militares contra huelgas de trabajadores, sí puede justificar acciones «militarizantes» y expeditivas como la sustitución de trabajadores en huelga por otros trabajadores de otros servicios, sin recurrir a la negociación para la resolución de conflictos. O bien la imposición de servicios mínimos abusivos, también sin negociación previa, en sectores donde no sean necesarios.

En cuarto lugar, el plante de los controladores da un argumento más, en este caso fundado, al discurso según el cual los trabajadores en huelga y los sindicatos son unos privilegiados que atentan contra los derechos del consumidor-ciudadano.

Por último, y como consecuencia de todo lo anterior, lo más grave: se refuerza el clima generalizado anti-huelga entre la población y el miedo a las represalias entre los trabajadores. Varias organizaciones de trabajadores de los servicios ya han anunciado que «mantendrán la calma» durante las navidades: pilotos, maquinistas y taxistas.

A esta alturas, la postura de la izquierda, debería tener al menos algunos lineamientos claros, básicamente tres:

a) exigir al gobierno la retirada inmediata del Estado de alarma y de cualquier medida de excepción que implique el uso de militares en un conflicto laboral;

b) rechazar de manera tajante la privatización de AENA y denunciar la falacia del gobierno según la cual aquella es necesaria para evitar que vuelva a producirse un plante de los controladores;

c) plantear una alternativa a la actual organización de AENA que pase por la eliminación de los privilegios de los controladores y que establezca un mecanismo público y transparente de contratación del personal laboral a través de una Oferta Pública de Empleo, lo que no es incompatible con la negociación colectiva en torno a las dificultades de cualquier índole que los controladores puedan encontrar en sus condiciones de trabajo.

Volviendo a la idea origen de este artículo, resulta evidente cómo los paradigmas teóricos que la Izquierda utiliza habitualmente para representarse el mundo y actuar sobre él, son, con frecuencia, superados por los propios acontecimientos, lo cuales exigen, cada vez más, nuevos esfuerzos teóricos y políticos para poder seguir luchando por una transformación de lo real. Esto es probablemente más cierto hoy que nunca. No sólo, como quiere el pensamiento postmoderno, por la fragmentación creciente y acelerada de sujetos y discursos (aunque buena parte de razón no le falta), sino porque las herramientas teóricas y políticas no se superan en una competición escolástica de discursos asumidos como identidades; avanzan mediante la confrontación con el mundo del que pretenden dar cuenta.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.