El combate de los actores del Norte que trabajan por la eclosión de una verdadera justicia en Ruanda consiste en resistir al chantaje y al dictado del poder establecido y de sus socios, que imponen un discurso «políticamente correcto». Deben ir a contracorriente y exigir que sólo se haga justicia La justicia en la cultura […]
El combate de los actores del Norte que trabajan por la eclosión de una verdadera justicia en Ruanda consiste en resistir al chantaje y al dictado del poder establecido y de sus socios, que imponen un discurso «políticamente correcto». Deben ir a contracorriente y exigir que sólo se haga justicia
La justicia en la cultura ruandesa
En una sociedad rural como la de las colinas ruandesas, cultura y tradiciones siguen muy vivas hoy. No se trata, de ningún modo, de vagos recuerdos polvorientos, que sólo tengan un carácter folclórico o únicamente reservados a la viaja generación. La cultura y tradición siguen manteniendo una importante influencia en la manera con que los ruandeses viven y perciben sus relaciones con otros y con el mundo. En la tradición ruandesa, la justicia tenía esencialmente y casi únicamente una vocación esencial, reconciliadora y no punitiva. El derecho civil y el penal no se distinguían. La resolución de las diferencias pasaba por la negociación entre las familias, lo cual permitía preservar la armonía social. En esta concepción, el derecho escrito, y en particular el derecho penal, es percibido por la población como fuente de tensiones sociales, en el sentido de que su rigidez no permite la negociación. En consecuencia, la población tiene miedo de esta justicia, percibida como extremadamente rígida, generadora más de problemas que de soluciones, ya que se enfrenta a cualquier forma de negociación y de compromiso. Tradicionalmente, la justicia se hacía en el seno de la familia o entre familias. Sólo excepcionalmente podía tener un carácter político y exterior, cuando para asuntos graves se recurría al arbitraje de los jefes o del mwami (rey).
Reconstituir la armonía social.
En este contexto, en el que todos se conocen y donde lo esencial está en preservar la capacidad del grupo de poder seguir viviendo conjuntamente, la búsqueda de la veracidad de los hechos y la designación del culpable real no es el objetivo primero. Se trata ante todo de reconstituir la armonía social rota momentáneamente por la falta cometida o por el conflicto en curso. En esta óptica, por un lado, es importante no buscar ante todo el castigo, y por otro, éste, el castigo, no debe servir para separar o excluir el culpable o su familia de la sociedad. La persona culpable de un delito debe ante todo ser resocializada y reintegrada en el seno del grupo. Esta reintegración se realiza por medios de ritos que unen la justicia y la religión Se trataba, a la vez, de indemnizar la parte lesionada, pero también de exorcizar el mal que se había apoderado del culpable y le había llevado a cometer la fechoría. Ritos de purificación tenían como objetivo extirpar el mal y permitir la reinserción del culpable. Ello valía también para los casos de daños muy graves, como asesinatos. Si estos casos graves no eran resueltos por medio de la negociación entre las familias culpables y las de las víctimas, sobrevenían ciclos de venganzas sangrientas. Para impedir o detener estos ciclos, las familias podían concluir alianzas. En el Ruanda tradicional, el matrimonio es el signo supremo de alianza entre familias. Entonces, los hijos nacidos de este matrimonio vienen a remplazar el capital humano perdido por la familia a causa del asesinato de uno de sus miembros. Ya que, es el número lo que garantiza la importancia de una familia y su lugar en la sociedad. El matrimonio de un muchacho de la familia víctima con una joven de la familia del responsable sellaba la alianza definitiva de las dos familias y detenía en ciclo de la venganza. En la cultura ruandesa, la comunidad, el grupo, prima sobre el individuo. Antes, éste último no tenía por lo tanto derechos más que en función de lo que representaba en el seno del grupo. No contaba más que como eslabón de la cadena familiar y se borraba frente al grupo al que pertenecía. Esta primacía del grupo es una fuente de tensiones actualmente. Porque el derecho civil y derecho penal han colocado al individuo y sus derechos por encima de los de su comunidad. Este carácter holístico de la sociedad ruandesa tiene consecuencias sobre la concepción de la responsabilidad, de la culpabilidad y sobre la noción de confesión por parte de los ruandeses. La falta cometida por un miembro de la familia rompe la armonía social y esta falta hace recaer sobre toda la familia una responsabilidad familiar, colectiva y no individual. Así pues, la familia deberá asumir las consecuencias, lo cual colectiviza no sólo la culpabilidad sino también la reparación del daño. Ahora bien, esta noción de responsabilidad colectiva, que pertenece a la tradición, choca con la de responsabilidad individual emergente del derecho moderno, preponderante en las sociedades occidentales y en la comunidad internacional. Consecuencia lógica de la concepción colectiva de la responsabilidad y de la reparación, la confesión individual casi no tiene sentido alguno en la cultura ruandesa. La confesión o reconocimiento de una falta lo convierte en portavoz de la familia del culpable y no encuentra su sentido más que en el hecho de que da a la víctima, y sobre todo a la familia lesionada, el sentimiento de reconocimiento del daño sufrido y en consecuencia de la necesidad de una reparación. En este contexto, la confesión individual va, por el contrario, a dar mayor gravedad a la falta. Será percibida por la víctima como una nueva provocación. El carácter colectivo de la culpabilidad y de la responsabilidad en el contexto del genocidio va a conducir el inconsciente colectivo de las poblaciones a replegarse en su pertenencia al grupo en sentido amplio, esto es, al grupo étnico, cerrando a las poblaciones en la trampa identitaria.
Una sociedad profundamente desigual
La sociedad ruandesa, más allá de las apariencias, es una sociedad particularmente jerarquizada y profundamente desigual. La sociedad tradicional no conocía la idea de igualdad de derechos entre individuos, tanto en el seno de las familias como en la sociedad. Parece que en la menta de numerosos ruandeses, el carácter desigualritario de la sociedad ha vuelto a ser lo que era bajo la monarquía, antes de la revolución social de 1959 y de la independencia del país. Este sentido de la desigualdad sigue condicionando la actitud de las poblaciones frente a la autoridad. Las gentes van a adoptar una actitud de sumisión, al menos de fachada, ante la autoridad. Como corolario de esta sumisión, las poblaciones practican una verdadera auto-censura que amordaza toda libertad de palabra. La tradición de sumisión a la autoridad y la ausencia de libertad de expresión, conjugadas con la costumbre de ceder la palabra a los portavoces del grupo, permiten comprender cuán ilusoria es la libertad de palabra y en consecuencia el testimonio en el contexto ruandés; algo que juega un papel nada despreciable en los procesos judiciales y los gacaca. La sumisión o pseudo-sumisión a la autoridad establecida dejan entrever lo débil que debe ser la espontaneidad a la hora de adoptar decisiones. Lo que no se ha elegido libremente, será ejecutado bajo presión, económica, religiosa en el pasado, política o policial o militar actualmente.
Los desafíos de la justicia después del genocidio y de las masacres de 1994
Los cientos de miles de víctimas del genocidio y de las masacres de 1994 plantearon un desafío colosal a las autoridades ruandesas. Mientras el aparato judicial estaba devastado y las mayoría de los jueces ausentes, el número de encarcelados explotó en los meses que siguieron al genocidio. Más de 125.000 personas estaban detenidas en las 11 cárceles oficiales, sin contar las que se amontonaban en calabozos municipales, en depósitos e incluso en container clandestinos. Las condiciones de detención dantescas y las tasas de mortalidad entre los prisioneros alarmaron a la comunidad internacional. En los primeros años posteriores al genocidio, una aplastante mayoría de detenidos no poseía dossier alguno y un gran número parecían más bien víctimas de arreglos de cuentas, de represalias o de represión política, y podían en consecuencia ser inocentes. Hasta cierto punto, esta situación perdura en la actualidad. La situación después del genocidio no basta para explicar la lentitud con la que el sistema judicial se puso a funcionar. El ministro de Justicia que dimitió en 1999, Faustin Nteziryayo1 subrayaba cuánto, desde la toma del poder, el régimen se había ocupado en garantizar el nombramiento de magistrados favorables a sus posiciones políticas. En efecto, una buena parte de los magistrados ejercientes en Ruanda antes de 1994, no fueron reintegrados, varios fueron encarcelados sin base legal, uno de ellos fue ejecutado sin razón, otros fueron obligados a huir, como el presidente del Consejo de Estado, o desaparecieron, como Augustin Cyiza. Por otra parte, la Asamblea nacional rechazó cualquier posibilidad de integrar magistrados extranjeros, ya que el régimen temía no poder ejercer el mismo control sobre sus decisiones. F. Nteziryayo no dudaba en denunciar la no-credibilidad del sistema judicial, que aparecía como «un instrumento de venganza, de arreglo de cuentas y trataba de eliminar a opositores políticos». Denunciaba también la falta de crédito del Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), que no perseguía los crímenes de guerra cometidos por el ejército del FPR y por «su sumisión a las presiones políticas provenientes de Kigali y de Nueva York».
Grito de alarma de ONG internacionales
Rápidamente, las ONG internacionales atrajeron la atención sobre el tiempo necesario para juzgar a todos los detenidos, al ritmo de la época. Entre 1996 y 2000 sólo habían sido juzgadas entre 7.500 y 8.000 personas por crímenes de genocidio y contra la humanidad. Las estadísticas de Abogados sin fronteras mostraban entre 1997 y 2000 una tasa de absoluciones del 20 al 25%, lo que sirvió de base a los observadores para estimar la parte de inocentes que seguían en la cárcel. Sería interesante hacer una evaluación de la manera con que evolución la justicia clásica tras este grito de alarma de las ONG y de mostrar su papel en la resolución de la cuestión del genocidio. A falta de poder hacer este estudio en el marco de este artículo, enviamos al lector al último informe de Human Rights Watch (HRW) del 25 de julio de 2009, titulado «La ley y la realidad: los progresos de la reforma judicial en Ruanda». En este informe de 122 páginas, HRW reconoce que el gobierno ha emprendido una reforma profunda de la justicia convencional, buscando crear un poder judicial profesional «moderno» que podría apoyar el desarrollo comercial y financiero planteado por Ruanda. Con una serie de nuevas leyes, se han incorporado aspectos de la jurisprudencia anglosajona en un sistema que antes estaba concebido en un modelo de derecho europeo. El sistema judicial ha gozado de una mayor autonomía, el número de jueces y de tribunales ha sido reducido y se han establecido criterios de formación para el personal judicial. Algunos derechos de los acusados han sido reforzados y en 2007 la pena de muerte ha sido abolida; se trata de un paso adelante notable. Desgraciadamente, al mismo tiempo, la pena máxima por crímenes graves ha quedado fijada en la reclusión perpetua en aislamiento. Pero, puede decirse, «Las autoridades judiciales funcionan en un contexto político en el que el ejecutivo sigue dominando al poder judicial y en el que existe una antipatía oficial hacia las opiniones divergentes con las del gobierno y del partido dominante, el FPR. Una campaña contra el «divisionismo» y «la ideología genocida» hace pesar el riesgo de graves consecuencias sobre las personas que cuestionan las interpretaciones oficiales del pasado y preferirían para el futuro otra visión distinta de la oficial. Un número importante de diligencias judiciales emprendidas por actos de genocidio ha quedado manchada por la injerencia en los procedimientos judiciales de personas influyentes, algunas de ellas cercanas al gobierno, y por otras violaciones de los derechos a un proceso equitativo»2. Desde el inicio, las autoridades ruandesas optaron por la vía judicial, rompiendo con ello el principio de conciliación que prevalecía en la tradición. Ya que, llevar a su vecino ante la justicia constituye una injuria grave contra él y es interpretado como rechazo del principio de conciliación. Esta acción cristaliza las posiciones y perenniza los rencores de las partes en conflicto, porque designa un ganador y un perdedor e impone el montante de la reparación reclamada. La conciliación no conoce ni ganadores ni perdedores. De ahí que una vez hecha esta opción política de la judicialización, por debilidad frente a la comunidad internacional o por miedo a la reconstitución del tejido social, era necesario poner en pie las instancias judiciales indispensables a estos juicios.
La respuesta GACACA
Ya el 20 de agosto de 1994, el plan de acción del Ministerio de justicia pedía que fuera revalorizada la institución de los gacaca para el arreglo pacífico de las diferencias. Se trataba ante todo de reducir el número de acciones sometidas a los tribunales y de restablecer un clima de confianza en el seno de las poblaciones. Digamos de entrada que esta misión era casi imposible. Como se dice en el Informe de HRW citado, «En Ruanda, consideraciones políticas han hecho virtualmente imposible para las víctimas de los crímenes cometidos por soldados del FPR obtener justicia (…) Incluso antes de que las jurisdicciones gacaca hubieran juzgado efectivamente las personas acusadas, altos funcionarios del Ministerio de Justicia habían previsto que el proceso sería necesariamente político. En una conversación, en noviembre de 2003, uno de estos funcionarios dijo en varias ocasiones a los investigadores de HRW que ‘la justicia es un problema político que debe ser resuelto políticamente’. El ministro de Justicia, presente en la conversación, no contradijo esta afirmación»3. El gacaca actual nada tiene que por consiguiente ver con el gacaca tradicional, como lo han recordado ciertos autores. En un artículo en kinyarwanda, el actual obispo de Kabagyi, Smarade Mbonyintege, recordaba ya a mediados de 1995 que el gacaca tenía como misión sancionar la violación de las reglas comunes con el único fin de la reconciliación; que se basaba en la costumbre sobre valores fundamentales que ya no estaban en curso. El mismo autor subrayaba la existencia de una voluntad en el seno de la población de rehacer las relaciones sociales armoniosas y la existencia en el seno de ella de personas íntegras, sin tendencias políticas y por encima de los problemas étnicos, que podrían servir de árbitros. Advertía claramente que no se trataría de poner en pie el gacaca tradicional, sino de constituir consejos de árbitros locales que aconsejarían a los jueces del cantón en asuntos menores. En octubre de 1995, Ch. Ntampaka había puesto de manifiesto la dificultad de encontrar en el Ruanda del posgenocidio esas personas que reunieran un consenso por su integridad. Planteaba en consecuencia limitar a la introducción de la conciliación como etapa obligatoria en todas las materias civiles. Otra propuesta fue la de hacer un gacaca en un marco honesto e independiente de recogida de informaciones y de dejar al juez la tarea de hacer justicia. De manera formal, la creación de los gacaca modernizados, tal y como funcionan hoy, es el resultado de un proceso que reclama participación de numerosos intervinientes nacionales e internacionales. El gacaca tradicional era una reunión puntual convocada según el caso y compuesta por miembros masculinos de una o varias familias. Esta forma de conciliación era obligatoria antes de cualquier recurso a la justicia del rey y extraía su fuerza del hecho de que la decisión era tomada por vecinos. En efecto «la decisión no es respetada porque es la aplicación efectiva del derecho, sino porque pone fin a un desorden momentáneo; permite corregir las desviaciones y restablecer el equilibrio social»4 Este restablecimiento pasaba concretamente por toda suerte de presiones ejercidas sobre las personas en conflicto para llevarlas a ejecutar las decisiones tomadas. El gacaca no es una jurisdicción, contrariamente a lo que muchos autores pretenden, en el sentido en que no tiene ninguna regla de funcionamiento establecida, ningún lugar de reunión fijo, ninguna regla de funcionamiento, la regla no es ni fija ni inamovible y se adapta a los imperativos de la seguridad colectiva y de retorno a la armonía social. El gacaca no ponía en cuestión al individuo solo, concernía a toda su familia que debía reconocer la sentencia arbitral y asumir su ejecución. Por su naturaleza misma, el gacaca oscilaba entre el derecho y las prácticas religiosas.
Las consecuencias de los gacaca en la sociedad ruandesa
Los gacaca que hoy se desarrollan en todas las colinas de Ruanda sólo han heredado de sus predecesores el nombre, pero ciertamente no su espíritu. Estamos muy lejos de la búsqueda de la conciliación que debía reforzar la cohesión social y la comunidad por medio del restablecimiento de la armonía social. Ante todo, los gacaca actuales aplican un código, pero sin que los jueces los conozcan realmente, y menos todavía lo respeten. Este código ha sido instaurado con vista a responder, aunque sea un poquito, a las exigencias mínimas de la justicia tal y como es conocida en el ámbito internacional. Luego, los tribunales gacaca no juzgan más que crímenes cometidos por hutu contra los tutsi durante el genocidio. Esto excluye cualquier esperanza de justicia, por una parte para los hutu víctimas de masacres cometidas por los interahmwe, y por otra parte para todas las víctimas de los crímenes y exacciones perpetrados por los soldados del FPR. Sin eternizarnos sobre el procedimiento de los gacaca, vamos a analizar aquí algunos de los principales reproches hechos por diferentes observadores y organizaciones internacionales que realizan un seguimiento de estos tribunales populares. Los diferentes reproches hechos a los gacaca no apuntan tanto a las libertades que toman con relación a las normas en vigor en el aparato judicial clásico como a las manipulaciones y maniobras de corrupción que hacen estragos y dificultan los procesos de justicia y de reconciliación. Ya ni se cuentan los casos de falsos testimonios, falsas confesiones, condenas de inocentes y absoluciones de culpables previo pago.
Gacaca instrumentalizados y manipulados
Estas manipulaciones son el resultado de la instrumentalización del proceso por el régimen que utiliza los gacaca para asegurar un control social estricto de las poblaciones, especialmente en el medio rural. En efecto, si se siguen las declaraciones de las autoridades, de 800.000 a 1 millón de ruandeses son sujetos merecedores de enfrentarse a los gacaca. Si relacionamos esta cifra con la de la población ruandesa, se puede estimar que casi la mitad de los hombres hutu está amenazad de enfrentarse a la justicia. Esto basta ampliamente para tetanizar la población, impidiendo cualquier reconstrucción del tejido económico, social y asociativo. Este control social es tanto más poderoso que los gacaca no respetan el principio de «non bis in idem», que impide que uno pueda ser juzgado dos veces por los mismos hechos. Lo cual implica que los ruandeses permanecen indefinidamente bajo la amenaza de una sentencia condenatoria por hechos sin embargo ya juzgados. Otra manipulación concierne la designación de los jueces gacaca, los Inyangamugayo o «jueces íntegros». El proceso de su elección ya había suscitado muchos comentarios, concretamente apropósito de los candidatos, pero sobre todo porque no existía ningún secreto de voto, ya que los electores debían colocarse en fila detrás del candidato a juez de su elección. Pero, pronto después de su elección, un buen número de estos jueces, elegidos sin embargo por su integridad, fueron ellos también inculpados y juzgados por genocidio (48.000 de los 260.000 elegidos). Esto permitió eliminar del proceso a los jueces, en su mayoría hutu, considerados poco dóciles o fiables a ojos de las autoridades; éstas los remplazaron por medio de nombramiento (no elección) de nuevos jueces. El procedimiento de la confesión y de la denuncia con vistas a aligerar las penas agravó los fenómenos de delación y de falso testimonio. Por otra parte, el control social, asociado a la ausencia de cultura de la libertad de expresión, y las presiones ejercidas sobre potenciales testigos de descargo impiden literalmente que la libertad emerja. Esto significa que en un contexto de opresión, cuando una persona se atreve a desafiar el discurso propugnado por las autoridades, sería necesario acordarle la máxima atención y crédito. Un gesto de este tipo fue protagonizado por una campesina filmada en el marco de un reportaje de la RTBF, a propósito de de la participación ene. Genocidio del Pastor Nsanzurwimo. Pero la periodista, poco al tanto de la cultura ruandesa y sin duda bien «encuadrada», no puso de relieve esta intervención. Porque, por otro lado, los discursos de las autoridades son especialmente estigmatizadores y culpabilizadores para con los hutu en su conjunto. Hasta tal punto que incluso hutu víctimas del genocidio termina por sentir frustraciones en cuanto otro hutu es inculpado. Esta frustración colectiva es hoy un terreno abonado a rencores y odios entre familias y entre los grupos étnicos.
Los gacaca exacerban los rencores y, más que reconciliar, dividen
Este fenómeno es tal que Kenneth Ross, Secretario ejecutivo de HRW ha dicho claramente que si se quiere evitar un nuevo genocidio, hay que ejercer presiones sobre Paul Kagame para que detenga la instrumentalización del genocidio. Una tesina defendida recientemente en la Universidad Católica de Lovaina (UCL-FOPES), que analizaba las consecuencias de los gacaca en las relaciones sociales en las colinas ruandesas concluía en el mismo sentido, indicando que los gacaca bajo su forma actual albergaban en ellos los gérmenes de un nuevo genocidio, y que éste sería sin duda alguna más generalizado que en 1994, hasta tal punto exacerbaban los rencores de víctimas y acusados y enceraban a cada grupo en la trampa del repliegue étnico. Otra fuente de rencor reside en el carácter excesivo de las penas pronunciadas por los gacaca. No es nada raro ver que se condena a 20 y hasta 30 años de cárcel por pillajes o por no asistencia a personas, cuando el acusado estaba él mismo en situación precaria. Otras penas tienen un impacto económico dramático para la supervivencia de las familias, a las que se priva de sus tierras a título de reparación respecto de las víctimas. Algunas penas como los Trabajos de Interés General (TIG) son asimiladas por la población como las antiguas servidumbres y trabajos obligatorios que existían bajo la monarquía antes de 1959. Por otra parte, hay que constatar que estas incriminaciones masivas tienen un impacto económico, además de las consecuencias sociales. La condena de pago por daños e intereses, a menudo astronómica, lleva consigo la puesta en venta de tierras y bienes de las familias de los condenados, privándolos de medios de subsistencia y aumentando grandemente las capas de la población de los más pobres. Como la venta forzosa no basta con frecuencia para saldar la deuda, la carga de ésta recae sobre los hijos de los condenados. Éstos últimos son además privados de cualquier derecho a becas de estudio, lo que les fuerza a abandonar la enseñanza, cuyos costes directos e indirectos son exorbitantes. La amenaza de los gacaca que planea sobre las familias las priva también de cualquier dinamismo que podría ayudarlas a emprender una actividad económica rentable. Hay que contar también el tiempo que las familias deben consagrar a ir a alimentar a sus miembros encarcelados, tiempo que no puede dedicar a los cultivos. Actualmente, la existencia de los gacaca itinerantes aumenta todavía más las tensiones y sobre todo va contra la idea misma de la justicia de proximidad.
Otros procedimientos judiciales
Los gacaca no son la única particularidad del mundo judicial ruandés. El derecho ruandés a instaurados la persecución judicial «por ideología genocida». Esta acusación no necesita de hechos precisos para hacerla válida. Permite al régimen amordazar y condenar a todos los que eran demasiado jóvenes en 1994 para haber participado en el genocidio. Los condenados son privados, por añadidura, de derechos cívicos, privados del derecho a tener visitas y colocados en celdas de aislamiento. Otro medio de persecución judicial es la acusación de «negacionismo», que tampoco necesita hechos probados. Esta acusación afecta no solamente a los hutu y a todos los que se atreven a criticar el régimen, sino también a los tutsi que buscan la reconciliación y entre ellos a los que desean actuar como testigos de descargo de hutu injustamente acusados. Numerosos refugiados que actualmente llegan a Bélgica son tutsi que declaran haber huido de las persecuciones porque habían rehusado ser tetigos de cargo en los gacaca. Finalmente, se puede evocar los campos de reeducación por los que deben pasar todos los detenidos antes de su liberación, así como otras categorías de la población como los universitarios. Estos campos están en principio pensados para extirpar la ideología genocida de la cabeza de los internos. Según quienes han pasado por ellos, los discursos que en ellos se destilan son extremadamente culpabilizadores de la etnia hutu y glorificadores de la etnia tutsi. Frente a estas constataciones puestas de relieve por los observadores del sistema judicial de Ruanda, y frente al hecho de que el régimen ejerce un control sobre la sociedad civil a la que amordaza, impidiendo cualquier reconstrucción del tejido social, el régimen de Kagame se dice presto a abrir las cárceles. Esto no dejaría de atraerle el beneplácito de la comunidad internacional, que corre el peligro de de olvidar que Ruanda hoy, desde muchos puntos de vista, merece la calificación de cárcel a cielo abierto. El poder ruandés tiene dos caras, la destinada a los ruandeses para los cuales los gacaca aseguran el control e incluso el corsé social y la fachada con destino al extranjero, donde el poder logra vender sus políticas, incluso la de los gacaca, por las que recibe una ayuda financiera internacional considerable.
¿Quid de la justicia internacional?
El TPIR instituido muy rápidamente después del genocidio, con sede en Arusha, Tanzania, debería terminar su misión a finales de 2009, aunque está muy lejos de cumplirla. A pesar de las condenaciones por planificación del genocidio, el TPIR mismo ha reconocido que era incapaz de probar dicha planificación. Sin embargo, es indudable que ha existido genocidio, ya que han sido asesinadas personas por lo que eran y no por lo que habían hecho. El TPIR que ha inculpado y condenado a un cierto número de responsables hutu, sin embargo no ha emprendido persecución alguna de otros dos aspectos que entran claramente en el marco de su mandato: 1)el atentado del 6 de abril de 1994 contra el avión presidencial, que costó la vida al presidente ruandés Juvénal Habyarimana y al presidente burundés Cyprien Ntaryamira; atentado que todo el mundo está de acuerdo en considerar como detonante del genocidio y de las masacres. 2)Los crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos por el ejército del FOPR contra poblaciones civiles durante los meses del genocidio y más ampliamente durante todo el año 1994.
Una justicia parcial
Ya antes de 1999, la oficina del fiscal del TPIR había investigado e identificado a personas del FPR que habrían debido responder de estos crímenes. Pero el dossier fue congelado e incluso habría costado a la fiscal Sra. Carla Del Ponte su puesto, en el momento en que ella trataba de avanzar en ese sentido. Se han presentado querellas en Bélgica. Han dado lugar, en el marco de la aplicación de la ley de competencia universal, a varios procesos y condenas de hutu. Todavía no se ha dado vía libre o aceptado ninguna querella planteada contra miembros del FPR, cuando en manos de la justicia belga existen listas de más de 11.000 nombres de personas muertas. La ley de competencia universal ha sufrido un tijeretazo en toda regla tras la querellas contra Georges W. Bush y Ariel Sharon, limitando las posibilidades de acción de la justicia únicamente a los casos de actores presentes en suelo belga. Otros países además del nuestro han visto su justicia interpelada en lo referente al genocidio y a los crímenes cometidos en Ruanda, como Francia, Suiza, España y Canadá. En cada ocasión se ha podido constatar el peso de los lobby del FPR, de las asociaciones enfeudadas al FPR y de sus relevos nacionales en diferentes países. Las presiones más fuertes son las ejercidas sobre Francia y España, cuyos aparatos judiciales se han hecho cargo de los dossier contra miembros del FPR y han lanzado mandatos de arresto internacional contra 9 personas por parte de Francia y contra 40 personas por parte de España; todos ellos responsables políticos y militares ruandeses miembros del FPR.
El rol de los actores del Norte en la justicia en Ruanda
Las presiones existen tanto sobre los actores de la comunidad internacional como sobre los testigos en Ruanda, y puede hablarse de una justicia politizada, instrumentalizada y etnizada. En sus relaciones con los países del norte, el poder actual juega verdaderamente con su historia colonial y política, con relación a Ruanda. Lo mismo sucede con los partidos políticos y movimientos sociales y asociativos de los países del norte. Es preciso ser consciente de que existen en Ruanda y en la diáspora opiniones negativas sobre las ONG que han intervenido antes o actualmente en todos los terrenos, incluyendo en el de la justicia. Se sospecha que estas ONG han sufrido de manera consciente o complaciente o no una intrumentalización por parte del poder establecido. El descrédito que conocen las ONG que trabajan actualmente en Ruanda proviene, entre otras causas, del hecho de que su acción está sometida a su acreditación por las autoridades del FPR. Sea o no justificada, esta opinión existe y hay que tener cuenta de ello cuando se quiere intervenir en Ruanda. Pero, ¿quiere ello decir que sea necesario sucumbir a este chantaje y modular, o incluso modificar, nuestro discurso en función de los dictados del poder establecido y de «lo políticamente correcto»? Hay que ser consciente igualmente de que el discurso del régimen de Paul Kagame encuentra un sentimiento de adhesión en cierta capa intelectual, especialmente en Europa occidental. Esta franja propugna un apoyo al régimen del FPR y esta adhesión es apoyada por la mayoría de los medios de comunicación, más o menos voluntariamente instrumentalizados. Hoy, es el discurso «Kagame», el que es considerado como políticamente correcto. Claudine Vidal, socióloga francesa, compara esta adhesión de algunos grupos intelectuales con la posición que mantenían los intelectuales de izquierda respecto de las dictaduras comunistas y con la Unión Soviética. Habla ella de «una ideología de la fuerza» que autoriza la manipulación de la verdad y el silencio sobre las fechorías de un régimen establecido.
Romper el silencio y luchar contra la desinformación
Sin embargo, son cada vez más numerosos los intelectuales que reconocen que la percepción del régimen del FPR está sin duda basada en una amplia desinformación y en la manipulación de la verdad de la historia reciente de Ruanda y del genocidio. Reconocen igualmente que este régimen no promete un futuro pacífico para Ruanda y para la región de los Grandes Lagos. El profesor Reyntjens, de la Universidad de Amberes, sostiene que es necesario reconocer la existencia de un genocidio en la República Democrática del Congo y que este genocidio es obra de las tropas de Paul Kagame. Algunos no dudan en hablar de la justicia en el contexto ruandés, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, como de una justicia del vencedor contra el vencido. Sobre todo hay que guardarse mucho de caer en la trampa de un discurso unilateral y maquiavélico. Hay que insistir también en el hecho de que los puntos de vista de cada uno no están dictados verdaderamente por el origen étnico, sino más bien por la pertenencia o no a los círculos próximos del poder. Así, el punto de vista de los tutsi del interior de Ruanda puede diferir sensiblemente del de los antiguos refugiados que regresaron después de 1994. Incluso entre éstos, existen divergencias claras, concretamente según su origen. Frente a lo que sucede en Ruanda, las ONG y los actores del Norte tiene una función que desarrollar ante las ONG que trabajan sobre el terreno y frente a los movimientos que se interesan sobre la cuestión. Esta función puede ser concretamente la de intervenir en la concepción que prevalece sobre las garantías de universalidad del derecho que intervienen en los conflictos que pueden surgir de su aplicación sin matices en el contexto de la cultura ruandesa. Intervenir, por fin, para que esta concepción no sirva de pretexto o instrumento de control social y no sea terreno abonado de conflictos futuros.