Desde la llegada de Gadafi al poder en Libia hasta la situación actual de revueltas, que han hecho temblar al régimen, y la intervención militar de una coalición formada por varios países, el país ha vivido un proceso plagado de contradicciones y despotismo. Este artículo analiza los años de Gobierno de Gadafi, desde 1969 hasta […]
Desde la llegada de Gadafi al poder en Libia hasta la situación actual de revueltas, que han hecho temblar al régimen, y la intervención militar de una coalición formada por varios países, el país ha vivido un proceso plagado de contradicciones y despotismo. Este artículo analiza los años de Gobierno de Gadafi, desde 1969 hasta la intervención extranjera.
No se puede pensar en la figura de Muammar Gadafi sin traer a colación su Libro Verde. Publicado en forma de entregas a partir de 1975, terminó de compendiarse, con sus tres partes, en 1979. Inmediatamente, el coronel puso en práctica los primeros congresos populares de base, piedra angular del sistema, junto con los comités revolucionarios y las comisiones populares, para desembocar en la proclamación de la Yamahiriyya, una palabra forjada por él o sus colaboradores (a partir de yamahir) para designar el «poder directo de las masas», sin aparatos ni estructuras de Estado.
Desde el inicio del régimen, el Libro Verde y su tercera teoría universal se han convertido en la seña de identidad de la política cultural del «no sistema» libio. Cuántos cientos de miles de dólares no habrá gastado la maquinaria de propaganda de Gadafi en imprimir el texto, de apenas cien páginas, en todos los idiomas posibles, incluido el portugués que inicia este artículo (era la copia que teníamos más a mano y una manera más de resaltar la rocambolesca crónica reciente de Libia). El libro se ha distribuido de forma gratuita por medio mundo, siempre con un impresionante despliegue publicitario y una provisión de jugosas retribuciones para los comentaristas y apologistas internacionales.
Valga lo anterior para ilustrar no sólo el ascendente (más retórico que otra cosa, como veremos después) de la «filosofía» de Muammar Gadafi sino una de las prácticas viciadas más representativas del régimen desde su golpe de Estado en 1969: el despilfarro. Las cantidades destinadas a esparcir las supuestas bondades del programa gadafiano resultan irrisorias si se comparan con las millonadas destinadas a financiar movimientos y tendencias políticas de todo signo en medio mundo, así como proyectos mastodónticos de dudosa solvencia en los sectores petrolífero y agrícola.
Con todo, la partida mayor, como era de prever, quedó reservada para los servicios de seguridad y las fuerzas especiales leales al máximo líder. Una guardia pretoriana formada por decenas de miles de efectivos y reforzada, además, por las cuadrillas de mercenarios, de clase A (europeos orientales, dedicados al pilotaje y los asuntos «técnicos») y de clase B (africanos en su mayoría, peones encargados del trabajo de a pie).
Esta política del dispendio desorbitado llegó a extremos insostenibles cuando el régimen se embarcó, en los ochenta, en guerras regionales desastrosas como las de Chad, con el recurso en 1989 al arbitrio internacional sobre la franja de Aozou (adjudicada a Chad en 1994). La gota que colmó el vaso se vertió, a partir de 2000, con la irrupción en escena de su cohorte de hijos, primos y sobrinos como máximos estandartes del «modo de vida» de la oligarquía libia, tan corrupta como insensible a la dejación que sufrían sus conciudadanos.
La broma pesada del «poder del pueblo»
Durante décadas, el régimen libio ha repetido con insistencia que quien gobierna la Yamahiriyya «es el pueblo»; que todo el poder reside en él y que, por lo tanto, la revuelta iniciada este 17 de febrero era un sinsentido. Desde esa fecha, el propio Gadafi repitió en varias ocasiones que él no es más que una especie de administrador de esta soberanía popular y que el exterior, en especial Occidente, no ha asimilado nunca esta peculiaridad nacional que hace de Libia un ejemplo excepcional en el ámbito político internacional. Una vez más, se trataba de una mentira retórica que, a fuerza de ser expresada con reiterada contumacia, se ha terminado convirtiendo en una verdad incuestionable para el régimen… pero no para la población.
En verdad, el ejercicio de deliberación y de toma de decisiones dentro de la estructura piramidal de las comisiones y congresos populares quedó coartado desde un inicio por las trabas administrativas, el control directo ejercido por los representantes del régimen que descartaban con eficiencia las propuestas consideradas «inconvenientes» y, en las instancias superiores, por las injerencias del líder. Este, a pesar de proclamar que el poder residía en las comisiones y congresos, decidía siempre qué se debía hacer; y, de forma explícita, en las cuestiones vinculadas con el petróleo y la política exterior, los dos pilares de su acción de gobierno, se reservaba en exclusiva la última palabra.
Botón de muestra de la inconsistencia del sistema es la figura de su hijo, Sayf al-Islam, convertido en paladín de unas reformas políticas que nunca llegaron a cristalizar. Más aún, pocos días después de generalizarse la revuelta en la Cirenaica (región oriental), Sayf al-Islam se encargó de emitir el primer comunicado oficial, el cual marcó, por otro lado, las líneas maestras de la reacción oficial a los «sucesos». Lo más curioso del asunto, y la prueba de la naturaleza artificiosa del entramado institucional libio, es que Sayf al-Islam no desempeña ningún cargo oficial ni tiene asignadas mayores atribuciones que la de ser hijo del coronel.
Ocurrencias de líder
Así las cosas, la referencia a la soberanía popular terminó convirtiéndose, en opinión de la población libia, en otra de las ocurrencias programáticas del régimen. La paradoja es que el levantamiento popular, por mucho que el padre y el hijo la hayan motejado de «islamista radical» y liderada por «saboteadores y drogadictos», ha deparado la constitución en numerosas ciudades y pueblos de comisiones revolucionarias dedicadas a administrar de manera directa y sin intermediarios sus asuntos internos: es decir, el cometido en teoría asignado a aquellas comisiones populares tantas veces elevadas a ejemplo de democracia de las masas por la propaganda oficial. Esta, por otra parte, ha tendido a alabar las grandes conquistas sociales y de progreso material.
Sin embargo, de nuevo, basta reparar en la realidad de subdesarrollo existente en numerosas zonas del país para calibrar la falacia. La educación y la sanidad pública se han utilizado como medida de castigo sobre parte de la población, lo mismo que la falta de promoción de los servicios básicos en numerosos centros urbanos, en contraste con el lujo desmedido de los círculos allegados al poder y sus correrías en Europa.
Asimismo, las ocurrencias de líder, que tan pronto declaraba la ilicitud de instrumentos musicales como la inconveniencia de cines y teatros, con la ayuda inestimable de una censura inclemente, han cercenado cualquier posibilidad de un entramado cultural nacional digno de tal nombre. Hasta el estatus de la mujer, que algunos por aquí y por allá tenían por «excepcional» en el mundo árabe, no dejaba de ser una ficción. Dejando a un lado a las guardianas y enfermeras del líder, la mujer ha ocupado un segundo plano en todo momento.
En lo referente a la marginación de la mujer, como en otras muchas facetas negativas de la realidad libia, el régimen ha tendido a culpar a la mentalidad atrasada y tribal de sus súbditos. Sin embargo, el papel secundario de aquella ha sido reforzado, de forma arbitraria, por una política concienzuda de desplazamiento social. Basta reparar en cuántas mujeres ocupan puestos de relevancia en la cúpula dirigente de Trípoli y su protagonismo real en las instituciones y aparato administrativo para hacerse una idea al respecto.
Por si fuera poco, la manipulación del factor tribal y la exacerbación de las diferencias territoriales entre las tres grandes regiones del país (Tripolitania, Cirenaica y Fezzán) han agravado la imagen, persistente en buena parte del mundo árabe, de que las y los libios componen un grupo humano atrasado e inculto.
El día 17 de febrero, cuando rompió la revuelta popular y en cuestión de días la región oriental, Cirenaica, se independizó de facto de Trípoli, salieron a la luz todas las reclamaciones populares reprimidas durante décadas. Al igual que Ben Ali en Túnez o Mubarak en Egipto, Gadafi debió de sentirse sorprendido y ofendido a la vez por los insultos y mofas que le espetaban en las calles y plazas del país, suponiendo que su grupo cercano de colaboradores le haya permitido reparar en todas las muestras de repulsa (pintadas, monigotes, carteles arrancados, etc.) que se fueron sucediendo a partir de entonces, incluidas las declaraciones virulentas de personalidades que él consideraba de lealtad probada.
Había, sin embargo, una diferencia fundamental con los antecedentes tunecino y egipcio: en los países vecinos, los manifestantes «vejaban» a sus presidentes y a los representantes máximos del poder, pero respetaban los símbolos del Estado.
En las ciudades tunecinas y egipcias, armados de las banderas del país, la gente coreaba el himno nacional y daba vivas a estamentos que, en su opinión, no formaban parte de la imagen más represiva del sistema. El ejército, en Túnez y Egipto, se convirtió en objeto de alabanza por parte de la población, que veía en los militares un cuerpo no contaminado por los gérmenes del régimen (está por ver, por cierto, que esta predisposición positiva hacia los militares haya de mantenerse en el contexto de procesos transitorios que no acaban de cuajar). En cualquier caso, la no alineación de aquellos en la política de acoso y derribo orquestada por el poder fue determinante a la hora de neutralizar la estrategia oficial.
Pero en Libia la reacción primera de los manifestantes fue ondear la bandera de la etapa anterior al golpe de Estado de 1969, la de la monarquía, y el retorno a los símbolos anteriores al ascenso de Gadafi. Con una rapidez asombrosa se procedió, primero en Bengazi y después en otras ciudades, a demoler las estatuas y monumentos erigidos al «hermano» Gadafi, su Libro Verde y las instalaciones de sus comisiones populares.
42 años no son nada
Una acción colectiva de tabla rasa que ilustra con toda fidelidad la repulsa de la ciudadanía libia hacia todo lo hecho durante 42 años de «gobierno del pueblo». Y razón no le faltaba, porque los tumbos, bandadas y cambios de rumbo del régimen han sido tantos a lo largo de este periodo que muy pocos, exceptuando quizás al propio Gadafi y su corte, tenían una idea definida de qué era o debía ser Libia.
En primer lugar, las oscilaciones en política económica y social han sido numerosas y las más de las veces incomprensibles: del socialismo y la colectivización, con la prohibición de la propiedad privada en 1978 incluida, se pasó a finales de los noventa a una decidida estrategia liberalizadora, que se consagró con el anuncio de Sayf al-Islam, en la conferencia de Davos de 2005, de «más medidas» para insertar al país en el orden capitalista internacional.
Las directrices socializantes y «revolucionarias» de las dos primeras décadas de la Yamahiriyya no estuvieron exentas con todo de múltiples contradicciones y ensayos frustrados. De la colectivización de la tierra y los centros comerciales comunales se pasó, ya en 1987, a la reintroducción del sector privado y los primeros conatos de «apertura» económica. Todo ello ante el desconcierto de los libios, que no terminaban de entender la razón de tanto discurso contradictorio. Además, se veían completamente desplazados de un proceso de toma de decisiones drásticas cuyos principales afectados eran ellos.
En política exterior la cosa resultaba más ininteligible aún: del primer entusiasmo panarabista se pasó al panafricanismo y a la política de brazos abiertos a la emigración procedente de más allá las fronteras meridionales, lo que provocó una situación de tensión permanente entre los nativos y los recién llegados, enrolados en parte en los servicios mercenarios «paralelos» de control y represión. Esto último podía haber estado justificado por la «traición» de los países árabes una vez impuesto el embargo internacional, únicamente roto por los estados del África subsahariana; pero, siguiendo la tónica habitual, el cambio de rumbo se llevó a cabo sin que nadie se tomara la molestia de argumentar nada sólido.
A partir del 11 de septiembre de 2001, la retórica antiestadounidense, acentuada tras los bárbaros bombardeos de Ronald Reagan en 1986, se trocó en comprensión hacia la llamada campaña de lucha contra el terrorismo internacional y la negociación de un nuevo desembarco de las multinacionales occidentales en el país.
La propaganda que denunciaba las maniobras imperialistas para imputar a Libia en acciones terroristas en el exterior, materializadas en unas sanciones y embargo brutales entre 1992 y 1999 (cuyo único pagano, como suele ser habitual en estos casos, fue la gente de a pie), se transformó en el siglo XXI en un reconocimiento explícito, mediante el pago de indemnizaciones millonarias por los atentados de la discoteca LaBelle en Berlín (1986), Lockerbie (1988) y del avión de la UTA francesa en Níger (1989). Lo mismo cabe decir del costoso plan de armas de destrucción masiva, desmantelado desde 2004. Todo ello sólo podía impulsar a la población libia a formularse una pregunta retórica: ¿de qué han servido todos estos años de penuria y sufrimiento si ni siquiera se han respetado nuestros presupuestos de identidad nacional?
Mentiras, desmentidos e intimidación
Las mentiras y desmentidos del régimen se han reproducido a lo largo de todo este periodo. Uno de los sucesos que mayor indignación ha causado entre la población libia ha sido el de la matanza de la cárcel de Bu Selim, en Trípoli, donde murieron, según algunas fuentes, más de 1100 presos en 1996 a manos de las fuerzas especiales de Gadafi. Durante años, este y los suyos negaron los hechos, que imputaron a las difamaciones aventadas por los grupos opositores en el exilio. Sin embargo, el propio Gadafi terminó reconociendo con el tiempo que sus tropas «se vieron obligadas» a irrumpir en la cárcel y poner fin a un motín de reclusos. Nada se sabe, sin embargo, de aquellos cadáveres ni de su paradero.
Otro expediente que está a la espera de resolverse es la desaparición del imán chií Musa al-Sadr, fundador del movimiento Amal libanés, en 1978. Invitado por Gadafi, recaló en Libia para abordar el conflicto libanés en curso en aquellos momentos (conflicto en el que, también, el régimen libio invirtió cantidades ingentes para apoyar a diversas facciones implicadas en la contienda) y, se supone, abroncar a al-Sadr por sus posturas sospechosas sobre el panarabismo y sus tensas relaciones con los grupos armados palestinos. El régimen alegó que al-Sadr y sus dos acompañantes salieron del país rumbo a Italia, extremo negado con rotundidad por Roma. Para Líbano, y en especial la comunidad chií, al-Sadr fue asesinado con premeditación y alevosía; de hecho, en 2008, se dictó una orden de captura contra Gadafi.
Los ingredientes son más que suficientes para armar esta revuelta nacional, no exenta de antecedentes. Desde el intento de golpe de Estado de 1975 de dos miembros del Comando del Consejo Revolucionario, hasta el atentado fallido contra Gadafi en 1998, pasando por el alzamiento islamista en el Gebel Ajdar (Cirenaica, 1995-1998) y las campañas de intimidación contra los miles de opositores en el exilio, la maquinaria del terror de Trípoli ha demostrado siempre una eficacia notable. Esta, no obstante, se quebró a partir del 17 de febrero de 2011, a pesar de la cobertura estadounidense y europea que había logrado granjearse agasajando a sus diplomacias y a sus empresas.
Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita es profesor de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM).
Este artículo ha sido publicado en el nº 46 de la Revista Pueblos, segundo trimestre de 2011.