Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Está naciendo una leyenda que va a perseguir a las gentes que han sido propulsadas hacia el poder en Trípoli. En Sirte, un puñado de hombres ha dado un ejemplo de valentía contra viento y marea que encontrará finalmente su lugar en la historia árabe. Semanas de misiles y bombardeos han reducido a escombros el centro de la ciudad y asesinado a un número aún no conocido de civiles. Las fotos que provienen de la ciudad muestran una devastación tipo Beirut. Los combatientes que defienden la ciudad parecen estar sentenciados. Tienen el mar a sus espaldas y están rodeados por tres lados. No sabemos quiénes son o cuántos son. Algunos deben ser los restos del ejército libio y un grupo de civiles que han tomado las armas para defender su ciudad. No sabemos por qué están luchando. Se nos dice que están luchando tan solo por sus vidas. Se nos dice que son mercenarios, pero los mercenarios deponen sus armas cuando el dinero se agota. Se nos dice que son «leales a Gadafi». Eso parece desacreditarles de inmediato. Nadie sabe realmente por lo que están luchando, pero que sea por su país tiene que ser una posibilidad al menos para algunos de ellos.
¿Por qué se lanzó esta guerra? El Gadafi al que se ha derrocado es el mismo viejo Gadafi que llegó a Roma hace un par de años con fotos de Omar al-Mujtar pendidas en su túnica mientras descendía del avión. Es el mismo Gadafi abrazado por Sarkozy en París y el que, según Saif al-Islam, subvencionó generosamente la campaña del francés en las elecciones. Es el mismo Gadafi al que el siempre sonriente Tony Blair abrazaba en Trípoli. Era el mismo Gadafi con quien Shell estaba muy contenta de hacer negocios. Hace años, era a los «perros callejeros» -los disidentes libios- a los que él quería perseguir. Este año, fue a las «ratas grasientas» a las que juró perseguir calle a calle –senga senga– y casa a casa. Eso fue lo que facilitó una justificación a EEUU, Reino Unido y Francia para emprender acciones militares. Se suponía que tales acciones no perseguían un cambio de régimen, pero en eso es en lo que han acabado y, si acaso era algo que no estaba planeado desde el principio, era algo inevitable una vez que esas tres potencias intervinieron.
Cualquiera que sea lo que los libios piensen de Muamar Gadafi, no hay indicios de que la mayoría apoyara el levantamiento contra él. Como el mismo Gadafi se preguntaba el 6 de octubre: «¿Quién le dio legitimidad al Consejo Nacional Transitorio? ¿Cómo la obtuvo? ¿Les eligió el pueblo libio? ¿Les nombró el pueblo libio? Y si es que solo el poder de las bombas y la flota de la OTAN les concedieron tal legitimidad, entonces ya pueden empezar a prepararse todos los dirigentes del Tercer Mundo, porque les espera el mismo destino. A aquellos que están reconociendo como legítimo a ese Consejo, que tengan cuidado. Habrá consejos transitorios que se crearán por todas partes y se os impondrán, y uno a uno caeréis».
Esta no fue una revolución popular o una guerra de liberación. Esto no era Egipto ni Túnez, donde fue el pueblo el que derrocó al gobierno. Esto fue una guerra de conquista de Gran Bretaña, Francia y EEUU, que coordinaron sus esfuerzos con grupos armados sobre el terreno. Esos tres poderes convirtieron un levantamiento en una guerra civil y después le aseguraron la victoria a una de las partes a través del uso masivo de armamento aéreo. Los soldados sobre el terreno -«los leales a Gadafi»- estaban indefensos ante los misiles que llovían tanto sobre ellos como sobre civiles vestidos de paisano. Si todo hubiera dependido de ellos, los «rebeldes» habrían sido velozmente dispersados.
Con el ataque avanzando y el resultado aún incierto, los antiguos ministros del gobierno libio empezaron a desertar. La metáfora habitual es la de ratas saltando de un barco que se hunde. Musa Qusa voló a Londres y le contó a la inteligencia británica todo lo que sabía, que debía ser bastante, porque cualesquiera que hayan sido los crímenes que Gadafi cometió en las últimas cuatro décadas, Musa Kusa estaba hasta el cuello en ellos. Mustafa Abd ul Jalil era el ministro de justicia en el antiguo régimen. También se fue justo a tiempo. Al desertar de Gadafi, llegó después a un acuerdo para encabezar un consejo de gobierno interino establecido en colaboración con las potencias extranjeras atacantes. Normalmente, a la gente que hace este tipo de cosas se les llama traidores. En la II Guerra Mundial, el Mariscal Petain colaboró con los nazis y le habrían ejecutado seguidamente si no hubieran tenido en cuenta su avanzada edad y su notable actuación en la guerra de 1914-18. William Joyce («Lord Altivez») fue ejecutado justo por difundir propaganda nazi contra su propio país, Gran Bretaña. Vidkun Quisling actuó como regente para los nazis en la ocupada Noruega y le ejecutaron por traición tras la guerra. Las potencias extranjeras con las que Mustafa Abdul Jalil ha colaborado han atacado a su país y asesinado a miles de sus compatriotas, hombres, mujeres y niños. A menos que el mundo se haya vuelto loco, eso le convierte también a él en un traidor.
Con los aviones de la OTAN despejando el camino hasta Trípoli y después hasta Sirte, el resultado final era inevitable. Sin cobertura aérea y sin defensas terrestres contra el ataque aéreo, el ejército libio -«los leales a Gadafi»- no tenía nada que hacer. Hay numerosos paralelismos en la larga historia de los ataques de Occidente contra los países musulmanes. En 1882, una flota británica bombardeó Alejandría y después culpó a bandidos incendiarios de la destrucción masiva que habían causado. Las tropas aterrizaron para restaurar un orden que acababan de destruir. Los egipcios intentaron defender su país, pero contra el potencial armamentístico, entrenamiento y organización de un ejército moderno europeo, no tuvieron posibilidad alguna. En 1898, alrededor de 60.000 seguidores del califa sudanés, el sucesor del mahdi, atacaron una llanura fuera de Ondurman hacia las líneas de batalla británicas. Era su país y combatieron por él con extraordinaria bravura, pero frente a los cañones Maxim, alineados en una fila sobre el campo de batalla no tuvieron oportunidad alguna. Hubo excepciones a la regla. En los primeros años de la década de 1880, los sudaneses destruyeron el ejército expedicionario de Hicks, pero eso fue antes de la invención del cañón Maxim. En 1896, un ejército etíope barrió a un ejército italiano en la batalla de Adowa. Casi cuatro décadas después, un ejército italiano invadió Etiopía de nuevo, sufriendo graves derrotas en batallas antes de que el uso de un armamento superior y del gas mostaza les diera la victoria. Obligado a exiliarse, el emperador Haile Selassie dijo en la Liga de Naciones «Hoy nos ha tocado a nosotros. Mañana les tocará a Vds.». En efecto, así fue.
En 1911, los italianos invadieron Libia pero fracasaron a la hora de penetrar en el interior debido a la resistencia de las tribus Sanusi y a la pequeña fuerza otomana enviada para que hicieran lo que pudieran, porque Libia formaba entonces parte del Imperio Otomano. En la década de 1920, Italia se embarcó en un programa a escala total para domar a los libios, trasladando a miles de ellos desde Yabal al Ajdar, en la Cirenaica, para encerrarlos en campos de concentración. Al frente de la resistencia se puso un profesor del Corán, Omar al-Mujtar, que fue capturado en 1931 y ahorcado en el campo de concentración de Suluq. Ahora, poniendo manos a la obra un siglo después, los mismos libios le han abierto la puerta a otro ataque exterior contra su país.
Sin la intervención «humanitaria» de EEUU, Gran Bretaña y Francia, Gadafi estaría aún en Trípoli pero miles de personas que están ahora muertas estarían vivas. Los edificios y la infraestructura destruida estarían en pie. Libia sería aún el país más avanzado de África, en vez de un país destrozado por la guerra que ahora necesitará reconstruirse siguiendo las recetas del «capitalismo del desastre».
La inversión en esta guerra no presentaba prácticamente riesgo alguno. Libia es un país grande con una población relativamente pequeña y casi sin capacidad para defenderse de un ataque exterior de países poderosos. Es rica en petróleo, reservas extranjeras y lingotes de oro. Si fuera pobre, ¿se habría considerado siquiera el ataque? Su situación financiera era mucho más próspera que la de los países atacantes. La idea de que se hizo por razones altruistas debe descartarse de inmediato. Cualquiera que sea la presentación humanitaria, son muy distintos los motivos existentes tras cada guerra que las potencias occidentales han lanzado en Oriente Medio y el Norte de África en los dos últimos siglos. La guerra contra Libia no es una excepción. En un momento de grave crisis financiera, los países atacantes no van a emplear miles de millones de dólares en la guerra sin esperar una generosa compensación comercial y estratégica a sus inversiones.
En todas las semanas en que Sirte ha estado siendo devastada desde el aire, ¿dónde estaba el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que abrió la puerta al ataque contra Libia con su «resolución acerca de una zona de exclusión aérea» pero no ha asumido responsabilidad alguna por las consecuencias? ¿Dónde estaba la UE, dónde estaba la Organización de la Conferencia Islámica, dónde estaba la Liga Árabe, dónde estaba el escándalo en los medios, dónde estaban todos esos gobiernos que defendían tener una «responsabilidad para proteger» que se ha convertido en una licencia para matar? Todos mudos. Ni una palabra de preocupación ni siquiera de condena salió de sus labios. Solo querían hablar de Siria. Las fotos de la destrucción que nos llegan ahora de Sirte nos muestran algo de lo que Gran Bretaña, Francia y EEUU han estado haciendo. ¿Cuántos civiles han matado que no conocemos, aunque las estimaciones que se están haciendo para el país a nivel global sugieren una cifra de muertos que alcanza las decenas de miles? Tal es el coste de la «intervención humanitaria». Tal es el precio que los libios han tenido que pagar por su propia «liberación». No querían esta guerra. Fueron los gobiernos de EEUU, Gran Bretaña y Francia quienes querían esta guerra, por sus propias razones, y utilizaron el levantamiento en Bengasi como excusa.
Un país que era estable es ahora un caos. Las agencias de noticias se refieren al gobierno en Trípoli, pero no hay gobierno en Trípoli. El «Consejo Nacional Transitorio» todavía no ha conseguido actuar de forma conjunta. Incertidumbre, turbulencias y posiblemente una guerra de resistencia que puede extenderse es lo que hay por delante, mientras van aprehendiéndose las implicaciones de lo que se ha perpetrado. La historia la escriben los ganadores, al menos eso se nos dice, pero si este triunfo de Occidente sobre otro loco de Oriente Medio no acierta a consolidarse, puede que llegue un día en que los libios estén levantando estatuas para conmemorar la valentía del pequeño grupo de hombres que lucharon hasta el final en Sirte.
Jeremy Salt es profesor adjunto de Política e Historia de Oriente Medio en la Universidad Bilkent de Ankara, Turquía. Con anterioridad, había enseñado en la Universidad del Bósforo, en Estambul, y en la Universidad de Melbourne, en el Departamento de Estudios sobre Oriente Medio y Ciencia Política. El profesor Salt ha escrito muchos artículos sobre temas de Oriente Medio, especialmente Palestina, y fue periodista para el periódico The Age cuando vivía en Melbourne.
Fuente: http://palestinechronicle.com/view_article_details.php?id=17183