La lista de organizaciones mafiosas y terroristas con sede en Miami es demasiado extensa como para incluirla en un artículo, pero bastará con decir que, con excepciones, es consistente con su grado de impunidad, algunos por haber pertenecido a la CIA y otros por sus conexiones políticas.
En diciembre de 1980, meses después del asesinato de Monseñor Oscar Romero y por las mismas razones, cuatro monjas estadounidenses fueron emboscadas en una carretera de El Salvador. Luego de violarlas, las asesinaron, las enterraron en un pozo e incendiaron la camioneta en la que viajaban.
Por años, el gobierno de Estados Unidos intentó culpar del incidente a las guerrillas de izquierda, en las cuales se habían refugiado campesinos acosados por la brutalidad genocida del gobierno de la Junta militar de El Salvador. Pero a los familiares de las monjas no les convencieron los argumentos que salían de la Casa Blanca y se reproducían en la gran prensa. Luego de la masacre de los jesuitas en 1989 a manos del grupo paramilitar Atlácatl, otra creación de la School of the Americas y responsable de múltiples matanzas, como la de El Mozote en 1981, comenzaron a aparecer grietas en la narrativa y los soldados que participaron en el asesinato de las cuatro monjas empezaron a hablar.
Las monjas estadounidenses y los jesuitas españoles eran seres humanos con nombre y apellido, es decir, gente con derechos. Los 75 mil salvadoreños masacrados en sólo 12 años, la abrumadora mayoría a manos de los militares y paramilitares del régimen apoyado por Washington, nunca fueron suficientes para forzar algún cambio político o las negociaciones de paz que siguieron en los años 90.
Miles de sobrevivientes de otro genocidio sin importancia lograron escapar de las matanzas, del caos económico y del terror social que se continuó a lo que convenientemente se llamó “Guerra civil”. Las esposas, hijos y hermanos de los masacrados (en algunos casos, el ejército tomaba a los niños de los pies y los reventaban en las piedras para ahorrar balas), alguno de los cuales conozco, como el poeta Carlos Ernesto García, debieron emigrar. La mayoría vinieron a Estados Unidos, por una simple razón de posibilidades laborales.
Como en el resto de las dictaduras desde el siglo XIX, la de la Junta Revolucionaria, la de Napoleón Duarte y de la oligarquía salvadoreña estaba protegida y financiada por Washington y por sectores privados. La misma historia ocurrió en el Panamá del narco preferido de la CIA, Manuel Noriega, en la Honduras del Batallón 3-16 (otro grupo paramilitar entrenado por la CIA) y en la Guatemala del genocida Ríos Montt, quien no sólo recibió el apoyo moral, militar y económico del gobierno de Ronald Reagan sino también de iglesias protestantes como la del poderoso tele evangelista Pat Robertson, el mismo que apoyó a dictaduras en África y que propuso en 2005 el asesinato de Hugo Chávez como “la forma más económica” de resolver “el problema” de otro presidente democráticamente electo pero desobediente.
Una vez que los nadies huyeron del caos de América Central y cruzaron la frontera sur de Estados Unidos, fueron recibidos a balazos por diferentes grupos paramilitares, como el CMA (Civilian Materiel Assistance, creado por la CIA en 1984 para actuar en América Central y con lazos con el KKK de Alabama), y otros mercenarios que en los 80s habían entrenado al grupo terrorista de los Contras en Nicaragua. Una vez de regreso a su país, repitieron el conocido discurso de “este es un país de leyes y tenemos derecho a proteger nuestras fronteras de los invasores”.
Al mismo tiempo que se criminalizaba a las víctimas de la barbarie impuesta y financiada en las exrepúblicas bananeras, los generales responsables de las matanzas en esos mismos países, como lo indica la tradición, volaban a Florida, donde comenzaron una nueva vida, no por casualidad, llena de éxitos en los negocios. Fue el caso de los dos generales responsables de la matanza de las cuatro monjas estadounidenses en 1980, Carlos Vides Casanova y José Guillermo García. En Miami se pusieron saco y corbata e iniciaron negocios con ayuda de “la comunidad”. Nadie que los veía en reuniones o caminando por las calles de Miami (excepto un médico y un profesor que los reconocieron décadas después) sospechaba que esos señores tan respetables, en realidad, eran genocidas.
De la misma forma, muy pocos pudieron adivinar que terroristas como los cubanos Luis Posada Carriles, Orlando Bosh y tantos otros (en La frontera salvaje detallo varios casos) clasificados como “terroristas” por el mismo FBI, tomaban sol en las playas de Miami y se reunían con los “hombres de negocios” más exitosos del país. Todos “luchadores por la libertad” planificando atentados con bombas (como el asesinato de Orlando Letelier y su secretaria con un auto bomba a pasos de la Casa Blanca, o con la bomba en el vuelo de Cubana 455 que mató a 73 personas) o simplemente para acosar o eliminar gente incómoda con métodos más convencionales.
La lista de organizaciones mafiosas y terroristas con sede en Miami es demasiado extensa como para incluirla en un artículo, pero bastará con decir que, con excepciones, es consistente con su grado de impunidad, algunos por haber pertenecido a la CIA y otros por sus conexiones políticas. El Center for Justice and Accountability, con sede en California, registra más de mil criminales extranjeros, clase VIP, viviendo en Estados Unidos. Ahora, no es necesario ser un genio para adivinar a qué candidatos apoyan estos “exitosos hombres de negocios”, responsables de genocidios varios.
En la más reciente campaña electoral en Estados Unidos, la prensa tradicional, la televisión y las redes sociales nos bombardean con una propaganda política que es una copia de todas las anteriores. Una de ella es la del poderoso senador por Florida, Marco Rubio (en el congreso desde hace 22 años), con la simplicidad propia del menú de McDonald’s que tanto le gusta a la extrema derecha. En todas, aparece el senador con imágenes de pobres inmigrantes cruzando la frontera como si fuesen a invadir la todavía primera potencia mundial. En otros discursos se acusa a estos hombres de tener un apetito sexual desproporcionado, es decir, la misma acusación de la imaginación pornográfica que los esclavistas del siglo XIX tenían sobre una posible liberación de los esclavos y la violación de las muchachitas rubias.
En uno de esos avisos, el senador Rubio repite un cliché que ya he contestado antes (El Correo de la UNESCO, 2019): “Nos acusan de racismo por defender nuestras las leyes (y) por defender nuestras fronteras” (octubre 2022). Una vieja obra maestra de la hipocresía que, para resolver la contradicción entre dos términos, se elimina uno. Eliminan la historia (en Florida el gobernador DeSantis logró la prohibición de revisarla) y simplifican hasta un grado estratégico, que es la mejor forma de ganar elecciones.
Es así como llegamos a la hipocresía criminal del poderoso establishment “latino”, sobre todo el de Florida, por el cual se criminaliza a las víctimas de la barbarie diseñada en sus países (que, además, no votan), mientras los genocidas de esos mismos países disfrutan de la legalidad y de la vieja red mafiosa y, naturalmente, contribuyen con dinero a las campañas políticas de aquellos que los van a beneficiar y proteger.
Todo en nombre de la libertad, la lucha contra el comunismo, contra los herejes y la invasión alienígena.
JM, octubre 2022.
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