El tratamiento informativo dado por la mayoría de televisiones y periódicos nacionales a las imágenes del fusilamiento con alevosía y muerte de -por ahora- 34 mineros de la empresa Lomnin, dedicada a la explotación del platino, en Marikana (Sudáfrica), llama poderosamente la atención por dos elementos: la asepsia y el silencio. Ante la represión policial […]
El tratamiento informativo dado por la mayoría de televisiones y periódicos nacionales a las imágenes del fusilamiento con alevosía y muerte de -por ahora- 34 mineros de la empresa Lomnin, dedicada a la explotación del platino, en Marikana (Sudáfrica), llama poderosamente la atención por dos elementos: la asepsia y el silencio.
Ante la represión policial y sus consecuencias mortíferas no ha salido la consabida voz en «off» ni el aviso de que el vídeo podía herir, por su crudeza, la sensibilidad del espectador. Tampoco se ha editorializado o utilizado la carga de adjetivos reservados para otras ocasiones. Los presentadores, con voz neutra y distante, se han limitado a enunciar lo que estábamos viendo, sin concesiones a la sensibilidad o a cualquier atisbo de humanismo afectado.
Y rápidamente se ha sustituido la noticia por otra distinta, sin regodeo en la sangre, ni en las convulsiones de los moribundos, ni en los ayes y lamentos, pese a que todo estaba grabado. Sin repeticiones una y otra vez de la imagen (lástima que los muertos no fuesen cajeros de Mercadona y hubiesen recibido, en lugar de centenares de tiros mortales a bocajarro, un minúsculo empellón). Todo limpio, aséptico.
También ha destacado la «sonoridad del silencio». No hemos podido escuchar, más allá de los consabidos lugares comunes de «pesar», la voz de Hillary Clinton condenando ni amenazando, ni de sus palmeros pidiendo la intervención militar, ni la de todos los que magnifican cualquier mínimo incidente en Venezuela, Cuba, Bolivia, Ecuador o Argentina, rasgándose las vestiduras por la violación de un derecho. Al parecer la vida no lo es.
Pero todo tiene su lógica. Aunque las imágenes nos recuerden, por su puesta en escena, a las ya vistas durante los años del «apartheid» y la matanza sea la mayor perpetrada desde que éste se abolió en 1994, la visión de los dueños de los medios de difusión, de la oligarquía , es distinta: sólo se trataba de un conflicto social, pues los convocantes, la AMCU (Asociación de la Minería y la Construcción), reclamaban mejoras salariales y a la hora de ejecutar a trabajadores, colaboraron sin problemas, codo con codo, policías blancos y policías negros.
Es más, la comisaria general, Mangwashi «Riah» Phiyega, que pudo sufrir -por el color de su piel- en su juventud segregación y marginación, aclaró apresuradamente que la policía «usó la fuerza para defenderse», adjuntando como prueba tres machetes y cuatro palos incautados.
Y la empresa Lomnin lanzó su insultante comunicado en el que, por supuesto, «lamenta profundamente» lo ocurrido pero recuerda que el problema no es de «relaciones laborales, sino de orden público».
La situación vivida en Sudáfrica nos debe servir al resto de trabajadores como lección práctica de Historia.
Me explico: el capitalismo depredador va siempre a intentar que el Estado como garante de derechos a los ciudadanos desaparezca y sólo tenga competencias de Defensa y Policía -bueno, menos al parecer próximamente en las cárceles españolas donde se buscaría sustituir en sus labores a la Guardia Civil por empresas de seguridad privada con dueños muy próximos al partido que hoy (des)gobierna España-, dejando el resto, desde la Educación a la Sanidad, pasando por Infraestructuras, en manos privadas.
En esta visión ideológica, los conflictos que se generan inevitablemente, pasan a tener tratamiento de orden público y sólo se contempla la represión indiscriminada de los mismos, no las causas que los provocan, para evitar temidos «contagios».
Nada nuevo. Es la fórmula que el capitalismo lleva aplicando desde los albores de la Revolución Industrial.
La lección: los derechos que estamos perdiendo a pasos agigantados con la excusa de la crisis, no cayeron del cielo ni vinieron de la nada. Se obtuvieron con sangre, lucha y movilizaciones. Seguramente harán falta nuevos muertos y más represión para que, al final, los mineros surafricanos vean mejorar sus condiciones laborales o cumplidas sus reivindicaciones.
Por ello, para mantener los nuestros no vale solamente el quejido. Es imprescindible la organización y la resistencia. El amo, si pudiera , siempre nos mantendría sometidos. Sabe de antemano que una parte no desdeñable de la ciudadanía, convenientemente asustada, es capaz de renunciar a su libertad y pedir voluntariamente el papel de esclavo.
Juan Rivera, Colectivo Prometeo
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