El Frente Polisario corre un peligro que muchos hemos observado, aunque rara vez hablemos en público de ello, por temor a desprestigiar la causa saharaui. Me refiero al riesgo de instalarse en un statu quo que, si bien dista de ser cómodo para el conjunto de la población, ofrece posibilidades reales a bastantes de los […]
El Frente Polisario corre un peligro que muchos hemos observado, aunque rara vez hablemos en público de ello, por temor a desprestigiar la causa saharaui. Me refiero al riesgo de instalarse en un statu quo que, si bien dista de ser cómodo para el conjunto de la población, ofrece posibilidades reales a bastantes de los cuadros y militantes del Frente (lo digo en masculino a propósito), que se benefician de las ayudas y subvenciones procedentes de muy diversas partes del mundo, gracias a las cuales no pocos de ellos pueden incluso cursar estudios y residir en Europa o en América.
Yo no soy quién para decirle al Polisario lo que tiene que hacer ni cómo debe gestionar sus asuntos, pero confieso que desde hace años miro con creciente desánimo la lenidad de sus planteamientos. Parecía fiarlo todo en el plan Baker de las Naciones Unidas, pese a que la ONU no tardó en demostrar que iba a cruzarse de brazos ante el boicot de Marruecos. El plan Baker I quedó en agua de borrajas y vino entonces el plan Baker II, que no asegura el derecho de autodeterminación del pueblo saharaui, pero que tampoco sirve para gran cosa, porque Rabat hace lo que le viene en gana y, como goza de la protección especial de Washington, nadie se atreve a toserle.
No soy un frívolo. Ignoro qué posibilidades tienen los combatientes saharauis de hostigar a Marruecos y de proteger a su propia población en caso de respuesta contundente del ocupante. No sugiero, en consecuencia, ningún plan concreto, por supuesto. Lo que planteo es una cuestión de actitud general: si les conviene esperar a que los organismos internacionales les encuentren una salida o si deben arreglárselas para obligarles a buscarla.
El amago de intifada que acaba de iniciar la población saharaui de los territorios ocupados, apoyada por los estudiantes saharauis residentes en Marruecos, apunta en esta segunda vía. Y me alegro. La brutal represión desencadenada por las fuerzas policiales y militares del monarca alauí ha llegado a los medios de comunicación internacionales y ha puesto en un brete a algunos gobiernos que prefieren hacer como si no pasara nada. El ministro español de Exteriores, dando muestra de un descaro digno de mejor causa, ha dicho que lo sucedido demuestra que «España ha acertado en sus opciones», olvidándose de que hace muy pocos meses él mismo mostró comprensión hacia la posición de Rabat e insinuó que lo mejor que podían hacer los saharauis era olvidar sus aspiraciones independentistas.
El principio general llamado «el que no llora no mama» tiene múltiples aplicaciones en los más diversos órdenes de la vida. En el de la autodeterminación de los pueblos de manera muy especial. Pregúntenselo, si no, a los habitantes de Timor Oriental, que también sufrían la ocupación de un amigo muy amigo de Washington, y que lograron que las Naciones Unidas tuvieran que proporcionarles una salida en evitación de males mayores.