Más del 70% de las personas que habitan en Nairobi vive en apenas un 5% del espacio residencial de la ciudad. La policía keniana está desplazando -y a veces incluso matando- a estas personas para dejar sitio a promotores inmobiliarios y autopistas para ricos.
Evans Mutisya se sienta encorvado en una silla junto a la carretera en el asentamiento informal, o barrio marginal, de Mukuru kwa Njenga, en Nairobi, la capital de Kenia. La cabeza de este joven de quince años descansa pesadamente sobre las palmas de sus manos. Se retuerce de dolor. Ha pasado más de una semana ingresado en el hospital, donde los médicos han tratado de curarle una herida de bala.
El 27 de diciembre, mientras los residentes de Nairobi estaban en familia o viajaban a la costa para pasar las vacaciones, la policía keniana obsequió con balas a las empobrecidas personas que residen en Mukuru kwa Njenga. Decenas de familias, incluidos Mutisya y su familia, llevan más de dos meses durmiendo en un extenso asentamiento de tiendas de campaña, levantado sobre las ruinas de sus casas, destruidas en una campaña de demolición masiva del gobierno que comenzó en octubre. Los buldóceres destruyeron al menos 13.000 hogares, además de negocios y escuelas, y desplazaron a unas 76.000 personas.
Las tensiones llegaron a su punto culminante el 27 de diciembre cuando se produjeron enfrentamientos entre la policía y quienes residían en el barrio. En aquel momento Mutisya esta dentro de una de esas tiendas improvisadas. “La policía lanzó gases lacrimógenos y el gas entró en la tienda”, cuenta Mutisya en voz baja. “Salí corriendo de la tienda para ir al tanque de agua que hay en la calle y lavarme la cara”. En ese momento un agente de policía disparó al adolescente en la parte baja de la espalda y la bala le salió delante del estómago. El exceso de adrenalina le hizo huir del agente, que se abalanzó sobre él, y Mutisya acabó desplomándose cuando otras personas que había en el lugar se agolparon para ayudarle. Desde que le dieron el alta en el hospital, no se puede tumbar de espaldas ni de frente debido al dolor insoportable de la herida de bala. Según los vecinos, la policía disparó y mató a otras dos personas ese mismo día, y decenas de personas resultaron heridas.
Los derribos y desalojos de Mukuru kwa Njenga han sacado a la luz las injusticias históricas y la corrupción estatal que configuran el rápido desarrollo urbano de Nairobi. Mientras que estos proyectos han proporcionado comodidades y beneficios a las personas ricas de la ciudad, han provocado una violencia extrema contra las personas pobres de los asentamientos informales, que conforman la mayoría de la población de Nairobi.
“Ojalá no hubiera gobierno”, afirma Mutisya con un gesto de dolor mientras se levanta despacio de la silla. “Destruyeron nuestro hogar y luego volvieron para dispararnos. Todos estaríamos mejor en Kenia si no existiera este gobierno. Ojalá se fueran y nos dejaran en paz”.
“Lo destruyeron todo”
La primera tanda de derribos en Mukuru kwa Njenga, uno de los mayores barrios marginales de Nairobi, empezó el 10 de octubre. El gobierno anunció sus planes con solo dos días de antelación. Los buldóceres, acompañados de la policía armada, arrasaron las casas para despejar una franja de treinta metros de ancho a lo largo de la carretera Catherine Ndereba, con el fin de dejar espacio libre para construir la nueva autopista de Nairobi, financiada por la empresa estatal china China Road and Bridge Corporation y destinada a descongestionar el tráfico en la ciudad.
Mukuru kwa Njenga, a unos 11 kilográmetros del distrito empresarial central, está situado entre la zona industrial de la ciudad y el aeropuerto internacional. La autopista de diecisiete millas unirá el aeropuerto internacional con el distrito empresarial de la ciudad y con las zonas residenciales de lujo. La nueva carretera ampliará considerablemente las autopistas existentes e incluye una ruta elevada que sigue el trazado de las carreteras antiguas, por cuyo uso se espera que los automovilistas paguen entre 1 y 15 dólares de peaje. Las personas que residen en Mukuru kwa Njenga, por su parte, o no pagan alquiler o pagan unos 13 dólares de alquiler. El propio proyecto ha sido polémico y se ha calificado de carretera para ricos, lo que pone de manifiesto el desarrollo de la ciudad a beneficio de las élites y que ahonda las desigualdades.
Es probable que no se permita circular por la nueva autopista a los matatus, unos microbuses que son la forma más popular de transporte para las personas pobres de la ciudad, pero que suponen una molestia para las ricas. Solo el 13.5% de las personas que residen en Nairobi utilizan vehículos privados, el resto de la población o bien camina, o utiliza autobuses o matatus. Hace tiempo que se crítica que el desarrollo de las infraestructuras de Nairobi atiende en gran medida las necesidades de la minoría de la élite de la ciudad, pero ignora las de la mayoría pobre.
No obstante, las personas que residen en Mukuru kwa Njenga habína accedido a desalojar pacíficamente la franja de treinta metros de terreno situada a lo largo de la carretera Catherine Ndereba para permitir el inicio de las demoliciones. Pero unas semanas después esas demoliciones se convirtieron rápidamente en una caótica apropiación de terreno en la que participaron altos cargos del gobierno y promotores privados, que aprovecharon las demoliciones destinadas a construir la autopista para despejar un terreno adyacente de 300 acres, el lugar donde se encuentra el actual asentamiento de tiendas de campaña.
“No nos agradaban esas demoliciones para construir la autopista”, afirma Minoo Kyee, una activista de veintiséis años del Centro de Justicia Comunitaria de Mukuru, cuya oficina también fue arrasada en medio de las demoliciones. “Pero la gente lo acabó aceptando y se trasladó para que se pudiera construir la autopista. Después, aproximadamente un mes más tarde, decidieron destruirlo todo”. Según Kyee, las personas residentes protestaron durante tres días a principios de noviembre por el aumento de las demoliciones, que se habían producido sin previo aviso. “Vinieron cientos de policías con camiones que disparaban cañones de agua contra la gente”, recuerda. Los buldóceres arrasaron miles de hogares. Al menos una persona murió aplastada cuando trataba de recuperar sus pertenencias. La policía quitó los teléfonos móviles de quienes pretendían filmar el caos y los arrojó bajo los buldóceres. Los medios de comunicación solo acudieron a Mukuru kwa Njenga una semana después de que empezaran las demoliciones, que siguieron todavía tres semanas más.
La familia de Ramadhan Jarso había vivido en este terreno desde 1972 y afirma ser propietaria del terreno en el que vivían. Según la legislación keniana, si alguien vive en una propiedad sin ser molestado, sin recibir órdenes de desalojo, durante más de doce años, puede reclamar la propiedad. Sin embargo, esta reclamación podría ser un tanto endeble ante un tribunal en el caso de las personas que residen en Mukuru kwa Ngenga, que durante décadas se han tenido que enfrentar a disputas por la tierra. Con todo, aunque carecen de título de propiedad, todo el mundo en la comunidad de Mukuru kwa Njenga sabía que esa parcela de terreno pertenecía a la familia Jarso. Ramadhan Jarso nació y creció aquí, y vivió en una casa con su ahora embarazada mujer y dos hijos de once y cuatro años. También había construido otras casas, hechas en gran parte de láminas de estaño, que alquilaba a unas veinte personas, con lo que lograba reunir al mes unos 30.000 chelines kenianos (266 dólares) de los alquileres. “Conseguimos ahorrar algo de dinero y lo invertimos en construir casas de mejor calidad, hechas de hormigón”, me dice este treintañero en el lugar donde se encontraban su antigua casa y las que tenía en alquiler, todas ellas reducidas ahora a escombros. “Pero antes de que pudiéramos alquilarlas y recuperar parte de lo que habíamos invertido, llegaron los buldóceres y lo demolieron todo”. Está claramente afectado. Dice que no pudo rescatar ninguna de sus posesiones cuando llegaron las demoliciones.“Después ni siquiera podía mirar mi parcela”, me dice, “era demasiado doloroso verlo. No podía soportarlo. Perdimos todo aquello por lo que habíamos trabajado toda la vida y por lo que nuestros padres habían trabajado toda su vida… en un solo día”.
Ahora Jarso tiene que alquilar una vivienda junto al lugar en que se demolieron las casas por 5.000 chelines kenianos (44 dólares) al mes. Desde que se produjeron las demoliciones no ha visto a su hermano mayor, con el que creció, porque las familias se tuvieron que dispersar en diferentes direcciones. “Lo perdimos todo, de modo que ninguno de nosotros se puede permitir pagar el transporte para vernos”, afirma. “Desde que nací, no he pasado un solo día sin tener a mi hermano a mi lado. Ahora hace meses que no lo veo”. Y añade: “ahora vivo tal como vine al mundo, con nada. No estaba en contra de que la autopista pasara por aquí. Pero se aprovecharon de eso y decidieron destruir nuestras vidas. No les importamos a esas personas. Es malvado lo que nos han hecho aquí. Te pueden quitar la vida y no sentirán nada. Incluso trataron de matarme el otro día”. Se levanta la manga de la camiseta y muestra una herida provocada por una bala que le rozó el brazo, cuando el pasado mes de diciembre la policía abrió fuego contra las personas que residen en las tiendas.
Una injusticia histórica
Según Diana Gichengo, defensora local de los derechos humanos, el conflicto de Mukuru kwa Njenga es el resultado de décadas de corrupción política e injusticias históricas. Los asentamientos en la zona se iniciaron en la década de 1950 y como la mayoría de los asentamientos informales de Nairob, se produjeron en terrenos públicos y se convirtieron en una fuente de mano de obra barata para las poblaciones blanca y asiática que residían en las zonas urbanas segregadas de la capital, donde no se permitía vivir a las personas africanas. Después de la independencia la población de los asentamientos informales se disparó y se triplicó en dos décadas, ya que muchas personas emigraron de los pueblos a la capital en busca de trabajo. Pero aunque las personas africanas se trasladaron a zonas de Nairobi a las que antes se les negaba el acceso, no cambiaron estas disparidades de poder entre los asentamientos informales y el resto de la ciudad.
El 70% de las personas que habita en Nairobi vive en los asentamientos informales que suponen solo el 5% de la superficie residencial de la ciudad. Estas viviendas se suelen construir con chapa ondulada y carecen de acceso a sistemas adecuados de alcantarillado, electricidad o agua. A solo cinco minutos en coche de Mukuru kwa Njenga están las lujosas zonas residenciales de la ciudad en las que hay relucientes apartamentos de gran altura que sobresalen entre las zonas de verdes bosques.
En las décadas posteriores a la independencia la corrupción política generalizada hizo que estas tierras públicas en las que se encuentran los asentamientos informales pasaran a manos de particulares pertenecientes a la élite política de Kenia, que a menudo utilizaban esas tierras como aval para conseguir préstamos de los bancos. Cuando los propietarios de la tierra no podían devolver los préstamos, los bancos se quedaban con la propiedad de la tierra.
El Dr. Nicholas Orago, director ejecutivo del grupo de defensa de derechos humanos Hakijamii y abogado de los residentes desplazados, afirma que propietarios privados que todavía son desconocidos utilizaron como aval las tierras disputadas, en las que ahora se asientan varias filas de tiendas improvisadas. Según Orago, se habían tachado de los documentos que los abogados han recibido del Ministerio de Tierras los nombres de los propietarios, junto con la historia del terreno antes de que el banco lo adquiriera.
En la década de 1970 el Banco Nacional subastó el terreno al no devolver el préstamo sus propietarios y lo vendió a Orbit Chemical Industries, una empresa que fabricaba productos químicos industriales y fertilizantes. Los siguientes treinta años Orbit intentó expulsar vía judicial a los residentes del terreno, sin éxito. “De modo que, para recuperar el dinero que había gastado en comprar el terreno, [Orbit Chemicals] lo dividió en unas 1.300 unidades y las vendió a diferentes personas”, explica Orago. Por supuesto, no se informó de esas adquisiciones de tierras a las personas que vivían en Mukuru. Orbit no había delimitado estas unidades sobre el terreno, sino que se limitó a parcelar la zona y a venderlas en base a un mapa de papel del terreno. Una vez que se despejó la zona en la que se iba a construir la carretera en Mukuru kwa Njenga a lo largo de la carretera Catherine Ndereba, “alguien aprovechó esa situación para empezar a demoler y expulsar a la comunidad de este otro trozo de tierra que ha sido objeto de disputa”, afirma Orago.
Según este miembro de Hakijamii, el hecho de que participaran buldóceres y maquinaria de construcción propiedad de los Servicios Metropolitanos de Nairobi (NMS) junto con cientos de policías sugiere que el gobierno está implicado: “Eran altos cargos del gobierno, que tienen intereses en este terreno en particular, y utilizan la maquinaria y los recursos del gobierno para despejar el terreno y demarcarlo con el fin de poder llevar a cabo su propia construcción”.
Me dice que ha conseguido los nombres de cien de los nuevos propietarios de tierras, la mayoría de los cuales son conocidos promotores privados de Nairobi, que probablemente quieren sustituir a quienes viven en los barrios marginales por edificios de gran altura destinados a los residentes acaudalados de la ciudad. Sin embargo, los altos cargos del gobierno implicados “quieren permanecer en la sombra para poder seguir utilizando los recursos del Estado en su propio beneficio”.
Kangethe Thuku, vicedirector general de NMS, pasó a estar en excedencia tras el incidente sucedido en plenas investigaciones sobre el uso indebido de equipos oficiales del gobierno durante las demoliciones; sin embargo, desde entonces ha sido ascendido a otro puesto. Se cree que tanto Augustine Nthumbi, comandante de la policía de Nariobi que supervisó las demoliciones, como James Kianda, comisario del condado en el Ministerio del Interior y Coordinación del Gobierno Nacional, tienen intereses en el terreno. No obstante, Orago afirma que “quien tiene la sartén por el mango y da las instrucciones debe de ocupar un aposición muy alta en la jerarquía del gobierno», más que estos altos cargo, ya que las entidades gubernamentales desobedecieron recientemente una directiva presidencial para detener los desalojos.
Mukuru kwa Njenga está situado dentro de los límites de la ciudad, lo que hace que el valor de sus terrenos sea extremadamente alto y muy codiciado por los promotores privados que tratan de sacar el máximo beneficio posible del desarrollo de Nairobi. Según Orago, un acre de tierra en Mukuru kwa Njenga se tasa actualmente en 250 millones de chelines kenianos (más de 2.2 millones de dólares), un precio que supera con creces el precio de los terrenos de las zonas más acomodadas de la ciudad. Por consiguiente, este terreno de 300 acres que es objeto de disputa vale miles de millones de chelines kenianos o más de 665 millones de dólares.
El 27 de diciembre, el día en que Mutisya y Jarso recibieron los disparos, algunos de los nuevos propietarios de la tierra, a los que los vecinos del barrio llaman los “cárteles”, habían llegado al lugar para colocar balizas con el fin de demarcar las parcelas que supuestamente constaban en sus títulos de propiedad, lo que provocó una furiosa resistencia entre quienes vivían en Mukuru kwa Njenga. La policía acudió al lugar para defender a los nuevos propietarios y hubo intensas batallas callejeras entre la policía y los vecinos.
Los desalojos forzosos son frecuentes en los asentamientos informales de Nairobi, pero rara vez se producen demoliciones a esta escala y que provocan una crisis humanitaria. A lo largo de los años Mukuru se ha enfrentado a varias campañas de demolición anteriores, lo mismo que otros asentamientos informales situados cerca de los barrios de lujo de la ciudad. En la mayoría de estos casos, se utilizó maquinaria y recursos gubernamentales sin la debida autorización. A pesar de que los vecinos y vecinas contaban con títulos de propiedad expedidos por el ayuntamiento de la ciudad, en 2020 miles de personas, la mayoría madres solteras y niños, se quedaron en la calle debido a las demoliciones en el asentamiento informal de Kariobangi para dejar libre un terreno en el que construir un vertedero de aguas residuales, muy probablemente destinado a un futuro barrio rico planificado por la familia del presidente keniano Uhuru Kenyatta, según activistas locales.
Amenazas constantes
Kyee pensó que la casa de su familia se había salvado de las demoliciones que duraron semanas. “En realidad estaba durmiendo en aquel momento”, afirma Kyee. “Afortunadamente, mi primo se dio cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir, corrió a mi casa y me despertó. Tuvimos suerte porque pudimos sacar algunas de nuestras pertenencias de la casa”. Kyee habla conmigo en el lugar en el que se encontraba su casa, que compartía con su madre, su padre y su hermano. Varios de sus vecinos están sentados sobre un tronco colocado encima de montones de hormigón en el lugar que utilizan para encender fuego durante las frías noches. Incluso las personas del barrio desplazadas que se mudaron a lugares cercanos suelen volver de día a donde se produjeron las demoliciones para estar ahí y charlar, y tratar de mantener el sentido de comunidad que se les ha arrebatado.
Sobre los escombros también se levantan tiendas de campaña de forma cuadrada hechas de sábanas y espuma de poliestireno, porque las familias que venden chang’aa, un alcohol tradicional, reconstruyeron sus viviendas en el mismo lugar que estaban antes de las demoliciones para que sus fieles clientes pudieran encontrarlas.
La familia de Kyee está ahora dispersa por diferentes viviendas de alquiler. Antes de que les demolieran la casa no pagaban alquiler. “Todos pasamos apuros, de modo que solíamos juntar todo lo que ganábamos al mes para hacer la compra y comer juntos”, explica Kyee. “Ahora estamos todos separados y tenemos que pagar el alquiler en dos lugares”, cada uno de los cuales cuesta unos 2.500 chelines kenianos (22 dólares). “La vida no es la misma, se ha vuelto mucho más dura”. Al hablar de los y las vecinas ahora desplazados explica: “Nos conocíamos todos. Éramos como una gran familia, de modo que no solo destruyeron nuestras casas, sino también muchas de nuestras redes sociales y sistemas de apoyo”.
Mary Kathike, de cincuenta y nueve años, solo pudo salvar un colchón pequeño y algunos utensilios antes de que la casa en la que había vivido desde 1999 quedara reducida a escombros. Vivía allí con su marido, tres hijos y tres nietos pequeños. Al igual que Kyee, ahora la familia tiene que pagar un alquiler en varios lugares. Los niños pequeños no han ido a la escuela desde las demoliciones porque el dinero que se usaba para pagar las tasas escolares se destina ahora al alquiler. “Tenemos mucho estrés”, me dice Kathike. «Hemos vivido en esa casa durante dos décadas, así que no sabemos cómo vamos a poder rehacer nuestras vidas. Dormimos muy mal por la noche porque nos da miedo que vuelvan otra vez las excavadoras y arrasen toda la zona”. No es un temor infundado: si las y los vecinos de Mukuru kwa Njenga no hubieran presentado una feroz batalla, probablemente habrían demolido toda la barriada. Las y los vecinos se han negado a abandonar el terreno y luchan con uñas y dientes contra el corrupto desarrollo de Nairobi.
Muchas de las personas que viven en las tiendas del asentamiento, que parece un campo para personas desplazadas, son mujeres y niños. Parecen angustiados, hambrientos y asustados. Pero también están en la primera línea de esta lucha; su presencia crea la barrera más importante frente a los planes de los nuevos propietarios de apoderarse de la zona e instalar vallas alrededor del terreno, que luego podrían utilizar para demandar por invasión de propiedad privada a cualquier vecino de Mukuru que intentara entrar, una táctica habitual entre los promotores privados de Nairobi.
Frida Mwende, de treinta y dos años, está sentada con su bebé de dos meses en brazos en un sofá colocado sobre los escombros, entre tiendas de campaña situadas el terreno disputado. Esta madre de ocho hijos estaba en el hospital dando a luz cuando se produjeron las demoliciones y desde entonces vive en una de las tiendas de campaña. Perdió todas sus posesiones y su marido la abandonó tras los desalojos. “No tenemos dinero para comida o para el alquiler, así que creo que para él fue demasiado ver demoler nuestra casa. Decidió huir del estrés”, me dice. “Y ahora me he quedado aquí sola. Tengo miedo porque oímos muchas amenazas», dice Mwende. Una niña pequeña vestida con un vestido morado brillante tropieza con un charco de agua negra formado por las aguas residuales desenterradas durante las demoliciones, que salpica de manchas el vestido. “Todas las noches corren rumores de que nos van a echar. Vendrá gente con pangas [machetes] y quemarán nuestras tiendas para que la gente pueda entrar y hacer bonitos edificios para los ricos”.
El 6 de enero la oficina del presidente Kenyatta anunció que las demoliciones y los desalojos en Mukuru kwa Njenga “carecían de sensibilidad y eran innecesarios”, que se iba a permitir regresar a los vecinos desplazados y se les iba a proporcionar ayuda para reasentarse en las tierras que son objeto de disputa. El gobierno también aseguró a las y los vecinos que les iba a proporcionar ayuda para regularizar su asentamiento. Horas después del anuncio del presidente Kenyatta, sobre las 2 de la mañana del día siguiente, una veintena de agentes de policía uniformados entraron en la zona para desalojar por la fuerza las tiendas. Pero las y los vecinos de Mukuru, que no eran tan ingenuos como para confiar en las declaraciones del gobierno, estaban preparados. Desde que se produjeron las demoliciones tiene un sistema de seguridad rotatorio en torno al terreno que es objeto disputado en el que hombres jóvenes vigilan la zona por turnos. Las y los vecinos me mostraron un vídeo en el que se puede oír a la gente gritando ruidosamente cada vez más fuerte a medida que se unen más vecinos para alertar a todo el mundo en la zona de Mukuru de que la policía estaba ahí. Las y los vecinos arrojaron piedras a los policías y le obligaron a retirase. Los vecinos encontraron después el documento de identidad del subcomisario superior del condado del Ministerio del Interior y Coordinación del Gobierno Nacional, y suponen que se le cayó al suelo durante el enfrentamiento.
“Aquí nadie se fía de este gobierno”, afirma Frank Bett, vicepresidente del Centro de Justicia Comunitaria de Mukuru: “Desde que se produjeron los desalojos nos han hecho varias promesas y no se ha cumplido ninguna. Han pasado tres meses desde esos desalojos y el gobierno no ha hecho nada. La gente sigue durmiendo en tiendas de campaña y la policía nos sigue atacando. Creeremos lo que dice el gobierno cuando lo veamos. Hasta entonces, nadie les cree».
Josiah Kariuki, de treinta y cinco años, quiere enseñarme su pequeña e improvisada tienda de campaña y me invita a entrar. Hay un colchón pequeño en un espacio estrecho y sucio. «Mira lo que nos han hecho. He vivido aquí durante veintiocho años”, dice Kariuki, madre de un niño de seis meses. “Estaba en el mercado cuando ocurrieron las demoliciones, así que no pude salvar ninguna de mis cosas”. Nos dice que la Cruz Roja ha donado mantas y otros artículos a las personas desplazadas. “No creo que no ayuden nunca”, dice refiriéndose al gobierno y añade: “Eran parte de esas demoliciones. Ayudaron a destruir nuestras vidas y ahora pretenden decirnos que nos van a ayudar. Aquí, en Mukuru, no tenemos gobierno, solo tenemos a Dios. Y Dios es el único que vendrá a ayudarnos”.
Fuente: https://www.jacobinmag.com/2022/01/nairobi-mukura-kwa-njenga-evictions-demolition-corruption
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