En los años 80 del siglo pasado hubo cierto consenso entre los analistas de las relaciones internacionales de que África era un caso perdido: basket case fue la expresión más utilizada. Con arrogancia habitual, algunas entidades académicas del norte sostuvieron que, en realidad, nada grave ocurriría si ese continente, o su región subsahariana, se desprendían […]
En los años 80 del siglo pasado hubo cierto consenso entre los analistas de las relaciones internacionales de que África era un caso perdido: basket case fue la expresión más utilizada. Con arrogancia habitual, algunas entidades académicas del norte sostuvieron que, en realidad, nada grave ocurriría si ese continente, o su región subsahariana, se desprendían del planeta o se hundían en el océano. Si bien el Consejo de Seguridad dedicaba grandes esfuerzos a debatir las transgresiones a la paz y la seguridad surgidas en África, rara vez se acordaban acciones efectivas. Quizá fue la revulsión de la conciencia mundial provocada por el horror en Ruanda a principios de los 90, sumada a la mayor coherencia de los esfuerzos nacionales de desarrollo de los propios países africanos -que se manifestó en la constitución de la Unión Africana en 2001 y el lanzamiento de la NEPAD, una bien meditada estrategia de cooperación y crecimiento basada en los propios recursos del continente- lo que revirtió la situación. Además, los recursos naturales, la restauración del dinamismo económico (el continente ha crecido por encima de 5 por ciento en los tres años hasta 2006) y el potencial del mercado tornaron atractivas las opciones de inversión en diversas regiones. Del continente olvidado, África se tornó la región más disputada para extraer materias primas y energía, establecer actividades productivas y de servicios y, desde luego, ganar influencia política. China -que en más de un sentido detonó este proceso-, Estados Unidos y la Unión Europea participan de manera prominente en esta reconquista de África.
Construida no sólo de acciones de cooperación específicas -decisiones de inversión, apertura de instalaciones productivas, financiamiento de infraestructuras, ayuda para equipamiento militar, transferencias diversas de tecnología, entre otras- la reconquista se manifiesta en espectacularidades. En este terreno, China se llevó la palma al congregar en Pekín, a finales de 2006, al mayor número de líderes africanos que se haya reunido fuera del continente y de la sede de la ONU.
Pekín fue, hace un año, la capital de la Unión Africana. Sumada a las repetidas visitas al continente del presidente y el primer ministro chinos y, sobre todo, a las cuantiosas inversiones (de acuerdo con la cuenta más reciente de la UNCTAD, China ha establecido alrededor de 500 proyectos de IED en 48 países africanos) y a los créditos concesionales, esta hiperactividad de China en África motivó los celos de Occidente. En Europa se le acusó de estar rendeudando a países con graves problemas de endeudamiento y en Estados Unidos de apoyar a gobiernos autoritarios. Dos piedras lanzadas con la mano escondida, por cierto. En términos más vagos, se denunció que buena parte de la asistencia china a África tiene un fuerte componente militar.
Quizá por esto, al menos en una primera instancia, Estado Unidos eligió para su respuesta la vía militar. Con gran fanfarria anunció, a principios de noviembre último, la creación de Africom, que establece un comando conjunto y consolida la responsabilidad antes dividida en tres centros regionales. La razón del cambio es obvia, dice la nota del Times de Nueva York: «la importancia estratégica creciente de África y sus recursos naturales». Muchos se preguntan si es la manera de proteger el reclamo estadunidense por la energía y otros recursos naturales del continente ante las crecientes demandas de China e India. Un académico sudafricano sugirió que «de haberlo explicado mejor y empacado de otra manera, habría tenido más posibilidades de éxito».
Sin embargo, el episodio más reciente de la reconquista de África ha tenido lugar, en la semana, en Lisboa, capital europea pro tempore . Tras una pausa de siete años en las cumbres euroafricanas, se realiza ésta en momentos en que el comercio, la migración y las promesas incumplidas de alivio de la deuda constituyen diferendos mayores. Se agregó otro, más bien incidental: el primer ministro británico se negó a acudir a estrechar la mano del presidente Mugabe. La razón de fondo de celebrar ahora la cumbre -señaló The Economist – fue el temor de que Europa se viera desplazada del continente por China, cuyas ofertas -comerciales, financieras, técnicas, militares- carecen de las condiciones usualmente establecidas para las europeas. Más allá de las ceremonias, que parecen complacer en especial a buen número de los líderes africanos, no fue mucho lo que se avanzó. La pugna por la imposición de «acuerdos de asociación», que suponen el desmantelamiento gradual de los aranceles y contingentes africanos, puede conducir, en palabras del presidente de Senegal, a una «ruptura sísmica» con Europa.
En la prensa europea se censuró a China por no tener reparos en hacer negocios con gobiernos autoritarios. En los mismos días, el presidente de Francia recibía en el Eliseo al líder de Libia para firmar acuerdos aeronáuticos, militares y nucleares.