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La República posible

Fuentes: Rebelión

La historia depende, en última instancia, de la actitud del pueblo


Los recientes acontecimientos en España parecen sugerir la inminencia de la caída del actual régimen: la Monarquía Juancarlista. Sin embargo, conviene recordar que en la historia humana nada está garantizado. Podemos hablar de probabilidades pero nunca de certezas. La historia humana está siempre, más o menos, abierta. En las condiciones actuales la historia española se encuentra en una encrucijada con los siguientes caminos: 1) el Rey Juan Carlos sigue siendo el jefe de Estado, 2) el Rey Juan Carlos abdica en su hijo Felipe para salvar la Monarquía, 3) la Monarquía cae de manera controlada por el propio sistema para salvar al sistema, 4) la Monarquía cae por la presión popular, a pesar del sistema. Evidentemente, no todas las opciones parecen igualmente probables. Podríamos discutir largo y tendido sobre cuáles son más o menos probables, pero lo importante es ser conscientes de que la historia la hacen quienes llevan la iniciativa. Incluso algunas de estas opciones pueden entremezclarse: la presión popular puede forzar la caída de la Monarquía, pero el sistema puede reconducir el proceso para que los cambios no sean muy profundos, para que todo cambie en apariencia y nada cambie en verdad. La experiencia islandesa es muy esclarecedora: una revolución ciudadana controlada por la clase política para finalmente dejarla en estado de congelación. Indudablemente, de dicha experiencia pueden retomarse ciertas cosas, pero indudablemente también, hay que superar sus carencias y contradicciones.

Y es que lo que ocurra en cualquier país depende, en última instancia, de la actitud del pueblo, de la mayoría, y no sólo de su vanguardia más activa. De poco sirven las manifestaciones en las calles, las huelgas generales,…, si luego en las votaciones electorales la mayoría, o gran parte de la ciudadanía, sigue sosteniendo a los partidos políticos del régimen. Así es muy difícil que un régimen caiga. La gran contradicción popular consiste en que el pueblo vote a sus verdugos. Es imperativo superar esta contradicción. Esto no podrá lograrse en dos días, pero deberá hacerse todo lo posible para que ocurra cuanto antes. En contra están la tradición, la inercia, el pensamiento conservador de una gran parte de la ciudadanía de que más vale malo conocido que bueno por conocer, los prejuicios trabajados diariamente por los grandes medios de adoctrinamiento ideológico disfrazados de medios de comunicación, etc. Pero crecen los factores favorables al cambio: la realidad habla con contundencia, las contradicciones del régimen se vuelven cada vez más insostenibles (de esto son muy conscientes los guardianes ideológicos del propio régimen). El pueblo, poco a poco, está siendo abocado a despertar y rebelarse. Sin embargo, si no ve alternativas serias, de poco puede servirle la rebelión. Ésta se transformará en revolución cuando la inmensa mayoría se conciencie de que sí se puede tener un sistema mejor, en el que el protagonista sea el ser humano y no el dinero, en el que los gobiernos gobiernen para la mayoría, y no para ciertas minorías privilegiadas.

Esa alternativa al régimen político-económico actual tiene nombre y apellidos en la España del siglo XXI: Tercera República. Pero, además, sobre todo, debe tener contenido. Y éste no puede ser otro que unas reglas del juego político auténticamente democráticas. Gracias a las cuales los gobiernos deberán supeditarse al mandato popular. Porque de poco sirve elegir a los gobiernos, como estamos comprobando en estos duros momentos, si luego hacen lo que les da la gana. El voto debe servir para algo, no debe representar un cheque en blanco. La «democracia» actual en la que el ciudadano ejerce su soberanía durante los cinco minutos que tarda en depositar una papeleta en una urna, para luego perderla hasta dentro de x años, debe dar lugar a una democracia continua, donde la presión popular esté presente en todo momento, no sólo en las calles sino que también en las instituciones. Y esto puede lograrse con medidas técnicas concretas que obliguen a todos los políticos a servir a los ciudadanos que les votan. El mandato imperativo (que los programas electorales sean de obligado cumplimiento), la revocabilidad (que el pueblo pueda expulsar del poder a cualquier cargo público antes de las siguientes elecciones mediante referéndum), referendos vinculantes y frecuentes, una profunda y verdadera separación de poderes, de todos, sobre todo respecto del poder económico, una ley electoral donde todos los votos valgan igual, la elegibilidad de todos los cargos públicos (imposible en una monarquía), una ley igual para todos (imposible también en una monarquía),…, supondrían un gran salto para lograr una democracia verdaderamente representativa. Pero, si, además, complementamos la democracia representativa con la directa en aquellos ámbitos más locales donde sea factible, si, además, expandimos los métodos democráticos por todos los rincones de la sociedad, llegando especialmente a la economía, el núcleo de toda sociedad, si la democracia se desarrolla de manera continua, entonces, no hace falta tener mucha imaginación para darse cuenta de que así sí es posible una sociedad más justa y libre.

La alternativa al sistema actual, a la dictadura disfrazada de democracia, es la auténtica democracia. Pero ésta sólo podrá alcanzarse cuando sea el pueblo quien lleve la iniciativa y controle el proceso de transición. La democracia real no interesa a las élites pues con ella dejarán de ser élites. Obviamente, no podrá prescindirse de ciertos liderazgos, ni de los partidos políticos, pero si tanto los unos como los otros son presionados sistemáticamente desde abajo, si además de la presión popular ejercida en las calles, los ciudadanos votan con más inteligencia y coherencia, de tal forma que dejen de apoyar a los principales partidos políticos del actual régimen para apoyar a aquellos que apuesten por cambios más profundos, entonces las probabilidades de que los cambios sean reales se disparan. Si la iniciativa la llevan las élites entonces podemos estar seguros de que, independientemente del nombre que adopte el «nuevo» régimen, de quién esté a su cabeza, su contenido será muy parecido, demasiado parecido al del régimen actual. Si, por el contrario, quienes llevan la iniciativa, en todo momento, por lo menos durante cierto tiempo suficiente, son los ciudadanos, la mayoría, entonces realmente sí será posible alcanzar una democracia que merezca tal nombre. Es por ello imprescindible que cada uno de nosotros hagamos todo lo posible por contribuir, humildemente pero también insistentemente, al cambio. Grano a grano podemos lograr montañas. De nosotros, los ciudadanos corrientes, depende. La democracia real sólo puede venir de abajo. Arriba necesitan evitarla.

La República será posible, y, sobre todo, será realmente útil, si quienes estamos objetivamente interesados en ella, es decir, la inmensa mayoría, se conciencia y lucha unitariamente por ella. El gran objetivo político a corto/medio plazo del 15-M, del 25-S, debe ser un proceso constituyente protagonizado por el 99%. Proceso que dé lugar a un referéndum para que el pueblo elija su régimen, si desea Monarquía o República, precedido de un amplio debate donde todas las opciones posibles puedan ser conocidas en igualdad de condiciones. Proceso donde se redacte una nueva Constitución con la máxima participación popular, finalmente ratificada en las urnas por el pueblo. La Democracia sólo puede ser alcanzada democráticamente. La historia la hacen los pueblos, por pasiva o por activa. Hagamos que sea por activa. ¡Entre todos podemos!

Blog del autor: http://joselopezsanchez.wordpress.com/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.