Casi todos los libios conocen a Shokri Agmar. Lo veían todos los días en televisión, de 3 a 4 de la tarde, en un programa que se emitía desde Qatar durante la guerra de 2011. Este abogado tripolitano de 33 años tiene el honor de haber sido el primer presentador en lengua tamazight de la […]
Casi todos los libios conocen a Shokri Agmar. Lo veían todos los días en televisión, de 3 a 4 de la tarde, en un programa que se emitía desde Qatar durante la guerra de 2011. Este abogado tripolitano de 33 años tiene el honor de haber sido el primer presentador en lengua tamazight de la historia de Libia.
«Era un sentimiento contradictorio», recuerda Shokri desde una cafetería a unos 200 metros de la céntrica plaza de los mártires en Trípoli. «Por un lado, mi gente moría en las montañas bajo los proyectiles de Gadafi; por otro, era una ocasión única para ir sacando del ostracismo a una cultura represaliada como la nuestra».
La llamada «revolución cultural» de Gadafi, en 1973, pasó por la prohibición de libros cuyos principios no sintonizaran con los de su «Libro Verde». Entre otros muchos, se destruyeron volúmenes sobre la lengua y cultura amazigh (bereber) y se desmanteló la primera asociación de esta comunidad en Libia. En palabras de Gadafi, los amazigh no eran sino «hijos de Satanás», además de «un engendro del colonialismo para dividir Libia». El uso del tamazight, su lengua, así como todo nombre no árabe quedaron prohibidos.
«Como todos los tiranos del Magreb, Gadafi se empeñó en reivindicar un arabismo que negaba la propia historia de Libia», apunta Shokri, apurando su café cortado. «Puede que la mayoría aquí sea arabófona pero estamos mucho más cerca de Italia que del Golfo Pérsico; los libios somos norteafricanos y mediterráneos, descendientes de cartagineses, de romanos, de vándalos…».
Hay un punto en la plaza de los mártires, a pocos metros del arco de entrada a la medina de Trípoli, que es de visita obligada cuando uno se deja guiar por la ciudad por un amazigh. Se trata del lugar en el que se erguía la figura de Septimius Severus, un bereber natural de Leptis Magna (a 40 km al este de Trípoli) que llegó a ser emperador de Roma entre 193 y 211. Las malas lenguas dicen que Gadafi no sólo retiró la estatua, sino que la llegó a encarcelar. «Este espacio está dedicado a un futuro monumento a la grandeza del pueblo árabe», reza una placa sobre un pedestal que sigue aún vacío.
Pero tampoco hace falta rebuscar en los rincones más recónditos de la capital libia para dar con los amazigh. Las pintadas escritas en su propio alfabeto, el tifinagh, se multiplican por la avenida Omar Mojtar, una de las arterias principales, lo mismo que su bandera tricolor: cuelga, en todas sus versiones y tamaños, desde puestos ambulantes de palomitas o garrapiñadas hasta la avenida Rashid, bajo cuyos arcos se venden armas de fuego entre el estruendo de miles de pájaros enjaulados.
Y si uno se acerca al barrio de Gorji, al oeste de la capital, comprobará que los niños en el parque juegan en tamazight, y no en árabe. La mayoría aquí llegó desde Nafusa, un bastión de montaña a unos 100 km al sur de Trípoli, y que se levanta, paralelo a la costa, desde la frontera tunecina.
Shokri también creció entre estos columpios desvencijados y Jadu, una auténtica atalaya desde la que casi se llega a divisar la orilla del Mediterráneo. Pero el trayecto que antes hacia en apenas dos horas, hoy le lleva dos días. La culpa es de la convulsión política que vive el país.
Cuando ya se han cumplido tres años del linchamiento de Gadafi, en Libia hay dos gobiernos y sendos parlamentos: uno con sede aquí, en Trípoli, y otro en la ciudad de Tobruk, a 1.200 kilómetros al este de la capital. Este último cuenta con el reconocimiento internacional tras ser elegido en unos comicios celebrados el pasado 25 de junio, pero que solo contaron con un 10 por ciento de participación.
Para llegar hasta Nafusa, Shokri se ve obligado a esquivar parte del inmenso campo de batalla que hoy es Libia y en el que luchan distintas milicias agrupadas en dos alianzas paramilitares: Fajr -«Amanecer», liderada por las brigadas de Misrata, que actualmente controlan Trípoli, y Karama, «Dignidad», dirigida por Khalifa Haftar, un antiguo general del ejército libio, que está del lado de Tobruk.
Las intrincadas alianzas internacionales tampoco facilitan las cosas. Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudía y Francia se han alineado con Tobruk mientras que Misrata cuenta con apoyo principalmente de Qatar y Turquía. La OTAN se muestra dividida respecto a una posible intervención y la mayoría de las delegaciones diplomáticas han abandonado Trípoli excepto Italia y Hungría.
«Las tres rutas de Trípoli a Jadu están cortadas por puestos de control de Karama, por lo que no queda más alternativa que conducir por la costa hacia el oeste, cruzar a Túnez y volver a entrar por el puesto de frontera de Nafusa, más al sur», explica el abogado, trazando el recorrido con su dedo índice sobre un mapa. Como ocurre en Iraq o Afganistán, en Libia los desplazamientos por carretera también han de planearse meticulosamente para evitar sorpresas desagradables.
Costa bereber
Nunca resulta fácil salir de Trípoli. Los puestos de control se encadenan, convirtiendo el tráfico en una masa metálica lenta y correosa por la línea de costa. Las afueras de la capital prácticamente se funden con la vecina Zawiya, y las de ésta con Sabrata. Sabemos que entramos en Zwara cuando vemos la bandera amazigh sobre una camioneta de camuflaje a un lado de la carretera. Esta ciudad de calles devoradas por la arena es la única localidad bereber de Libia en la costa.
«Es casi un milagro que hayan conseguido sobrevivir aquí», admite Shokri, sin perder la vista sobre la carretera rectilínea que lleva hasta la frontera tunecina. A orillas del mar, y sin riscos que la protejan, Zwara ha sido el paradigma de las campañas de arabización forzosa en Libia. Comenzaron con la llegada al trono del rey Idris, en la década de los 50, y tendrían su continuación durante los 70 con Gadafi.
El objetivo cumplido de ambos fue la construcción de un arco de 27 pueblos entre la cordillera y la costa, levantados para alojar a miles de familias; una suerte de asentamientos para colonos árabes. Así las cosas, muchos campesinos locales tenían que atravesar un puesto de control árabe para poder cultivar sus tierras. Los últimos combates de la guerra de 2011 se produjeron aquí, y se reactivaron en 2012, cuando se bombardeó la ciudad desde los asentamientos.
Hoy, los núcleos árabes sobre el enclave bereber están alineados con el Gobierno de Tobruk, cortando la ruta entre Zwara y las montañas. Shokri ha de cruzar a Túnez. Necesitará siete horas para recorrer los 100 metros de frontera debido a la pasividad de los guardias de frontera tunecinos -según él premeditada. Pasará la noche en Tataouine (sureste de Túnez) y volverá a Libia por el paso más al sur.
-¿A dónde vas?- pregunta el oficial tunecino en el inhóspito paso de frontera de Dehiba-Wazzin.
-A Jadu- contesta Shokri.
-¿Jadu está con Haftar?
-Jadu no es más que un pueblo, no está con nadie- replica el bereber.
Es la mejor respuesta. Muy probablemente, el oficial de fronteras sabe que los amazighs están alineados, aunque no oficialmente, con el Gobierno de Trípoli. A día de hoy, Túnez sólo opera vuelos a Libia vía Tobruk, signo inequívoco del apoyo del vecino magrebí al general Haftar.
El siguiente trámite es el de la policía libia, tras la que ya sólo queda la milicia amazigh local, que hace las funciones del Ejército en los dos pasos de frontera que Libia comparte con Túnez. El ambiente se relaja porque todos conocen a Shokri Agmar. De la televisión, claro.
Tras dejar atrás Wazzin, pueblo casi destruido en su totalidad por los cohetes ‘grad’ de Gadafi, la carretera enfila rectilínea a través del llano. Nafusa es una meseta, un altiplano que podría parecer deshabitado si uno nunca se desvía hacia la izquierda para contemplar el valle desde la balconada a la que asoman la mayoría de los pueblos aquí. Nalut es el segundo tras Wazzin, y uno de los más significativos de la región. Es conocido por haber sido uno de los primeros de Libia en unirse al levantamiento contra Gadafi en 2011, y también por unos valiosos fósiles de dinosaurio y tiburones encontrados recientemente.
Apenas hay coches por la carretera principal. El aislamiento al que se ve sometida Nafusa ha hecho que el precio del combustible haya pasado de los tres dinares (1,5 euros) por 20 litros a los 40. Hasta los suministros más básicos empiezan a escasear en la montaña libia.
«Mantengo mi negocio gracias a las reservas que tengo almacenadas», confiesa Atheel Ayub, propietario de un supermercado y del único restaurante abierto en la localidad de Kabao. «Antes traía el género en camiones desde Trípoli pero hoy no me atrevo porque me los requisarían en los checkpoints del valle», añade el hostelero, que todavía puede ofrecer un menú a base de pollo con patatas y Pepsi.
La situación recuerda a la de la guerra de 2011, cuando todos los suministros llegaban desde Túnez a un frente, el occidental, que se acabó demostrando como el definitivo en el asalto final a Trípoli. A la altura de Rehibat, la única localidad de Nafusa con una población mixta de árabes y amazighs, todavía son visibles las marcas pintadas sobre la carretera que convirtieron este tramo de carretera en un improvisado aeródromo.
Hoy el checkpoint levantado justo en la mitad haría imposible el aterrizaje. Como es su costumbre, Shokri aprovecha la parada para intercambiar unas palabras con los milicianos.
«Muchos de ellos hablan de Misrata como si se tratara de nuestros aliados naturales cuando lo cierto es que, gane quien gane esta guerra, acabarán luchando contra nosotros», asegura el joven tras atravesar el puesto de control.
Su diagnóstico coincide con el de Fathi Ben Khalifa, un histórico disidente amazigh natural de Zwara y actual miembro ejecutivo del Congreso Mundial Amazigh -organización «paraguas» para todos los bereberes-, que presidió hasta 2013. En palabras de Ben Khalifa, la actual crisis en Libia no es más que «una disputa entre nacionalistas árabes e islamistas». Ninguno de los dos reconocerá jamás los derechos del pueblo amazigh», vaticina.
A día de hoy, las demandas de la comunidad amazigh en Libia se han limitado a pedir el reconocimiento constitucional de su lengua y que el nombre del país no se reduzca a otra «republica árabe» más. Sin embargo, recientemente empieza a tomar cuerpo un movimiento autonomista que recuerda al de la Cabilia en Argelia, o al del Rif en Marruecos.
«Es hora de abordar reivindicaciones políticas», señala Mazigh Buzakhar, activista y uno de los redactores de la propuesta-borrador de una Constitución para la región de Nafusa. Se trata de una suerte de contrato social que ya en su artículo número 1 especifica que su territorio incluye la costa de Zwara, las montañas de Nafusa y el oasis de Gadamés.
Por el momento, el documento está siendo estudiado por el Alto Consejo Amazigh de Libia, el órgano que aglutina a representantes de las siete localidades principales de este pueblo.
Lo cierto es que la situación de las minorías en Libia es delicada. Tras haber convivido pacíficamente durante siglos en el desierto de Libia, tubus y tuaregs se enfrentan hoy en los confines del país. Ministro de Cultura en Trípoli, Younis al Tabaui es un rara avis entre los tubu dado que el Consejo nacional de dicha comunidad está hoy alineado con Tobruk (con Trípoli los tuareg).
El alto oficial reconoce que las minorías en Libia atraviesan «un momento difícil», si bien descarta un enfrentamiento arabo-amazigh a corto plazo. «El problema de los amazigh es que no han tomado la iniciativa, no han dejado clara su postura sobre la actual división en Libia», explica Tabaui desde su despacho, al sur de Trípoli.
Entre los amazighs que parecen no sentirse demasiado incómodos con el Gobierno de Misrata se encuentra Moussa Harim. Natural de Jadu, en el bastión amazigh de la cordillera de Nafusa -a 100 km al sur de Trípoli- y exiliado en Francia durante el mandato de Gadafi, Harim es viceministro de cultura desde marzo de 2012, puesto que conserva en el Gobierno de Trípoli. Reconoce que los islamistas constituyen un peligro, pero matiza que en Misrata «también hay gente de filiaciones muy diversas, comunistas incluidos».
Es la propia localización geográfica la que, según Harim, empuja a los amazighs hacia Misrata. «Excepto por un pequeño enclave en el este, nuestro pueblo vive en el oeste del país, y la mayor parte del mismo en Trípoli», acota el alto funcionario.
A la entrada de Jadu hay un barco, «obsequio de los hermanos amazigh de Zwara». Podría tratarse de una elocuente metáfora del caos en el que está hoy inmerso el país, o quizás de la tenacidad de los bereberes locales, obstinados supervivientes de siglos de asimilación arabo-islamista. Fe de esto último lo da también la señalización en tres lenguas -tamazight, inglés y árabe-, extendida por toda la cordillera.
Más que un núcleo compacto de montaña. Jadu es un conjunto de pequeños barrios desperdigados por cumbres y acantilados. Shokri conduce a través de las sinuosas carreteras entre los distritos para visitar a los familiares y conocidos que aún no han abandonado esta localidad de unos 6000 habitantes.
Uno de ellos es Fathi Haslok, Presidente del Consejo local y miembro del Alto Consejo Amazigh de Libia. Recién llegado de un viaje diplomático que buscaba recabar apoyos en Europa, Haslok no oculta su temor a que el conflicto político en el país desemboque en otro de corte étnico.
«Occidente debe vigilar esta parte del mundo para evitar un genocidio de nuestro pueblo», alerta el alto funcionario desde su despacho, justo antes de reunirse con el consejo local de ancianos. El de Jadu tiene el orgullo de incluir al relevante Salim Mohamed Al Aamra, conocido en todo el país por haber mediado con éxito en disputas tribales tan enconadas como las de Misrata y Bani Walid, o Zawiya y Warshafana. Con un arraigo que se remonta a muchos siglos atrás, la de los consejos de ancianos es, casi con toda seguridad, la institución más operativa y eficaz en Libia.
Al Aamra se muestra cauto a la hora de presagiar un conflicto étnico a corto plazo. Pero también da muestras de un pragmatismo a prueba de bombas: «No debemos tomar parte en esta guerra pero tampoco podemos olvidar que dependemos administrativamente de Trípoli», dice el venerable anciano. La «dependencia» que menciona se resume, básicamente, a que los sueldos en esta parte del país llegan desde la capital. Paradójicamente, ambas facciones disputándose el poder en Libia reciben sus salarios desde el Banco Central que, de momento, se mantiene al margen.
Son extrañas coyunturas que sólo se pueden entender dentro de las fronteras de Libia. Quizás sea porque se ha pasado de la centralización más monolítica bajo el mandato de Gadafi a la atomización del poder a niveles de barrios y pueblos gobernados por consejos locales, y protegidos por su propia milicia.
Escenarios singulares como el del último puesto de control de Jadu en dirección este: Al otro lado se encuentra la archienemiga Zintan, enclave árabe en mitad del macizo, y alineada con Tobruk. Tras combatir hombro con hombro contra Gadafi, milicianos de uno y otro lado pelean entre ellos en el resto del país, pero jamás aquí. Aparentemente, ninguno quiere traer la guerra a la puerta de su casa. Es más, escuchando a los voluntarios del checkpoint, uno diría que el «Telón de Acero» en Nafusa no es tal.
«Permitimos el tráfico de civiles desde el otro lado y también el de las ambulancias que evacúan a los heridos de Zintan camino de Túnez», asegura Adam, miliciano de servicio.
Reunidos en torno a una fogata encendida sobre una carretilla de obra, los vigilantes se muestran sorprendidos cuando Shokri les estrecha la mano agradeciéndoles el sacrificio por guardar la posición.
No se puede continuar hacia el este por la carretera principal, pero sí por una secundaria que lleva hasta una pequeña ciudadela descolgada sobre el valle. Desde su plaza principal, de apenas 50 metros cuadrados, parte una estrecha galería que llega hasta lo que en su día fue una minúscula sinagoga.
«Cristianos, judíos… todos se fueron. Yo creo que también lo haré, y pronto», confiesa el bereber, entre los ecos de la artillería que llegan desde el frente de Wotya, abajo en el valle. «Todavía soy joven. No puedo malgastar mi vida esperando inútilmente a que las cosas mejoren».
Publicado originalmente en 7K y Al Jazeera.
Fuente original: http://msur.es/2015/01/20/libia-revolucion-amazigh/