Traducido para Rebelión por Caty R.
Hoy, como todos los días desde la huida de Zine el-Abidine Ben Alí, me he hecho veinte veces la misma pregunta: ¿Cómo explicar una sacudida tan profunda en Túnez -famoso por su «estabilidad»- y la caída repentina de quien llevaba las riendas con mano de hierro?
Hay miles de explicaciones posibles. Pero me quedo con una. La más importante desde mi punto de vista: el poder de la camarilla mafiosa que rodeaba al presidente depuesto no se basaba en ningún mecanismo de consenso o de consentimiento. En otras palabras, carecía de cualquier autoridad moral sobre la población. Y ningún sistema político puede resistir a una ausencia absoluta de autoridad moral. Incluso entre los sectores privilegiados de la población, incluidos los que se beneficiaban directamente del régimen de Ben Alí, él mismo, su esposa o sus allegados sólo suscitaban el temor y el desprecio más absoluto.
Desde su llegada al poder en noviembre de 1987, Ben Alí se dedicó a construir una gigantesca maquinaria de represión, de divisiones, de control y de clientelismo de la población. A veces se hablaba en los periódicos franceses de la detención de militantes políticos o de dirigentes sindicales, de la tortura practicada a los opositores, de las intimidaciones brutales cuyo objetivo eran los defensores de los derechos humanos. Pero lo más importante de la actuación policial estaba en otra parte: afectaba a la mayoría de la población sometida a una presión policial constante, la de los servicios del ministerio del Interior, por supuesto, pero además la de las múltiples milicias no oficiales, como la de la de la Unión Constitucional Democrática (RCD), que no es un partido como los demás, sino un anexo del Estado encargado de dividir, vigilar, castigar, sobornar, corromper o chantajear a cualquier persona de cualquier ámbito social. A esas instituciones hay que añadir las estructuras de la administración, la cual se supone que está al servicio de los ciudadanos y sin embargo sólo servía, hasta ahora, como transmisora del poder y de las directrices de las cumbres del Estado. En otras palabras, dichas estructuras han desempeñado el papel de órganos de represión, división vigilancia y sometimiento. El funcionamiento del ministerio de Justicia es ejemplar en este sentido.
No se trata de acusar a todos los funcionarios, la mayoría del tiempo buenos ciudadanos mal remunerados que trabajan en condiciones desastrosas y están sometidos ellos mismos a la omnipotencia de sus superiores. Se trata de señalar la capacidad del sistema policial para convertir a todos y cada uno en cómplices y en la voz de su amo.
Que nadie se confunda: la mecánica policial y burocrática establecida por Ben Alí no tenía como único objetivo suscitar el miedo y la obediencia. Tenía la finalidad, mucho más perniciosa y mucho más eficaz que el miedo, de asesinar en cada individuo aquello que le hace humano. Ben Alí construyó un inmenso aparato destinado a romper la dignidad de los tunecinos; desarrolló una formidable tecnología de la indignidad. El compromiso o incluso la complicidad, la corrupción, los miles de chanchullos vergonzosos a menudo imprescindibles para sobrevivir o simplemente para vivir en paz, fueron, entre otros, los mecanismos de la construcción sistemática de la indignidad. El absoluto desprecio del poder hacia el pueblo necesitaba que toda la sociedad lo sufriese en primera persona y todas las personas lo sintiesen por sus semejantes y por sí mismos.
Repito: la represión y el miedo nunca habrían bastado para preservar un poder que no disponía de ninguna autoridad moral. A falta de una legitimidad de esa naturaleza, Ben Alí y su banda de delincuentes hicieron otra elección: destruir la moral, romper la solidaridad, abolir el respeto, generalizar el desprecio, humillar, humillar y seguir humillando. No sois nada, nunca seréis nada, hombrecillos, ése es el mensaje social y moral del régimen de Ben Alí. Bourguiba, aceptablemente elitista, consideraba que los tunecinos no eran más que «partículas de individuos» que él se encargaría de convertir en una nación. Ben Alí hizo la apuesta contraria, convertir la nación en partículas de individuos. Esa apuesta ha fracasado porque la nación rechazó convertirse en partículas. El lodo del palacio de Cartago nunca consiguió sumergir al conjunto de Túnez.
Desde mi punto de vista hablar de la miseria, las dificultades sociales, la necesidad abstracta de libertades democráticas o incluso de la represión como simple fábrica del miedo o de la sumisión, sólo permite comprender una pequeña dimensión de los acontecimientos que se desarrollan desde hace un mes en Túnez. Mohamed Bouazizi no se suicidó de una forma tan horrible por la simple razón de que no tenía trabajo y un agente municipal le prohibió ganar unos centavos vendiendo verduras. Se prendió fuego porque, escupiéndole a la cara, ese funcionario le repitió lo que el régimen de Ben Alí nos decía todos los días: sólo eres una mierda de perro; ¡Puedo hacer contigo lo que yo quiera! Bouazizi, muy ciertamente, estaba harto de ser pobre, muy pobre. No podía soportar haber dejado de ser un ser humano. Descanse en paz; todos pensamos en él; todos nos identificamos con él, incluso cuando algunos de nosotros tenemos un trabajo y vivimos cómodamente. La fuerza motriz de la revolución tunecina no tenía otro objetivo, al derrocar al tirano, que devolver a Bouazizi la dignidad que le negaron.
¿Los tunecinos han reivindicado aumentos salariales? ¿La libertad de prensa? ¿Nuevas leyes? No, en primer lugar han expresado su dignidad; han afirmado que su dignidad exigía la salida de Ben Alí. Y lo han conseguido. Si Ben Alí lo hubiese entendido no habría perdido su tiempo haciendo concesiones que sólo eran concesiones desde su punto de vista: las bajadas de precios, el acceso libre a Internet, las elecciones y finalmente su renuncia ¡Dentro de tres años! Grotesco. Lo que estaba en juego era su cabeza ¡Y de inmediato!
¿Ya ha acabado todo? Por supuesto que no. La efervescencia revolucionaria no se ha extinguido. Por todas partes la dignidad sigue luchando contra la indignidad. El pueblo tunecino ya no está compuesto por individuos que resisten, mal que bien, para preservar su cualidad de seres humanos; es un cuerpo colectivo al que horroriza la idea de que los hombres del régimen de Ben Alí y algunos políticos, impacientes por repartir la tarta del poder, le priven de su victoria. El pueblo tunecino sólo confía en sí mismo y tiene razón. El segundo acto de la revolución tiene como desafío la disolución de las instituciones establecidas por el antiguo presidente -en primer lugar el RCD- y la elección democrática de una asamblea constituyente que devolverá al pueblo la soberanía política de la que está privado desde hace decenios. Después, ya veremos.
Fuente: http://www.indigenes-