En años recientes, la filosofía moral y las ciencias cognitivas han explorado lo que parecen ser profundas intuiciones morales: tal vez las bases primordiales de los juicios éticos. Esas investigaciones se concentran en ejemplos ficticios que con frecuencia revelan sorprendentes coincidencias de juicio, tanto en niños como en adultos. Para ilustrar, tomaré en cambio un […]
En años recientes, la filosofía moral y las ciencias cognitivas han explorado lo que parecen ser profundas intuiciones morales: tal vez las bases primordiales de los juicios éticos.
Esas investigaciones se concentran en ejemplos ficticios que con frecuencia revelan sorprendentes coincidencias de juicio, tanto en niños como en adultos. Para ilustrar, tomaré en cambio un ejemplo de la vida real que nos conduce al tema de la universalidad de los derechos humanos.
En 1991, Lawrence Summers, quien fuera posteriormente secretario del Tesoro del presidente Bill Clinton y es ahora presidente de la Universidad de Harvard, se desempeñaba como principal economista del Banco Mundial. En un memorándum interno, Summers demostró que el banco debía alentar a industrias contaminantes a mudarse a los países más pobres del planeta.
La razón era que «la medida de los costos de la contaminación causante de enfermedades depende de los ingresos previstos de un aumento de la morbilidad y la mortalidad», escribió Summers. «Desde ese punto de vista, una cierta cantidad de contaminación causante de enfermedades debe hacerse en el país con el costo más bajo, que será la nación con los menores salarios.
«Creo que la lógica económica de descargar basura tóxica en el país donde existen los salarios más bajos es impecable, y debemos encararla».
Summers indicó que «cualquier motivo moral» o «preocupación social» acerca de tal acción «pueden ser dados vuelta y usados más o menos eficazmente contra cualquier propuesta del banco en favor de su liberalización».
El memorándum fue filtrado y causó furiosas reacciones. Un ejemplo fue la de José Lutzenburger, secretario del Medio Ambiente de Brasil, quien escribió a Summers: «su razonamiento es perfectamente lógico y totalmente insano».
El estándar moderno para tales cuestiones es la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948.
El artículo 25 declara: «Toda persona tiene el derecho a un estándar de vida adecuado para la salud y el bienestar de sí mismo y de su familia, incluídos alimentos, ropas, vivienda y atención médica, así como servicios sociales necesarios, y el derecho a la seguridad en caso de desempleo, enfermedad, incapacidad, viudez, edad avanzada u otras carencias en circunstancias más allá de su control».
Casi con las mismas palabras, esas provisiones han sido reafirmadas en convenciones suscritas por la Asamblea General, y en acuerdos internacionales sobre «el derecho al desarrollo».
Parece razonablemente claro que esta formulación de los derechos humanos universales rechaza la impecable lógica del jefe de economistas del Banco Mundial considerándola algo profundamente inmoral, posiblemente insana -que fue, por cierto, un juicio virtualmente universal.
Subrayo la palabra «virtualmente». Culturas occidentales condenan algunos países como «relativistas», que interpretan la declaración de manera selectiva. Pero uno de los principales relativistas es el Estado más poderoso del mundo, líder de las autodesignadas «naciones ilustradas».
Hace un mes, el Departamento de Estado de EU difundió su informe anual sobre derechos humanos.
«La promoción de los derechos humanos no es sólo un elemento de nuestra política exterior, es la base de nuestra política y nuestra preocupación principal», dijo Paula Dobriansky, subsecretaria de Estado para asuntos mundiales.
Dobriansky fue subsecretaria de Estado para derechos humanos y asuntos humanos durante los gobiernos de Ronald Reagan y George Bush padre. Y mientras ocupaba esa función, intentó disipar «el mito» de que «los ‘derechos económicos y sociales'» constituyen derechos humanos.
Esa posición ha sido reiterada con frecuencia, y subraya el veto de Washington al «derecho al desarrollo» y su consistente rechazo a aceptar las convenciones sobre derechos humanos.
Tal vez el gobierno rechace las provisiones de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero la población estadunidense está en desacuerdo. Un ejemplo es la reacción pública a la propuesta de presupuesto federal recientemente presentada, según indicó una encuesta del Programa de Actitudes Políticas Internacionales de la Universidad de Maryland.
Los entrevistados reclaman drásticos cortes en los gastos militares junto con fuertes incrementos de los gastos para la educación, la investigación médica, el entrenamiento laboral, la conservación de la energía, el uso de fuentes renovables, así como ayuda económica y humanitaria para las Naciones Unidas, junto con la cancelación de los recortes impositivos a los ricos aprobados durante el gobierno de George W. Bush.
En la actualidad hay mucha preocupación internacional, y con buenas razones, acerca de la rápida expansión del déficit comercial y presupuestario de Estados Unidos. Y, de manera estrechamente relacionada, figura el creciente déficit democrático, no sólo en Estados Unidos, sino en líneas generales, en todo Occidente.
La riqueza y el poder tienen muchas razones para desear que el público no participe en la determinación e implementación de una política. Ese es otro asunto de gran preocupación, bastante alejado de su relación con la universalidad de los derechos humanos.
Acaba de cumplirse el 25 aniversario del asesinato del arzobispo Oscar Romero, de El Salvador, conocido como «la voz de los sin voz», y el 15 aniversario del asesinato de seis importantes intelectuales latinoamericanos que eran sacerdotes jesuitas, también en El Salvador.
Los eventos enmarcaron la horrenda década de los 80 en Centroamérica.
Romero y los intelectuales jesuitas fueron asesinados por fuerzas de seguridad armadas y adiestradas por Washington, inmediatos mentores de los actuales funcionarios en ejercicio.
El arzobispo fue asesinado poco despues de escribirle al presidente Jimmy Carter rogándole que no enviara ayuda a la junta militar de El Salvador, que «agudizara la represión que ha sido desatada contra las organizaciones populares que luchan por defender los derechos humanos más fundamentales».
El terrorismo de Estado registró una escalada, siempre con el respaldo de Estados Unidos y con ayuda de la complicidad y el silencio de Occidente.
Atrocidades similares están ocurriedo en la actualidad, a manos de fuerzas armadas abastecidas y adiestradas por Washington, con el respaldo de aliados occidentales: por ejemplo, en Colombia, principal violador de los derechos humanos del hemisferio, y principal destinatario de la ayuda militar estadunidense.
Al parecer el año pasado Colombia conservó el récord de asesinar más activistas sindicales que el resto del mundo combinado. En febrero, en una población que se había declarado «comunidad de paz» en la guerra civil de Colombia, se informó que los militares asesinaron a ocho personas, incluídos el líder de la población, y tres niños.
Menciono esos ejemplos para recordar a los lectores que no estamos comprometidos meramente en seminarios o en principios abstractos, o discutiendo culturas remotas que no entendemos. Estamos hablando de nosotros mismos, y de los valores morales e intelectuales de las comunidades privilegiadas en que vivimos. Si no nos gusta lo que vemos cuando observamos el espejo con honestidad, tenemos toda oportunidad de hacer algo acerca de eso.
* Noam Chomsky es profesor de lingüística en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, en Cambridge, y autor del libro, de reciente publicación «Hegemony or survival: America’s quest for global dominance».