La última crisis en Chad ha vuelto a poner de relieve el papel del Estado francés en las que fueran sus colonias africanas. El escenario chadiano tiene un inconfundible aire de déjà vu, con un régimen amenazado, soldados franceses que desembarcan de refuerzo, aseguran el aeropuerto y evacúan a los extranjeros en sus blindados y […]
La última crisis en Chad ha vuelto a poner de relieve el papel del Estado francés en las que fueran sus colonias africanas. El escenario chadiano tiene un inconfundible aire de déjà vu, con un régimen amenazado, soldados franceses que desembarcan de refuerzo, aseguran el aeropuerto y evacúan a los extranjeros en sus blindados y helicópteros. Hasta ahí, al menos la versión oficial de París.
El desmentido por parte del Gobierno francés de que sus tropas hayan actuado de parte -los rebeldes denunciaron bombardeos contra sus columnas en los alrededores de la capital, N´Djamena- guarda asimismo ecos de una vieja música. El Estado francés se cuida muy mucho de dar la razón a los que insisten en denunciar su papel postcolonial y de «gendarme de África».
Acusación fundada si tenemos en cuenta que el Estado francés mantiene un contingente de 11.350 soldados en el África subsahariana. Tiene bases militares repartidas a lo largo y ancho de su antigua esfera de influencia colonial, incluidos el África Occidental y Ecuatorial.
El colonialismo francés es prácticamente tan viejo como el del resto de imperios occidentales que ha conocido la historia de los últimos 500 años. Dejando a un lado sus aventuras en otros continentes -en la primera mitad del siglo XX, París controlaba territorios que sumaban casi el 9% del globo terráqueo- y sin olvidar sus remanentes -los actuales territorios de Ultramar-, su misión colonizadora en el Continente Negro data de 1624, cuando los franceses comenzaron a instalar factorías a lo largo de la costa de Senegal, en el África Occidental. Su influencia directa llegó a alcanzar en los decenios y siglos siguientes al África Ecuatorial.
La Conferencia de Berlín (1884-1885), supone el reparto del Continente Negro por parte de las entonces grandes potencias, que en un lapso de tiempo de 20 años se repartieron hasta sus despojos.
Mediado el siglo XX, el general De Gaulle devolvió formalmente la libertad a los países africanos sometidos en 1960, pero tejió una compleja red de acuerdos económicos, militares y culturales que mantuvieron el predominio francés. En el marco de este sistema neocolonial aupó en el poder de cada una de sus antiguas colonias a verdaderos sátrapas a su servicio.
Pese a todas las promesas de campaña del socialismo francés, la era Mitterrand mantuvo totalmente vigente el esquema establecido por De Gaulle, desoyendo los llamamientos para que acabara con su alianza con los nuevos dictadores africanos.
«Françafrique»
Este sistema fue certeramente bautizado en los años setenta por el entonces presidente de Costa de Marfil, Félix Houphouët-Boigny, con el término de «Françafrique».
El historiador Jean Arsène Yao describe con claridad la relación de París con sus ex colonias: «Cuando Francia considera que hay que intervenir, interviene; cuando considera que la intervención está fuera de lugar, se abstiene. La política de Francia se aplica según estas dos varas de medir», añade.
El analista Txente Rekondo recordaba recientemente que durante los últimos cuarenta años, Francia ha intervenido militarmente más de 30 veces en Africa. Y lo ha hecho muchas veces sin rubor alguno. En 2004, en un nuevo episodio de la permanente crisis en Costa de Marfil, el Ejército francés destruyó toda la aviación del país y disparó fuego real contra los manifestantes opositores.
Siguiendo un modus operandi criminal, París había decidido meses antes armar a los rebeldes tras constatar que el Gobierno de Laurent Gbagbo había decidido dejar de ser la gran finca (bananas y cacao) para las multinacionales galas y diversificar su producción agrícola.
Ofreciendo una vela a dios y otra al diablo, el Gobierno francés trata siempre de mantener intactos sus intereses económicos y geoestratégicos en la región. Tampoco es nuevo, y responde a un esquema aplicado por todas las metrópolis en la era colonial.
El divide y vencerás aplicado en escala continental -con una descolonización trazada con tiralíneas que hace imposible la consolidación de estados-nación- no es cosa del pasado remoto.
Masacre de Ruanda
El Gobierno francés tuvo un papel destacado en retaguardia en la masacre de Ruanda de 1994, la más sangrienta desde la II Guerra Mundial. No sólo conoció a tiempo su cuidada planificación sino que, primando su posición estratégica en los Grandes Lagos, suministró armas y entrenó a milicias hutu que luego masacraron a un millón de personas, la mayoría tutsi. Más aún, recibió a los líderes hutu en París y les prometió defenderles con su Ejército.
Precisamente su actitud en Ruanda y en otros escenarios como Sudán, unida a la irrupción creciente de EEUU en la zona, provocan que el Estado francés adopte un perfil interven- conista más bajo a finales de la década de los noventa.
Los primeros años del nuevo milenio, con el belicismo de la Administración Bush a la estela de los ataques del 11-S, acentuaron la tendencia francesa a intentar ocultar su propio intervencionismo en África disimulándolo tras las banderas de la ONU y de la UE. Todo en aras a mantener el perfil «políticamente correcto» en unos años en los que el presidente, Jacques Chirac, se presenta como el adalid de la lucha diplomática contra la invasión de Irak.
En 2006, inaugurado por Chirac con una cumbre africana, asisten al regreso al intervencionismo más descarnado. Los Mirage-F-1 dejaban ese año fuera de combate a los rebeldes en la República Centroafricana y en Chad, una crisis ésta calco de la actual. En teoría, sigue vigente la doctrina Recamp (Renforcement des capacités africaines au maintien de la paix), con la que el Estado francés trataba de dar lustre a su injerencia en los asuntos africanos -asegurando que se limita a ayudar a los ejércitos locales a mantener el orden en sus territorios a teavés de su formación y equipamiento-. Le ocurre, no obstante, como a todo este tipo de formulaciones, cajón de sastre para justificar la implicación militar, directa en algunos casos, de inteligencia en otros, en los escenarios de crisis.
La llegada de Nicolas Sarkozy al Elíseo a mediados del año pasado no ha supuesto sino una confirmación de esta tendencia creciente, que corre paralela con la pérdida de peso del Estado francés en la pugna económica de las distintas potencias por el pastel africano.
Destaca el papel creciente de China, que, a cambio de suministros energéticos y de materias primas, ha ofrecido suculentos créditos a muchas econo- mías africanas. Sin obviar el papel creciente de EEUU -África como viejo escenario de la lucha entre anglofonía y francofonía-, la recuperación de Rusia en la arena internacional ha hecho recuperar posiciones anteriores del gigante euroasiático en el Continente Negro. Hasta la propia UE es escenario de una lucha franco-alemana en la que Berlín quiere utilizar el pivote comunitario para acabar con el unilateralismo francés.
Un oscuro desenlace
En el marco de esta pugna, la crisis actual en Chad resulta reveladora. Tras tener acorralado en su palacio al presidente, Idriss Deby, los rebeldes se vieron dos días después obligados a replegarse. Todo ello después de que Sarkozy ordenara el envío de la aviación «a sobrevolar la frontera con Sudán».
Junto con su apoyo a Deby, el Gobierno francés utilizó la palanca de su poder en el Consejo de Seguridad para forzar una resolución de la ONU de sostén al Gobierno chadiano.
Y, como colofón, lidera un contingente de 4.000 soldados de la UE que esperan la orden para viajar al país.
«Francia no ha cambiado un ápice. Sólo ha sustituido la boina roja por la azul de la ONU», denuncia la rebelión.
Survie, la asociación que lucha contra el sostén de París a los sátrapas africanos, resume la situación con un símil. «La cooperación de Francia con el continente africano parece la del caballero con el caballo». Lo de menos es el color de las bridas.