Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
La superpotencia que combatió consigo misma… y perdió
Introducción de Tom Engelhardt
Después de que 19 militantes de al Qaeda apenas armados con cúters y cuchillos secuestraran cuatro aviones de aerolíneas comerciales estadounidenses, las fuerzas armadas de Estados Unidos actuaron con notable eficacia para resolver el problema. En los años siguientes, en su guerra global contra el terror, el Pentágono se ha asegurado de que los enemigos de EEUU en Afganistán, Iraq, Siria y otros lugares pudieran renovar regularmente sus armas con… bueno, para no andarnos con rodeos, una sorprendente panoplia de armamento estadounidense. Lo más reciente de esta historia: un informe revela que en la última batalla de Tal Afar las fuerzas iraquíes recuperaron misiles antitanque FGM-148 y sus dispositivos de lanzamiento -de fabricación estadounidense- en un arsenal clandestino del Daesh. Se trata de un arma capaz de destruir un tanque M1 Abrams. Y esta no es la primara vez que unos misiles antitanque que se suponía destinados para proteger a los rebeldes iraquíes o sirios apoyados por la CIA han acabado en manos de los combatientes del Daesh. En 2015, este grupo publicó fotos de sus militantes utilizando misiles antitanque BGM-71 TOW de fabricación estadounidense.
Por supuesto, cuando colapsó el ejército iraquí -adiestrado, financiado y equipado por Estados Unidos- en el verano de 2014 ante una una fuerza relativamente reducida de combatientes del Daesh, este grupo se apoderó de las vastas reservas de armas y vehículos estadounidenses que vienen utilizando desde entonces. Paro esa historia no ha acabado. Muy pronto, Estados Unidos volvió a adiestrar y equipar a sus aliados iraquíes desembolsando 1.600 millones de dólares en «decenas de miles de fusiles de asalto, vehículos blindados, proyectiles de mortero, cerca de 200 fusiles para francotiradores y otras armas», de muchas de las cuales el Pentágono sencillamente les perdió la pista, según reveló una auditoría del gobierno. Quizá digáis que el armamento se perdió en combate; nadie sabe en manos de quién acabaron la mayor parte de esas armas; tampoco es nueva esta historia. Por ejemplo, en 2007, la Oficina de Responsabilidad Gubernamental (GAO, por sus siglas en inglés) descubrió que «Estados Unidos no podía dar explicaciones sobre alrededor del 30 por ciento de las armas distribuidas en Iraq desde 2004… unas 200.000 armas de fuego».
Relatos similares pueden hacerse sobre Afganistán, otro país en el que el armamento estadounidense ha desaparecido en cantidades sorprendentes (el Talibán, por ejemplo, hace poco tiempo dio a conocer un vídeo que muestra a sus combatientes portando armas normalmente utilizado solo por el personal de unidades de Operaciones Especiales. En resumen, desde hace unos años el Pentágono ha estado armándose, también ha armado a sus aliados y a sus enemigos de una manera extravagante en medio de sus interminables conflictos bélicos en todo el Gran Oriente Medio y África. Como sugiere hoy William Astore, colaborador regular de TomDispatch y teniente coronel retirado de la fuerza aérea de EEUU, desde el 11-S las fuerzas armadas de Estados Unidos en cierto sentido han estado combatiendo con ellas mismas… y perdiendo. Algún día, cuando los historiadores miren hacia atrás para observar este extravagante relato, tendrán que explicar sobre todo una cosa: ¿por qué, año tras año, ante lo obvio y repetitivo del fracaso en esos conflictos, nadie en Washington ha sido capaz de imaginar otro curso de acción?
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Superadas en todas partes y ganadoras en ninguna
Cuando se trata de las «más importantes fuerzas armadas del mundo», las noticias han sido impresionantes. Dos veloces barcos de la armada de EEUU chocando con lentos barcos de carga con el trágico saldo de pérdida de vidas. Una fuerza aérea que ha estado volando continuamente durante años y todavía no tiene bastantes pilotos para sus cazas de combate. Tropas de infantería que en Siria se encuentran con «rebeldes» que habían sido armados y adiestrados por la CIA. Las ya demasiado desplegadas fuerzas de operaciones especiales enfrentándose con exigencias cada vez mayores mientras crecen las tasas de ansiedad mental y suicidio. Ejércitos ‘por delegación’ en Iraq y Afganistan, en los que no se puede confiar, que envían sus armas -provistas por Estados Unidos- al mercado negro o las ponen en manos de una variedad de enemigos. Todo esto, y más, en un tiempo en que los gastos de defensa vuelven a aumentar y el estado de la seguridad nacional está inundado de fondos cercanos al billón de dólares anuales.
¿Qué pasa? ¿Por que unos barcos de guerra, muy maniobrables y complejos, chocan con torpes buques de carga? ¿Por qué a una fuerza aérea cuya razón de existir es volar le faltan 1.200 pilotos? ¿Por qué las fuerzas de Operaciones Especiales de EEUU están desplegadas por todas partes y no ganan en lugar alguno? En resumen, ¿por qué las fuerzas armadas de Estados Unidos luchan contra ellas mismas… y pierden?
Es el ritmo de las operaciones especiales, estúpido
Después de 16 años de una interminable y cada vez más diseminada guerra global contra el terror las alarmas suenan en Asia, desde las dos Coreas y Afganistán hasta las Filipinas mientras en todo el Gran Oriente Medio y África la «última superpotencia» del orbe participa en un interminable conjunto de conflictos bélicos con un abanico de enemigos menores que pocos pueden siquiera mantenerlos derechos. Como resultado de ello, las dinámicas fuerzas armadas de Estados Unidos poco a poco comprometidas en una desconcertante serie de misiones, se han convertido cada vez más en un organismo paralizado.
Muy pocos barcos han estado navegando durante demasiado tiempo. Demasiados pocos pilotos se han agotado en incesantes patrullas y campañas de drones y bombardeo. Unidades de las fuerzas de operaciones especiales (los «comandos de todas partes», como las llama Nick Turse) han sido enviadas a demasiados países -este año ya son más de dos tercios de los países del mundo- y están implicadas en situaciones de conflicto que tienen pocas perspectivas de acabar en términos favorables para Washington. Mientras tanto, algunos oficiales que manejan información privilegiada -como el general retirado David Petraeus- hablan tranquilamente de «guerras generacionales» que, como describe la expresión, no acabarán nunca. Para parafrasear un antiguo eslogan de Wide World of Sports de la cadena de televisión ABC, mientras las fuerzas armadas de Estados Unidos cubren el planeta, viven cada día la agonía de la derrota y no la emoción del triunfo.
Para el presidente Donald Trump (y muchos otros políticos con sede en Washington), la desagradable realidad sugiere una solución obvia: aumentar el gasto militar, construir más barcos de guerra, preparar más pilotos y brindarles más incentivos económicos para que no abandonen la fuerza aérea, incrementar la dependencia en los drones y otros «multiplicadores de potencia» tecnológicos para compensar el agotamiento del personal humano, engatusar a algunos aliados -como los alemanes y japoneses- para que gasten más en sus fuerzas armadas y presionar a los milicias empoderadas -como el ejército iraquí y las fuerzas de seguridad afganas- para que combatan la corrupción y mejoren su desempeño en combate.
Hay una opción -la más lógica- que nunca se considera seriamente en Washington: hacer profundos recortes en el ritmo operacional de las fuerzas armadas mediante la disminución de los gastos en defensa y la reducción del tamaño de las misiones en el planeta, el regreso a casa definitivo de personal militar. No es este un llamamiento al aislacionismo. Es indudable que Estados Unidos se enfrenta con serios desafíos, sobre todo respecto de Rusia (que continúa siendo una importante potencia nuclear) y China (una potencia económica de ámbito mundial que está reforzando su poderío militar en la región). Corea del Norte, como siempre, está adoptando poses provocativas con sus ensayos de misiles y artefactos nucleares. Algunas organizaciones terroristas se esfuerzan por desestabilizar a aliados de EEUU y provocar problemas incluso en «la tierra patria».
Esos desafíos exigen vigilancia. Lo que no exigen es más barcos de guerra en las rutas de navegación, más pilotos en el aire y soldados en tierras lejanas. Ciertamente, 16 años después de los ataques del 11-S debería ser incuestionable que es del todo probable que más de lo mismo produzca aun más de lo que estamos tan acostumbrados: tanto el aumento de la inestabilidad en importantes partes del planeta como la creación de nuevas organizaciones terroristas o nuevas versiones de las ya conocidas, lo que significa aún más posibilidades de fracasos en las intervenciones de las fuerzas armadas de Estados Unidos.
Hace algún tiempo, cuando todavía había dos superpotencias en el planeta Tierra, el poderío militar de Washington -presente en casi todo el mundo- tenía una lógica clara; el mantener a raya al comunismo. Muy pronto después del derrumbe de la Unión Soviética en 1991, alimentando la triunfalista petulancia de Washington, el estudioso y ex asesor de la CIA Chalmers Johnson tuvo una epifanía: lo que él daría en llamar «el Raj* estadounidense», una estructura imperial ostensiblemente construida para acorralar la amenaza del comunismo, no iba a desaparecer solo porque esa amenaza se había evaporado y ya no quedaba una superpotencia, ni siquiera una potencia de peso, como oponente en el horizonte. Muy por el contrario, Washington -y su «imperio» de bases militares de ámbito global – se estaba profundizando tanto en el territorio como en el tiempo. En ese momento, ciertamente asustado, Johnson se dio cuenta de que Estados Unidos era un imperio y, desaparecida su especular imagen enemiga, corría el riesgo de convertirse en su propia perdición.
Finalmente, Estados Unidos, no solo no había contenido a los soviéticos; ellos nos habían contenido a nosotros. Una vez que se derrumbó su imperio, nuestros gobernantes asimilaron el viejo sueño de Woodrow Wilson, aunque en un novedoso estilo militarizado: rehacer el mundo según nuestra propia imagen (si hiciera falta, sería con la fuerza de las armas).
Desde principios de los noventa, libre de los límites impuestos por los rivales, los líderes estadounidenses actuaron como si en el planeta no hubiese nada que pudiera impedirles hacer lo que quisieran, lo cual -como se vio- significaba que no había nada que les impidiera responder a su propia locura. Hoy somos testigos de las consecuencias. Guerras prolongadas y desastrosas en Iraq y Afganistán. Intervenciones en todo el Gran Oriente Medio (Libia, Siria, Yemen y más allá) que extienden el caos y la destrucción. Ataques contra el terrorismo que han dado nuevos bríos a los yihadistas en todo sitio. Y recientemente llamados a armar a Ucrania en contra de Rusia. Todo esto es coherente con una arrogante visión estratégica -que en estos años se ha expresado abrumadoramente y sin sarcasmo alguno- de alcance global, poder global y dominación total.
En este contexto, vale la pena que recordemos la extensión total del poder de las fuerzas armadas de Estados Unidos. Para las tropas estadounidenses, todo el mundo es un escenario -o un acantonamiento-. Todavía hay unas 800 bases militares de EEUU en países extranjeros. Cada año, los comandos estadounidenses se despliegan en más de 130 países. Aun así, para el Pentágono el mundo no es suficiente, dado que no solo busca dominar la tierra, el mar y el aire sino también el espacio exterior, el ciberespacio e incluso el espacio íntimo; tengamos en cuenta las acciones para conseguir el «conocimiento de la información total» por medio de 17 agencias de inteligencia dedicadas -con un costo de 80.000 millones de dólares por año- a recoger todos los datos que se producen en el planeta Tierra.
En resumen, los soldados de Estados Unidos son perdedores en todas partes y ganadores en ninguna, un problema que el presidente Trump -gran ganador- de EEUU no hace más que agravar. Rodeado de «sus» generales, Trump -contra su propio instinto, dijo hace poco- ha vuelto a comprometer a las tropas estadounidenses y su prestigio en la guerra de Afganistán. También ha aumentado los ataques con drones y los bombardeos en todo el Gran Oriente Medio y amenazado con llevar el fuego y la furia a Corea del Norte, mientras presiona con un programa para incrementar el gasto militar.
En un Pentágono sobrado de dinero, con promesas de aún más por venir, las misiones están lejos de redimensionarse a la baja. Mientras tanto, lo que se tiene por pensamiento original en la Casa Blanca de Trump es la sugerencia de Erik Prince, el creador de Blackwater, de privatizar la guerra de EEUU en Afganistán (y posiblemente otros lugares). Los mercenarios son la respuesta de Washington a los problemas de las fuerzas armadas, propone Prince. Por supuesto, los mercenarios tienen el beneficio añadido de no estar limitados por las reglas de combate que son de obligado cumplimiento para los integrantes de las unidades regulares de Estados Unidos.
Sin duda, la idea de Prince -aunque va en contra de los generales de Trump- en cierto sentido tiene su peso: si se acepta la noción de que las guerras de Estados Unidos en estos años se han librado principalmente en función de la agenda del complejo industrial-militar, ¿por qué no dejar que la propia actividad bélica quede en manos de las corporaciones guerreras que en estos momentos acompañan regularmente a los militares en el combate eliminado el intermediario, los militares propiamente dichos?
Matar mosquitos a martillazos
Sin embargo, los mercenarios de Erik Prince deberán esperar el momento oportuno mientras el alto comando militar continúa lanzando sus enérgicos ataques contra esquivos enemigos en todo el mundo. Según propia admisión, la fuerza que algunos presidentes de Estados Unidos han vendido como la más «estupenda» de la historia se enfrenta con enemigos increíblemente «asimétricos» y proteicos, entre ellos unas 20 organizaciones terroristas que actúan en el teatro de operaciones afgano-pakistaní. Golpeando a enemigos tan relativamente enclenques, EEUU me recuerda al famoso y legendario Thor lanzando con furia su martillo contra una nube de mosquitos. Naturalmente, algunos mosquitos se mueren pero el resultado continuará siendo un agotado superhéroe y la llegada de cada vez más mosquitos atraídos por el fragor de la batalla.
La primera vez que evoqué la frase «Usar un mazo para matar mosquitos» fue mientras repasaba la historia del poder aéreo estadounidense en la guerra de Vietnam. Durante los bombardeos aéreos de los aviones B-52 se lanzaron toneladas y toneladas de bombas en zonas de Vietnam del Sur y Laos en un infructuoso esfuerzo para eliminar a una guerrilla dispersa y cortar sus rutas de aprovisionamiento desde Vietnam del Norte. Medio siglo después, con sus bombas guiadas por láser o GPS, la fuerza aérea nos vende continuamente la mayor precisión del poder aéreo estadounidense. Aun así, en un país tras otro, utilizando justamente ese armamento, Estados Unidos se ha visto implicado en numerosos casos de muertes excesivas. En Afganistán fue el empleo de MOAB, la «madre de todas las bombas», el arma no nuclear más formidable utilizada por EEUU en misiones de combate, contra una pequeña concentración de combatientes del Daesh. Del mismo modo, la guerra aérea estadounidense en Siria ha dejado atrás a los rusos e incluso al régimen de Assad y sus mortíferas consecuencias entre los civiles, sobre todo en los alrededores de Raqqa, la «capital» del Daesh. Semejante exceso de muertes también es evidente en tierra, allí donde las incursiones de las unidades de operaciones especiales han dejado este año un tendal de cadáveres desde Yemen a Somalia. En otras palabras, en todo el Gran Oriente Medio, la despilfarradora maquinaria asesina de Washington está creando también un deseo de venganza entre los civiles, quienes en asombrosos números -cuando no mueren- son desplazados o -convertidos en refugiados- huyen de esas guerras atravesando fronteras. Las fuerzas armadas de Estados Unidos han desempeñado un importante papel en la desestabilización de regiones enteras, la creación de países fallidos y la provisión de más reclutas para los grupos terroristas.
Si dejamos a un lado los avances tecnológicos, poco ha cambiado desde los tiempos de Vietnam. Las fuerzas armadas de EEUU continúan confiando en su enorme poder de fuego para eliminar a enemigos esquivos como una forma de limitar las bajas (estadounidenses). Como instrumento para la victoria, no funcionó en Vietnam, tampoco ha funcionado en Iraq ni Afganistán.
Pero a las lecciones de la historia no se les hace caso. El presidente Trump afirma que su «nueva» estrategia para Afganistán -cuyos detalles, según un portavoz de las fuerzas armadas, «todavía no están diponibles»- significará más terroristas (esto es, mosquitos) muertos.
Desde el 11-S, los líderes estadounidenses, Trump entre ellos, raramente han buscado la forma de evitar a esos mosquitos; al mismo tiempo, los esfuerzos por «secar la ciénaga» donde ellos se crían han servido sobre todo para ampliar sus zonas de cría. Simultáneamente, las acciones para alistar «mosquitos» indígenas -ejércitos locales para combatir por delegación- han tenido resultados muy pobres. Como sucedió en Vietnam, el enfoque principal de Estados Unidos ha sido invariablemente el desarrollo de martillos mejores, más avanzados tecnológicamente (es decir, más caros), mientras se continúa golpeando la nube de mosquitos, algo tan desesperanzador como contraproducente.
¿La mayor fuerza autodestructiva de la historia?
El estado de guerra continuo representa el fin de la democracia. No lo digo yo; lo ha dicho James Madison.
Sin embargo, creo firmemente en unas palabras del presidente Dwight Eisenhower, que dijo que «solo los estadounidenses pueden hacer daño a Estados Unidos». Entonces, ¿cómo podemos reducir el daño? Poniéndole un freno a las fuerzas armadas. Existen unas fuerzas armadas permanentes -o más bien deberían existir- para sostener y defender la Constitución y nuestro país frente a amenazas inmediatas a nuestra supervivencia. Es difícil que ataques sin fin a enemigos embrionarios en países lejanos sirvan a ese propósito. Por cierto, cuanto más desgasten estos ataques a las fuerzas armadas, tanto más peligra la seguridad nacional.
Un amigo mío, capitán de la fuerza aérea, me dijo una vez en tono de broma: «Estudias sin parar; estudias mal». Este es un parecer particularmente agudo cuando se aplica a la guerra: haces la guerra sin parar; la hacer equivocadamente. Aun así, con todo lo extenuantes que puedan ser las guerras prolongadas para las fuerzas armadas, lo son aún más para las democracias. Cuanto más tiempo nuestras fuerzas armadas libran una guerra, tanto más militarizado es nuestro país y tanto más se pierden los valores y los ideales democráticos.
En tiempos de la Guerra Fría, las regiones en las que hoy día las fuerzas armadas de Estados Unidos tenían grandes dificultades eran consideradas «las sombras», en las que los agentes secretos -como los descritos por John le Carre- de las dos superpotencias confrontaban sus saberes en un serie de misteriosos conflictos. Después del 11-S, «quitándose los guantes» y tratando de dar golpes demoledores, las fuerzas armadas de EEUU penetraron de mala manera en ese mismo mundo de sombras; en ellas -algo para nada sorprendente- suele ser difícil distinguir al amigo del enemigo.
Una nueva estrategia para Estados Unidos debería implicar el salir de esos entornos misteriosos de guerras no ganadas. En lugar de esto, unas fuerzas armadas en expansión continúan agravando los errores estratégicos de los últimos 16 años. En la búsqueda de dominarlo todo sin una victoria decisiva en parte alguna, pueden caer todavía más y convertirse en la mayor fuerza autodestructiva de la historia.
* Raj era la palabra en inglés con que se daba nombre al dominio británico en la península Indostánica, que duró hasta 1948, con la creación de India, Pakistán y otros países. (N. del T.)
William Astore es teniente coronel retirado de la fuerza aérea de Estados Unidos y profesor de historia; colabora habitualmente en TomDispatch. Su blogs es Bracing Views.
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.