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Las inaceptables injerencias políticas de la justicia

Fuentes: Nueva Tribuna

“Los jueces debían ser la voz muda que pronuncian las palabras de la ley”.
Montesquieu

Contar con sistemas judiciales eficaces es esencial para la aplicación del Derecho de la UE y para la defensa del Estado de Derecho y de los valores en que se fundamenta la Unión Europea desde su fundación y que España asumió con su incorporación. Dichos sistemas judiciales garantizan que las personas, las instituciones y las empresas puedan disfrutar plenamente de sus derechos, refuerzan la confianza mutua y contribuyen a crear un entorno favorable en la ciudadanía.

Consultado el cuadro anual del informe sobre el Estado de Derecho de la Justicia en la UE de 2022, que presenta una visión de los indicadores sobre la eficiencia, la calidad y la independencia de los sistemas judiciales, siendo su objetivo ayudar a los Estados miembros a mejorar la eficacia de sus sistemas judiciales nacionales al facilitar datos objetivos, fiables y comparables, encontramos que la percepción que los españoles tienen de la independencia de nuestra justicia ha bajado; solo estamos por encima de Italia, Bulgaria, Eslovaquia, Polonia y Croacia.

Aunque no haya ni un político ni un jurista en España que no repita como un mantra la necesidad de defender la independencia judicial, al analizar determinadas acciones de la política y de la judicatura, ¿se la protege realmente o, por el contrario, se está viendo cómo se contribuye desde distintos sectores a su creciente politización? ¿Son todos los jueces independientes o algunos de ellos, con su gestión, están favoreciendo de forma evidente lo contrario? Sin pasión ni intereses partidistas, si le preguntas a cualquier ciudadano bien informado de la realidad en la que hoy vivimos sobre qué piensa de la justicia española, es creciente la sensación que tienen de que existe una progresiva injerencia de intereses políticos y económicos en ella.

Una democracia de calidad depende en buena medida de la confianza que tengan los ciudadanos en las Instituciones que la sustentan. Los ciudadanos que aspiran a vivir en una democracia ética y transparente, saben que la identidad ética de los políticos, entendida como fidelidad a las propias convicciones morales y al cumplimiento y lealtad a los principios que prometen, es la garantía de la confianza que les merecen. Esta debe ser la identidad política y ética inalterable de su conducta y gestión; sólo por ella se les cree y se les vota. Idéntica analogía sucede con la monarquía y la justicia y con aquellos que la administran, aunque los ciudadanos no voten ni al monarca ni a los jueces. 

Lo peor de una democracia no es que no pueda cumplir sus objetivos, sino que, realizando un análisis de riesgos, se evidencie que aquellos que tienen que cumplirla y hacerla cumplir se empeñen en conseguir que por su gestión surta los efectos contrarios. En su obra “El otoño de la Edad Media”, el filósofo e historiador neerlandés Johan Huizinga, detenido y desterrado por los nazis hasta su muerte, analiza las ideas, sueños, emociones, imágenes y formas con las que se manifiesta todo el conjunto social de una época que toca a su fin. Y, como profeta, en una de sus reflexiones escribe: ​“Los incumplimientos destrozan ilusiones y confianzas; el oportunismo de promesas ruidosas e incoherentes, de demandas imposibles y el batiburrillo de ideas poco fundadas y planes poco prácticos, consiguen que ciertos momentos históricos puedan llegar a su fin”; al fin, si no de la democracia, sí el de muchos partidos que surgieron para defenderla. Ejemplos recientes todos los tenemos en mente: Ciudadanos, Podemos ¿VOX?…

Merece la pena recordar una anécdota que el jurista, politólogo y político francés, Maurice Duverger relata en su obra “Los naranjos del lago Balatón”; en ella sugiere el encanallamiento estúpido de ciertos políticos que siempre actúan de espaldas a la realidad; dice así: “los dirigentes húngaros bajo el mandato del estalinista Rakosi, decidieron cultivar naranjos en las orillas del lago Balatón, un cultivo expuesto a intensas heladas invernales. El agrónomo encargado de la empresa, fiel a la verdad científica, les expuso que este cultivo era quimérico; y sucedió el fracaso: los millones de árboles plantados murieron. Y, puesto que el partido no podía equivocarse, el agrónomo fue condenado por sabotaje al haber mostrado su mala voluntad desde el principio al criticar la decisión del buró político”. ¡Cuántas sabias conclusiones se pueden sacar de esta histórica anécdota!

Hace algunos años, en la cumbre de su poder, el entonces vicepresidente del Gobierno de Felipe González, Alfonso Guerra, declaró que “Montesquieu había muerto”. Aquello produjo un gran revuelo entre los que sabían quién era Montesquieu, pues este ciudadano francés nos había abandonado más de 250 años atrás, en 1755. ¿A qué vino, entonces, esta disparatada y antihistórica frase de Guerra? Con ella quiso significar que el sistema de separación de poderes, del que era creador Montesquieu, adoptado hoy por todas las democracias occidentales, no funcionaba; y en realidad, no funcionaba entonces, pero tampoco ahora. De ahí que sea obligado en estos momentos recordar a Montesquieu, considerado el padre de la división de poderes.

Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu fue un pensador francés perteneciente a una familia de la nobleza de toga; siguió la tradición familiar al estudiar derecho y hacerse consejero del Parlamento de Burdeos. Vendió el cargo y se dedicó durante cuatro años a viajar por Europa observando las instituciones y costumbres de cada país; se sintió especialmente atraído por el modelo político británico, en cuyas virtudes halló argumentos adicionales para criticar la monarquía absoluta que reinaba en la Francia de su tiempo. Aunque ya era célebre con la publicación de sus Cartas persas, una crítica sarcástica de la sociedad del momento, que le valió la entrada en la Academia Francesa, en 1748 publicó su principal obra de gran impacto: Del espíritu de las Leyes.

El pensamiento de Montesquieu se enmarca en el espíritu crítico de la Ilustración francesa, con el que compartió los principios de tolerancia religiosa, aspiración a la libertad y denuncia de viejas instituciones inhumanas como la tortura o la esclavitud; pero Montesquieu se alejó del racionalismo abstracto y del método deductivo de otros filósofos ilustrados para buscar un conocimiento más concreto, empírico, relativista y escéptico.

En El espíritu de las Leyes, obra clave del pensamiento ilustrado, en el que desarrolla la separación de poderes frente al absolutismo monárquico, pues el sistema político imperante entonces era el absolutismo (Luis XV mandaba en todo y en todos, incluyendo en la Justicia), Montesquieu elabora una teoría sociológica del gobierno y del derecho, mostrando que la estructura de ambos depende de las condiciones en las que vive cada pueblo; en consecuencia, para crear un sistema político estable había que tener en cuenta el desarrollo económico del país, sus costumbres y tradiciones, e incluso los determinantes geográficos y climáticos.

Equidistante de la monarquía y de la república, definió la monarquía como un régimen en el que también era posible la libertad, pero no como resultado de una virtud ciudadana difícilmente alcanzable, sino de la división de poderes y de la existencia de poderes intermedios -como el clero y la nobleza- que limitaran las ambiciones del príncipe. Fue ese modelo, que identificó con el de Inglaterra, el que Montesquieu deseó aplicar en Francia, por entenderlo adecuado a sus circunstancias nacionales. La clave del mismo sería la división de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, tres poderes en el que ninguno mandara sobre el resto; estableciendo entre ellos un sistema de equilibrios que impidiera que ninguno pudiera degenerar hacia el despotismo. Aunque la formulación práctica de esta teoría fue obra de Montesquieu, que es quien sienta doctrina, la teoría de la separación de poderes fue tratada con anterioridad por diversos pensadores, en el siglo XVIII, como ejemplo, por el estadounidense Hamiltonel enciclopedista francés Rousseau, o el británico Locke. Desde entonces y hasta nuestros días, se sostiene que el Poder Judicial es un órgano independiente con la función de hacer justicia sin que coexista para ello ningún tipo de presión que pudiese desvirtuar las decisiones objetivas de los jueces.

Por otra parte, y en referencia a la judicatura, la identidad moral es el andamiaje que proporciona credibilidad a la verdad de los hechos y no a la verdad jurídica; existen excesivas experiencias de que muchas veces la verdad jurídica (la sentencia) no coincide con la verdad real (los hechos). En justicia, sentencia y error no son términos excluyentes; se pueden dar y se dan. La confianza en la justicia, la percepción honesta sobre su funcionamiento son elementos básicos para la estabilidad y la calidad democrática de un país; un sistema jurídico no bien administrado o no bien explicado, cuando menos, genera confusión e indignación. Al hacer referencia a quienes administran la justicia, los jueces, una tarea, quizás ingrata pero éticamente necesaria, es atreverse a discrepar de las sentencias que aquellos dictan.

Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa. Es justamente la independencia del Poder Judicial y su visión de justicia la que se ha visto distorsionada por ciertas actuaciones, por ciertos fallos y determinadas sentencias que han ocurrido en la vida jurisdiccional de nuestro sistema judicial. No son pocos los ciudadanos que, en sus opiniones o conversaciones, con críticas explícitas, consideran a “algunos jueces” lisa y llanamente funcionarios al servicio de ciertas ideologías y partidos políticos. Teniendo en cuenta que los casos en los que la solapada sumisión judicial a intereses económicos o políticos constituyen la gran excepción, basta con que algunos pocos lo sean, para que estos jueces puedan dañar fuertemente la imagen de la justicia en su conjunto y que la confianza de los ciudadanos en las Instituciones judiciales haya descendido a niveles preocupantes, como a diario señalan las encuestas. Resulta sospechoso que sea un secreto a voces conocer de antemano cuál va a ser la postura de un determinado órgano judicial cuando tiene que resolver un asunto de trascendencia política con solo conocer la adscripción ideológica de quienes han sido elegidos con criterios políticos. La politización de determinadas designaciones acaba salpicando injustamente a la inmensa mayoría de la judicatura, que ocupa su cargo por mero concurso de mérito y antigüedad.

Hace algún tiempo en uno de mis artículos anteriores hice mención de esa comedia de capa y espada de Tirso de Molina en la que muestra la fuerza sutil de su ingenio, cuyo título es “Amar por señas”. En momentos de una generalizada relajación en el universo religioso del siglo XVII, no se puede ignorar lo que ocurría en el interior de ciertos conventos en los que, a través de rejas y celosías, al modo del título de la comedia de Tirso, se daban manifestaciones de amor por señas entre ciertas monjas y ciertos galanes de la nobleza que tenían acceso al convento. Hoy, para muchos ciudadanos, también existe la convicción de que, si no amor, sí existe connivente y generosa condescendencia por señas entre algunos jueces y juezas con políticos y representantes de altas Instituciones del Estado.

Es contrario el sistema aceptado desde de Montesquieu, el que haya que admitir la duda de que existe una justicia militante como ha sucedido últimamente con la Magistrada Concepción Espejel, marcada por su afinidad con el Partido Popular; su figura en el sistema judicial español es compleja y definitoria del poder político dentro de la Justicia. A través de una serie de decisiones y participaciones en casos significativos, ha ido dejando una gestión rodeada de críticas y debates. La última, la inadmisión a trámite por parte de la Sala de Vacaciones del Tribunal Constitucional por dos votos a uno (uno de los dos el de la Magistrada Concepción Espejel) el recurso del expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, contra la orden de detención dictada en su contra por el Supremo el 13 de junio, por los delitos de desobediencia y malversación, en un momento en el que la decisión de la citada Sala coincide con el inicio de la fase de negociaciones orientadas a reunir los apoyos necesarios para la investidura del presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, situación en la que el respaldo de Junts, partido que lidera Puigdemont, puede resultar clave. De ahí que resulte sospechosa la inadmisión pues, hasta ahora, todos los recursos presentados en relación con el procedimiento penal relacionado con el procés han sido sistemáticamente admitidos a trámite y examinados luego de forma habitual por el pleno del tribunal, y no por una Sala como la de Vacaciones, compuesta por solo tres magistrados, uno de ellos, la Magistrada Concepción Espejel, una genovesa con toga y sin complejos, “la querida Concha”, según expresión de su amiga María Dolores de Cospedal, ex secretaria general del Partido Popular, ex presidenta de Castilla-La Mancha y exministra de Defensa en el gobierno de Rajoy, cuando le impuso la orden de San Raimundo de Peñafort. Esta discutible decisión votada por Espejel será recurrida por la Fiscalía del Constitucional, al entender que no había razones de urgencia para que actuara la Sala de Vacaciones sin someter el asunto al pleno del órgano de garantías.

Concepción Espejel es un nombre que ha resonado en los pasillos de la justicia española y en los medios de comunicación en múltiples ocasiones. Su carrera como jueza ha estado marcada por su participación en algunos de los casos más relevantes y polémicos de la historia reciente de España, pero siempre como jueza militante y una de las juezas más criticada de nuestra democracia.

Su cercanía con el Partido Popular y sus actuaciones en demasiados casos han puesto su trabajo bajo el escrutinio público y político, reflejando las tensiones que existen en la intersección entre la justicia y la política en España. Su historia es un testimonio de cómo las decisiones legales pueden tener consecuencias profundas en la sociedad y en el paisaje político, y es un ejemplo de la inaceptable injerencia política de la justicia. Es buena esa sentencia, de cuyo autor no puedo acordarme, que decía: “Nada es más lógico que quien no es independiente jamás va a admitir que es dependiente y lo reivindique, aunque sepa que miente”. Quizá haya que asumir que la grandeza de la democracia también estribe en ser el único sistema político que se autodestruye con sus propios mecanismos legales. Pero no podemos olvidar que la alternativa siempre será peor.

Como el personaje central de estas reflexiones es Montesquieu, me atrevo a finalizar este artículo, apropiándome de las palabras con las que él inicia el prefacio de su obra.

“Si entre el infinito número de cosas que contiene este libro se encuentra alguna que pueda ofender, lo cual no creo, sépase que no la puse en él con mala intención. La naturaleza no me ha dado un espíritu descontentadizo. Así como Platón daba las gracias al cielo por haberle hecho nacer en tiempo de Sócrates, yo se las doy por haber nacido en el régimen vigente, por haber querido que yo viva con el gobierno actual y que obedezca a los que amo. Pido una gracia, y temo que no se me conceda: la de que no se juzgue por una lectura rápida un trabajo de veinte años; la de que se apruebe o se condene el libro entero, no un pasaje cualquiera o algunas frases. Quien desee buscar el designio del autor, no lo descubrirá sino en el conjunto de la obra».

Estas ideas de Montesquieu las podemos hacer nuestras quienes, desde nuestra propia subjetividad, opinamos sobre la realidad que acontece cada día, subrayando lo que dice el Talmud: “Desgraciada la generación cuyos jueces merecen ser juzgados”.

Fuente: https://www.nuevatribuna.es/articulo/actualidad/inaceptables-injerencias-politicas-justicia/20230816103905215616.html