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El fical Fitzgerald debería contrarrestar cualquier conato de petición de perdón previa al juicio contra Libby con la acusación de obstrucción a la justicia

Las mentiras primero, que luego vienen los perdones…

Fuentes: CounterPunch

Traducido para Rebelión por Sinfo Fernández

Cuando anunció el procesamiento de Scooter Libby, el jefe del gabinete del vicepresidente Cheney, el fiscal especial Patrick Fitgerald incluyó también una homilía sobre la importancia de la verdad. Y en verdad que sonó un tanto pintoresco, como alguien que trata de recitar el Sermón de la Montaña sobre el ‘parqué’ de la bolsa de Nueva York. Pero Fitzgerald, desde luego, se expresó acertadamente. Cuando la mentira se convierte en la aceptada moneda de cambio, se pierde el imperio de la justicia y se produce el advenimiento del reino de la conspiración criminal.

 

Todos los gobiernos mienten, pero Reagan y su banda superaron el listón con creces. Más o menos desde el año 1978, fecha en que se aceleró la campaña para colocar a Reagan en la Casa Blanca, mentir fue la pauta de comportamiento de Reagan, sus valedores y una prensa que se sentía feliz de repetir todo tipo de estupideces, desde la supuesta superioridad militar de la Unión Soviética hasta las reinas millonarias de la asistencia social de la Zona Sur de Chicago.

 

La prensa se prestó a hacer de comparsa. Año tras año, durante las campañas electorales y una vez que arribó a la Casa Blanca, el conjunto de la prensa informaba acerca de las conferencias de prensa de Reagan sin reparar en que el comandante en jefe moraba en un mundo crepuscular de fábulas de comics y fragmentos de películas antiguas. Mantuvieron esta ficción incluso cuando el equipo de Reagan discutía si convenía apelar a la enmienda 25 y enviar al viejo chocho a una clínica de reposo.

 

Mentir sobre el endeble control que Reagan tenía sobre la realidad constituyó tan sólo una parte de la capitulación periodística. Para aquellos que consideran la complicidad de Judith Miller en las orgías de mentiras de los Neocons como una señal de la caída del New York Times desde alguna altura anterior de objetividad y competencia, les sugiero que revisen la actuación de su, en ocasiones, corresponsal en temas de defensa Richard Burt durante los últimos años de Carter como agente de Al Haig. Burt retransmitió montones de disparates exagerando la amenaza del equilibrio militar durante la Guerra Fría. particularmente en el teatro europeo, la mayoría de ellos con un nivel de fantasía que podría competir con las mentiras que Miller consiguió de la gente de Chalabi dedicada a desinformar, arrastrando detrás a la prensa.

 

Cuando los reaganitas se hicieron con el poder en 1981, Burt se deshizo inmediatamente de su distintivo de prensa y entró a trabajar en el Departamento de Estado como Director de Asuntos Político-Militares, un puesto desempeñado con anterioridad por otro hombre del Times, Leslie Gelb, que no era precisamente una rosaleda sino un embaucador a las órdenes de Burt. Al menos, Miller no trabajó oficialmente para Cheney.

 

Muchos de los socios de Libby y de su jefe, amenazados ahora por el fiscal Patrick Fitzgerald, son veteranos de esa cultura Reagan y curtidos supervivientes de la crisis que finalmente logró amenazar a varios de ellos con sanciones legales y largos períodos de prisión. Esa crisis estuvo representada por el asunto Irán-Contra, que estalló sobre la nación el 6 de octubre de 1986, el día en que Eugene Hasenfus lanzó con éxito en paracaídas armas a la Contra desde un avión de la CIA pilotado de forma ilegal.

 

El fiscal especial Lawrence Walsh, anterior fiscal de EEUU y juez en la ciudad de Oklahoma, un republicano de toda la vida, se puso a investigar. Durante las indagaciones, que se dilataron durante el resto de la época Reagan y toda la presidencia de G.H.W. Bush, Walsh consiguió progresos significativos al formular acusaciones por mentir ante el Congreso. De esa forma encausó a Elliott Abrams, Duane «Dewey» Clarridge, Alan Fiers, Clair George y Robert McFarlane. Todos ellos fueron declarados culpables por los mismos motivos que Libby está procesando, es decir, obstrucción a la justicia y declaraciones falsas, o condenados por la misma causa o, como en los casos de Weinberger y Clarridge, los mantuvo esperando enjuiciamiento.

 

Al igual que Walsh logró abrirse paso entre quienes intentaban proteger a Reagan y Bush padre, incluido Stephen Hadley, compinche durante mucho tiempo de Cheney, ahora el actual consejero del presidente para la seguridad nacional tiene posibilidades de aparecer situado en la línea de fuego de Fitzgerald. En el momento en que se produjo el caso Irán-Contra, Hadley era abogado defensor en la Junta Especial de Revisión conocida como la Comisión de la Torre, establecida por el Presidente Reagan para investigar la venta de armas de EEUU a Irán, que logró desviar la inoportuna atención sobre Reagan o la complicidad de Bush en el escándalo. Mientras tanto, en la Cámara, el republicano Richard Cheney era el republicano de alto rango al que un comité de esa Cámara también investigaba por el tema Irán-Contra. Jugó un papel importante al parar la investigación que implicaba a Bush o Reagan (El mismo Libby estuvo trabajando en el Pentágono ¡como director de Proyectos Especiales durante el período 1982-85!).

 

En el otoño de 1992, Walsh logró finalmente acercarse a Bush por su papel en el contra-gate como vicepresidente de Reagan. Días antes de las elecciones de 1992, Walsh volvió a encausar a Caspar Weinberger, el secretario de defensa de Reagan, por mentir ante el Congreso. El juicio se fijó para enero de 1993. Se esperaba que Walsh interrogara sin piedad a Weinberger sobre temas que implicaban a Bush. En la línea de fuego estaba también entonces Colin Powell, quien había sido ayudante de Weinberger en el año crucial de 1985. Walsh planeaba también preguntar a Bush acerca de su resistencia a entregar un diario que había llevado a mediados de la década de 1980. Podríamos haber presenciado anteriormente un presidente procesado por obstrucción a la justicia y por hacer declaraciones falsas.

 

La prensa se manifestó mayoritariamente en contra de Walsh. Hubo multitud de artículos repugnantes acerca del coste y la duración de la investigación. Bush se sintió políticamente seguro tapándose el culo y el de sus colegas de conspiración distribuyendo perdones en la época adecuada, la víspera de Navidad de 1992. A Walsh se le fueron de las manos Weinberger, Abrams, Clarridge, St. George, Fiers y McFarlane. Walsh dijo con rabia «tras más de seis años, ya han conseguido finalmente cubrir con un velo el escándalo Irán-Contra».

 

¿Podrá repetirse esta historia de nuevo? John Dean, el abogado de la Casa Blanca en la época de Nixon y gran experto en extender velos, afirma que Fitzgerald tiene a Cheney en su punto de mira y que puede estar planeando acusarle, bajo el Acta de Espionaje, de revelar el nombre de Plame. La supervivencia de Cheney depende de que Libby mantenga la boca cerrada y de que aguante hasta la víspera de la Navidad de 2008, cuando Bush junior conceda el perdón o perdones necesarios.

 

Desde el comienzo del procesamiento de Libby, el aire se ha ido espesando cada vez más con rumores acerca de perdones, como si ya fuera un ritual predecible el hecho de que los presidentes deban absolver a sus subordinados de procesamientos o condenas por crímenes cometidos al servicio de sus gobiernos. Fitzgerald debería afirmar que quienes se dediquen a presionar para conseguir el perdón pueden arriesgarse a ser procesados por conspiración para obstaculizar la justicia.

 

Esos perdones van de la mano con las mentiras que Fitzgerald denunció. Si los funcionarios que violan la ley y después mienten saben con certeza que van a escapar del castigo legal, debemos empezar a pensar que no tenemos gobierno alguno. Tan sólo una secuencia de conspiraciones criminales. Ha habido perdones escandalosos durante décadas, pero las mentiras de los años de Reagan superaron el listón… Deberíamos considerarlo como una cuestión política importante. Un modelo a seguir ahora podría ser el de Jonathan Pollard, condenado a cadena perpetua en 1987 por espiar para Israel. Bush padre y Clinton se vieron sometidos a fuertes presiones para perdonarle pero se negaron a ceder debido a que las Fuerzas Armadas dijeron sencillamente «No, no queremos apoyar el perdón». Ante la perspectiva de perdón para Libby y el resto de socios, el mensaje popular debería ser idéntico. De otra forma, Fitzgerald estará malgastando su tiempo y el dinero público.

 

Judy Miller alcanza la carretera

 

Sus abogados hicieron un pacto con el New York Times y ahora Miller se ha colocado como periodista independiente y escribe un reportaje sobre sus años en el New York Times y sus días en prisión. La vi en el programa de Larry King el martes 8 de noviembre por la noche y estuvo bien, declinando todas las oportunidades de lanzar arena a la cara de Maureen Dowd. Era la opción adecuada. Tengo que cuchichear porque mi co-editor es un fan de Dowd aunque yo siempre he pensado que hay algo poco sólido en las columnas de Dowd.

 

Mirando hacia atrás, el «Golpe del Día de Judy» en el New York Times, cuando la desagradable columna de Dowd siguió las huellas del «comunicado interno» de Keller, parecía una especie de calculada parodia en dos tiempos. (Creo recordar haber leído que Keller y Dowd eran pareja, aunque quizá eran Dowd y Howell Raines. El amor casero de Dowd y Miller pervive en mi memoria como un daiquiri puesto al sol). En aquel momento, escribí que el comunicado de Keller era repugnante y él ha confirmado ahora mi juicio inicial, disculpándose por haber insinuado en su cobardica comunicado que Miller y Libby estaban «enredados», con todos los paroxismos que esa palabra implica, también que ella había «engañado» a su director, Philip Taubman. Keller concede ahora que Taubman nunca se quejó de estar siendo engañado por Miller.

 

No apoyo a Miller, quien escribió historias terribles durante muchos años, pero quienes deberían salir despedidos del New York Times son el editor, Sulzberger, y el director Keller. Ellos son quienes han hecho una terrible chapuza y el consejo de administración haría bien en ponerles a desfilar por el borde del precipicio.

 

Larry King preguntó a Miller si iba a escuchar la conferencia de Chalabi en el Consejo de Relaciones Exteriores en Nueva York y ella dijo que tenía que dar su propia charla en [Washington] DC. Chalabi apareciendo de repente por todas partes. Kris Lofgren asistió a la conferencia de Ahmad Chalabi en el Instituto de la Empresa Americana a mediados de semana e informó sobre un ingenuo Hitchens declarando a la salida de la conferencia que Chalabi podría haber desbaratado las claves de los servicios de inteligencia estadounidenses, porque «es un genio matemático» y «experto en criptología». Esto es ridículo, dijo el asiduo en CounterPunch Assaf Kfoury, quien obtuvo un doctorado en MIT (*) en 1972, y coincidió con Chalabi los años en que éste estuvo allí. «Chalabi no era un genio matemático. En el fondo, MIT, que le concedió un master, no quería que hiciera allí el doctorado. Y Chalabi hizo su tesis sobre una cuestión que ni remotamente estaba relacionada con la criptología. La hizo en la Universidad de Chicago y fue sobre la teoría [matemática] de los nudos».

 

Y, ciertamente, consiguió atar a Judy.

 

N. de T.:

(*) MIT, siglas en inglés del Instituto de Tecnología de Massachussets, famoso por ofrecer educación en conocimientos avanzados que contribuyen al desarrollo de la ciencia y la tecnología.

 

Texto original en inglés:

www.counterpunch/org/cockburn11112005.html