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Libia sigue sumida en una guerra en bucle entre la injerencia de muchos actores, los silencios cómplices y la miseria en las calles

Las mil guerras de Libia

Fuentes: La Marea

Ni Túnez, ni Egipto ni ningún otro foco de los muchos que ardieron en 2011 acaparó tantas horas de informativos como Libia. Aquel país abriéndose en canal ante nuestros ojos en prime time era puro entretenimiento televisivo; pero, tras las imágenes del brutal linchamiento de Gadafi, se cortó la retransmisión. La guerra había acabado y ya no había nada más que contar. Si aquella marea de periodistas hubiera vuelto en 2012 para cubrir las primeras elecciones en la historia de Libia, podría haber contado que, a diferencia de lo ocurrido en los países vecinos, no las ganaron los islamistas. Para entonces, Libia solo se mostraba ante nuestros ojos como chispazos esporádicos que no llegábamos a entender: aquí el consulado americano ardiendo en Bengasi (cuando mataron al embajador); allá el aeropuerto de Trípoli ardiendo en 2014; más allá la capital del califato libio ardiendo en 2016 y, por supuesto, la llamada crisis de refugiados. Libia volvía a ser lo que había sido siempre: un rompecabezas irresoluble.

La ONU y la UE

Desde 2014 dos gobiernos se disputan el poder en Libia: uno en Trípoli, respaldado por la ONU, y otro en Tobruk, en el este del país. En otoño de 2015, unos correos electrónicos filtrados al británico The Guardian desvelaron que supuestamente Bernardino León, enviado de la ONU para Libia, había desempeñado su labor de mediador manteniendo una relación con Emiratos Árabes Unidos que ponía en entredicho la neutralidad que se presuponía a su puesto. En uno de aquellos mensajes, León detallaba al Ministro de Exteriores de EAU “una estrategia que deslegitimaría por completo” al gobierno de Trípoli, según recogía el periódico; en otro, el diplomático malagueño mostraba su preocupación sobre cómo ocultar el hecho de que sus patrocinadores estuvieran enviando armas a Libia, en clara violación del embargo de armas de Naciones Unidas. Lejos de contribuir a una solución, la ONU solo contribuyó a demorarla. Y la situación se enquistó.

Tras el escándalo del conocido como el Leongate, el diplomático renunció a su cargo y voló a Dubái en noviembre 2015, donde pasó a cobrar mil euros diarios como director de la Academia Diplomática de EAU. El silencio cómplice de gran parte de la prensa internacional unido al ensordecedor eco mediático del atentado de París de noviembre de 2015 ayudaron a correr un tupido velo. La ONU prometió una investigación que nunca llegó a ver la luz.

En marzo de 2016 desembarcó, literalmente, el Ejecutivo de Fayez Al Serraj en una base naval de Trípoli. La ONU apostó entonces por un gobierno levantado sin el refrendo de los libios, algo que no impidió que fuera reconocido como el “único Ejecutivo legítimo” de Libia. Su presencia física en Trípoli solo ha sido posible gracias a una red de milicias que incluyen notorios elementos salafistas. El gobierno del este, el de Tobruk, también cuenta con su propio parlamento, aunque las decisiones caigan sobre los hombros del autoproclamado mariscal Jalifa Haftar. Antiguo miembro de la cúpula que aupó al poder a Gadafi, fue reclutado por la CIA para convertirse en su principal opositor desde su exilio en Virginia (tiene la ciudadanía estadounidense). Hoy es el caudillo del este y capitanea una suerte de milicias, algunas lideradas por sus propios hijos, y que tienen fuertes vínculos con la hidra salafista del jeque saudí Rabi al Madjali. 

Ambos gobiernos libios se apoyan en una red de alianzas bordadas sobre el tejido tribal libio; unas 140 tribus con ramificaciones que se extienden por todo el Magreb. Tras la fractura de 2014, las tribus antes leales a Gadafi se pusieron bajo el paraguas del gobierno del este, que respaldan entre otros Francia, Rusia, Arabia Saudí, Egipto y Emiratos Árabes Unidos. Por su parte, Trípoli cuenta con Turquía y Qatar como aliados más sólidos. Tras un lustro en el que la balanza no se inclinaba hacia ninguno de los dos Ejecutivos (el Estado Islámico  estuvo presente durante ese periodo de tiempo con su capital en Sirte), Haftar lanzó una brutal ofensiva sobre Trípoli en abril de 2019 con la cobertura aérea y logística de Emiratos Árabes Unidos. El avance fue muy rápido y los bombardeos sobre la población civil demasiado indiscriminados, tanto que Londres y Berlín alzaron la voz en un principio apuntando a una “agresión por parte de alguien que no había sido atacado”. 

Europa iba a pedir a Haftar que reculara, pero Francia lo impidió haciendo un tour por las capitales europeas y recurriendo a todas las herramientas diplomáticas que se podían haber utilizado. Fue fácil, principalmente porque las elecciones parlamentarias de la UE en mayo de 2019 llenaron Bruselas de políticos que comparten la visión de Emmanuel Macron sobre Libia, entre ellos Josep Borrell, el Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores. Por su parte, Trump llamó directamente a Francia y Rusia y les dijo que no quería ni a Egipto ni a EAU de enemigos. Washington también apoyaría a Haftar. Recordemos, una vez más, que es el de Trípoli el gobierno que reconoce la ONU.

Guerra eterna

La penúltima guerra de Libia se ha nutrido de una gran cantidad de mercenarios luchando en ambas partes, como los rusos y los sudaneses de Haftar o los islamistas sirios enviados por Ankara para defender el gobierno de Trípoli. No obstante, la Blitzkrieg del mariscal dejó de serlo cuando la tecnología militar de un miembro clave de la OTAN como Turquía dejó a los drones emiratíes en tierra. Nada más cumplirse un año del comienzo de la ofensiva, el caudillo del este perdió casi todas las plazas conseguidas en el oeste. A pesar de la debacle, la ira de Haftar se sigue catalizando en bombardeos indiscriminados sobre la capital libia. Al cierre de esta edición se registran cinco nuevas muertes en el populoso barrio de Gorji, al oeste de Trípoli, que se suman a un total de casi 700 víctimas civiles desde el inicio de la ofensiva, según datos de la ONU.

Uno de los aspectos más llamativos de dicha ofensiva ha sido el apoyo incondicional de Emiratos Árabes Unidos a la causa del mariscal. Al hablar de injerencia internacional en Libia sorprende, quizás, que no se trate ni de Riad, ni de Washington ni de Moscú, sino que sea la pequeña Abu Dabi la más entregada. Consultado por La Marea, Jalel Harchaoui, investigador del Instituto Clingendael (La Haya) así como uno de los analistas más reputados sobre Libia, asegura que el país del Golfo mira con mucha preocupación que los Hermanos Musulmanes (capitaneados por Turquía y Qatar) se abran hueco en mitad de vacíos de poder en países de la región como Sudán, Somalia y, por supuesto, Libia.

“Las monarquías del Golfo no ofrecen a su pueblo ni un discurso político ni las libertades más elementales. Una oleada de populismo generada por los Hermanos Musulmanes por toda la región es la gran pesadilla para El Cairo, Riad o Abu Dabi. Un país tan pequeño como Emiratos Árabes Unidos no sobreviviría a algo como lo de 2011”, apunta el analista. 

Y es que Libia es un tesoro en muchos sentidos: tiene las mayores reservas de petróleo de África (no las más explotadas), además de agua fósil y enormes reservas minerales. Está muy cerca de Europa y ofrece no solo un potencial turístico muy grande sino también una red de puertos con la que soñarían muchos. Por otra parte, la población libia apenas asciende a seis millones. Sumamos estos factores y descubrimos un país al que, si se le deja tranquilo, podría gobernar con éxito hasta el más inútil de los gobernantes, como ya lo demuestra su corta historia. Por el momento, sabemos que no será Haftar. Su debacle ha sido de tal magnitud que hasta él mismo ha suscrito el llamamiento al diálogo del presidente egipcio, Abdel fatah al-Sisi, del pasado 6 de junio. En Trípoli hacen oídos sordos mientras hablan de “recuperar el control sobre toda Libia”, algo que podría desembocar en una nueva guerra. O en la continuación de aquella de 2011.

La calidad de vida

Más allá de complejas disquisiciones geopolíticas, la calidad de vida de los libios sigue en caída libre desde el final de la guerra de 2011. A los problemas de seguridad endémicos se les suma el colapso económico. El dinar libio estaba a la par que el euro en 2011 y hoy se cambia a seis en el mercado negro. La inflación es galopante, y la falta de liquidez para pagar salarios se ha convertido en uno de los problemas más acuciantes para los libios (el 85% de los sueldos procede del sector público). El colapso económico se agrava todavía más al afianzarse la economía libia sobre un modelo de desarrollo basado exclusivamente en los beneficios del petróleo desde finales de los años 60, y que actualmente pasa por sus horas más bajas. Por último, las diferentes facciones compitiendo por el poder dificultan la reconstrucción de la red de infraestructuras públicas más básicas, algo que impide que el país pueda recuperarse de la crisis o encarar otras nuevas como la del COVID-19. Sí, también ha llegado hasta allí.