El hombre tenía 32 años, era camionero e incubaba un odio de por lo menos dos décadas. Es lo que sabemos. También, que ató a tres niñas contra el pizarrón de su aula y disparó varias veces con una pistola automática, apuntándoles a la cabeza y los brazos. Al menos siete pequeñas resultaron gravemente heridas […]
El hombre tenía 32 años, era camionero e incubaba un odio de por lo menos dos décadas. Es lo que sabemos. También, que ató a tres niñas contra el pizarrón de su aula y disparó varias veces con una pistola automática, apuntándoles a la cabeza y los brazos. Al menos siete pequeñas resultaron gravemente heridas cuando el hombre, antes de suicidarse, descargó el arma a tontas y a locas sobre las que habían asistido a la ejecución de sus compañeras. Las edades de las niñas oscilan entre los seis y los 13 años.
Eso ocurrió hace unas pocas horas, lo que no impide la abundancia de detalles aterradores sobre la tragedia que sacudió a la comunidad amish del condado de Lancaster, en Pensilvania, hasta ayer un sitio tranquilo, de ambiente finisecular y polvoriento. El único pecado atribuido a los amish, granjeros religiosos ortodoxos de rígidas y serenas costumbres, parece ser que sobreviven a la dominante cultura monolítica de su país mediante el ocultamiento. No molestan a nadie, no beben alcohol, producen con sus manos aquello que los alimenta y les da cobija, y se les distingue por su bondad, sus largas barbas y sus sombreritos de paja.
Ayer un hombre asesinó a las niñas amish y, también, a la privacidad de ese pueblecito recogido de Nickel Mines, en Pensilvania. En las entrevistas de prensa, la gente, horrorizada, se pregunta qué vendrá después de agredir a los habitantes de una secta que se distingue por el desprecio a la violencia, incluso en Estados Unidos donde esta es endémica.
Tampoco es suficiente decir que este camionero fue envenenado por entelequias religiosas de un grupo en vías de desaparición. Independientemente de sus extraños pretextos para matar -todavía nadie sabe por qué solo a niñas-, el odio viene de un país que ha visto por la televisión, en una semana, otras dos escenas como esta. El odio viene de una sociedad enferma, con pretextos que nunca se extinguen porque se multiplican. Desde hace años en Estados Unidos las escuelas dejaron de ser lugares de estudio para convertirse en terrenos minados por donde se mueven metódicamente jóvenes enmascarados, disparando sus armas semiautomáticas contra estudiantes y maestros que encuentran a su paso.
Como si obedecieran a una regulación de la naturaleza, las masacres escolares en Estados Unidos se han convertido en un grotesco ritual que va de primavera a otoño, saltándose las vacaciones escolares. En octubre de 1997 un joven de 16 años, en Pearl, Mississippi, primero asesinó a su madre y después se dirigió a su escuela, donde acabó con la vida de dos estudiantes e hirió a siete más, y pocos días después, un joven de 14 años fue a su escuela de West Paducah, Kentucky, a asesinar a tres estudiantes y herir a cinco más.
Otras tragedias han ocurrido en la temporada primaveral: en marzo de 1998, dos jóvenes, de 11 y 13 años de edad, asesinaron a cuatro muchachas y a una maestra a las afueras de su escuela en Jonesboro, Arkansas; al mes siguiente, un maestro de ciencia fue abatido a tiros en una escuela de Edinboro, Pennsylvania, presuntamente por un joven de 14 años de edad; en mayo de 1997, en Fayetteville, Tennessee, un estudiante de 18 años disparó contra uno de sus compañeros en el estacionamiento de una escuela; dos días después, en Springfield, Oregon, un adolescente de 15 años abrió fuego en su high school, asesinando a dos jóvenes e hiriendo a más de 20 (más tarde la policía encontró que también había ultimado a sus propios padres).
La prensa norteamericana perdió la cuenta de cuántos asesinatos se han cometido en las escuelas, después del 20 abril de 1999. Ese día tocó turno a la Columbine High School, en Littleton, Colorado, donde los adolescentes Eric Harris y Dylan Klebold -de 18 y 17 años, respectivamente- asesinaron a 12 estudiantes y un maestro, en una misión de furia a la que la revista Newsweek denominó «la masacre escolar más letal en la historia de Estados Unidos». En casi todos los casos, los asesinos han terminado el show descargando las armas contra ellos mismos.
Suicidarse para matar a otra persona no obedece a una situación final, sino al odio. Muchas veces el que fracasa en la vida culpa a la persona que tiene más cerca, o con la que comparte esa vida. La jaula familiar está envenenada. La jaula social está peor aún: cualquiera puede tener a mano un arma para dispararle al prójimo y a sí mismo. Hay psicólogos en Estados Unidos que dicen que es menos peligroso pasearse solo de noche por los peores barrios que vivir siempre en situación límite en un país donde se percibe el odio por todas partes. Se expresa en discursos, en púlpitos, en artículos, en juegos de video, en la televisión. Un odio insultante, mentiroso, de tripas revueltas. Que cada día es mayor, como debieron percibir sin comprender esas dulces niñas amish, poco antes de ser fusiladas contra la pizarra.