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Las últimas horas de Sirte

Fuentes: Gara

Una operación militar que dura ya tres meses está a punto de hacerse con el bastón libio del EI en la ciudad de Sirte. La batalla se libra calle por calle, y contra un enemigo que prefiere morir matando a ser capturado.

«He venido a matarlos, a todos, a cuantos más mejor». Salah, bigote rasurado y barba de puño, se resistía hablar con extranjeros pero acaba por desvelar las razones que le han traído a combatir hasta Sirte. «Es una shura del Corán, ¿sabe usted?», continúa el salafista de 26 años. «Un día una tribu se alzará sobre las demás reivindicándose como los únicos musulmanes. Está permitido matarlos porque son herejes», recita solemne, con el dedo índice levantado.

Desde el cuartel general del frente occidental de Sirte, Salah repite que odia a los yihadistas del EI pero también queda patente que le disgustan los versos de Bati -popular rapero tunecino-, atronando desde los altavoces de una pick up pocos metros a su espalda. Y tampoco le gusta que Walid, el conductor, fume, o abandonara el frente el martes pasado para jugar un partido de balonmano en Trípoli. Pero les une el hecho de que ambos son libios, de Misrata para más señas, y combatientes de «Estructura Sólida». Esa es la operación militar lanzada el pasado mes de mayo que busca expulsar al EI de la ciudad en la que se hizo fuerte hace casi dos años.

Walid conduce a diario por la carretera que lleva al distrito 2, al oeste de Sirte. Imposible no reparar en la acequia donde se escondía Gadafi antes de ser linchado por milicianos de Misrata. «¿Veis ese trozo de chatarra carbonizado? Era su coche», señala Walid, elevando la voz sobre la del rapero. En realidad son muchos los detalles que recuerdan este asalto al de 2011, cuando la ciudad natal del depuesto coronel fue el último bastión de sus leales. El fotoperiodista Ricardo García Vilanova, que también cubrió esa ofensiva y firma las fotos de este reportaje, habla de paralelismos sorprendentes:

«Los escenarios de combate se repiten, y en el mismo orden. En 2011 también empezaron por al centro de conferencias de Uagadugu, donde los gadafistas se atrincheraron como lo hizo el ISIS; luego el hospital, el barrio del Dólar… Es prácticamente un calco de lo que ocurrió hace cinco años», recuerda el fotógrafo catalán.

Los yihadistas fueron expulsados del complejo Uagadugu a principio de este mes. Hoy resisten en los distritos 1 y 3, totalmente rodeados por el mar al norte, las fuerzas de Misrata al oeste y las de Yadrán (ver anexo) al este.

Disparos al cuello

Una primera parada en el pequeño hospital de Zafaran, ese junto a la rotonda sobre la que se elevan los mástiles en los que el ISIS crucificó a infieles y herejes hasta casi ayer mismo. Desde allí, Ayman al Harrama, médico voluntario -todos aquí lo son- asegura que lo peor son los coches bomba suicidas:

«Tienen una enorme capacidad explosiva y van cargados de rodamientos y escoria que vuela en todas direcciones como balas», acota el sanitario, con unas ojeras que hablan de agotadoras jornadas de 20 horas. La conversación se interrumpe abruptamente con la llegada de una nueva ambulancia desde el distrito 2.

«Dios es el más grande», repite a gritos un miliciano empapado en sangre mientras lo sacan de las tripas del vehículo en camilla. Apenas se necesitan unos segundos para que un subsahariano limpie la sangre que ha quedado dentro del vehículo. Es de Níger. Le dieron a elegir entre Sirte o un centro de detención y no se lo pensó dos veces.

El conductor, vestido con un chaleco antibalas y casco, no se molesta en bajar porque volverá de inmediato a la avenida que conduce al frente. Son 500 metros hasta el hospital de campaña, desplegado en un edificio destruido cuando todavía no se había acabado de construir. Los médicos luchan por maniobrar con las camillas entre escombros de obra, cascotes y basura; uno de ellos coge del brazo a un hombre que camina descalzo y en estado de shock para obligarle a tumbarse en la última camilla que ha quedado libre. Su anterior ocupante llegó muerto con un tiro en el cuello.

«Son muchos así», explica Hassan Onbes, traumatólogo en Trípoli en otra vida, mientras sostiene una bolsa de suero con su mano izquierda. «Los terroristas saben que un tiro en el pecho, o incluso en la cabeza, no es necesariamente letal. Pero un tetrapléjico jamás volverá a luchar». Otro sanitario, visiblemente sobrepasado por la situación, insiste en ver nuestro permiso para trabajar aquí. A diferencia de la ofensiva de Sirte de 2011, en la que nadie hacía preguntas a los periodistas, la de 2016 conlleva un intrincado proceso burocrático hasta conseguir el permiso del Centro de Operaciones Especiales con sus tres sellos. A diferencia de ayer, hoy no falta ninguno por lo que el médico da su visto bueno antes de volver a atender la emergencia.

Coches bomba

El frente está a la vuelta de la esquina, literalmente. El paseo marítimo que atraviesa Sirte de oeste a este es el escenario principal, aunque conviene vigilar las callejas secundarias por las que los coches bomba del enemigo asoman por sorpresa para reventar a espaldas de los milicianos. Ocurrirá tres horas más tarde. El último explotó de cara hace 10 minutos. El fuego casi ha sido sofocado.

Al cabo de una hora, la primera línea ya ha sido asegurada con unos contenedores de transporte marítimo que dividen la Corniche de Sirte en dos. La avenida es relativamente segura aunque todos los milicianos evolucionan pegados a la línea de villas frente al mar para evitar ponerse al alcance de los francotiradores. Entre sorbos de té en un vaso de papel, Yousef intenta completar mentalmente el puzle de los restos de un combatiente del ISIS pero todavía le falta un brazo.

«Muchos llevan chalecos explosivos. Cuantos más infieles maten en la tierra, más comodidades tendrán en el cielo», dice este panadero de Zawiya, poco antes de dar con el brazo que buscaba.

«En 2011 combatimos contra seres humanos, libios como nosotros. Pero esto es distinto, es como si vinieran de otro planeta. Nadie ha combatido nunca a un enemigo como éste», acota el miliciano sin ocultar su estupor. A escasos 20 metros de allí acaban de encontrar los cuerpos de otros tres, esta vez enteros. Dos de ellos son subsaharianos.

«Serán nigerianos, o senegaleses, o hausas… ¿qué demonios hacen aquí matando a los nuestros?», espeta otro combatiente tras sacar una foto de los cadáveres con su móvil. Quizá tenga más motivos que el resto para estar enfadado. Es de Sirte y su casa está en el distrito 1, hoy bajo control de los yihadistas. Se llama Haytham y no tiene inconveniente en relatar cómo era la vida en el califato magrebí:

«No había hospitales, ni servicios básicos… faltaba de todo. Si ibas al edificio de su administración a pedir algo tenías que hablar con un hombre de espaldas que nunca atendía tus demandas», recuerda el miliiciano, mientras recupera fuerzas con una empanada de carne y una Pepsi.

«Al principio eran Ansar al Sharia -grupo creado en 2011 que aboga por la implantación estricta de la sharia en Libia- y luego se dividieron: unos juraron lealtad al EI y los que se negaron abandonaron la ciudad. Para cuando nos dimos cuenta ya se habían hecho con el control de todo». Una vez declarado el califato en Sirte, continúa Haytham, se sumaron al grupo antiguos gadafistas, e incluso subsaharianos.

«A los negros los tenían presos en el edificio del Banco de Sirte. Supongo que muchos de ellos vieron una oportunidad de escapar y al final han muerto aquí, o lo harán pronto», apunta el de Sirte. El tendrá más suerte. El último coche bomba del día le mandará a Misrata en helicóptero con una bola de acero en el estómago. Sobrevivirá.

Operativo complejos y errores estratégicos

Actualmente Libia convive con tres Gobiernos: uno en el este, otro en el oeste, y un tercero, el Gobierno Unidad Nacional (GNA), que cuenta con el respaldo de la ONU y dirige actualmente la operación militar en coordinación con Misrata. La tenue pátina de legitimidad que ostenta el GNA es la que le ha permitido oficializar una intervención internacional que permita frenar el avance del Estado Islámico en Libia.

Datos del Pentágono revelados el pasado 18 de agosto hablan de 62 «ataques de precisión» sobre posiciones del Estado Islámico en Sirte a lo largo de este mes, un apoyo aéreo que ha acelerado el avance de las fuerzas libias sobre el terreno. Sea como fuere, prestigiosas cabeceras internacionales como el Washington Post o el digital Middle East Eye han apuntado a la presencia de tropas americanas, británicas e italianas en Sirte. Desde su despacho en el Centro de Operaciones Especiales de Misrata, el general Mohamed al Ghasri negaba tal extremo a GARA insistiendo en que sólo hay tropas libias combatiendo sobre el terreno. El operativo militar tiene dos cabezas: el frente oeste, gestionado por Misrata, y el del este por las fuerzas de Ibrahim Yadrán, antiguo comandante de las fuerzas que custodiaban plantas petrolíferas y hoy señor del petróleo y la guerra.

La gran capacidad de combate de los yihadistas ha resultado en la muerte de más de medio millar de combatientes libios desde el inicio de la operación (se desconoce el número de bajas entre el ISIS). No obstante, los fieles a Bagdadi se han demostrado completamente ineficaces a la hora de ganarse a la población local para construir un entorno afín. En Sirte se han comportado como en Irak o en Siria, o como ya lo hiciera Al Qaeda en la región sunita de Anbar (oeste de Irak) durante la pasada década. Los castigos, desde latigazos por fumar o escuchar música, hasta las 49 ejecuciones documentadas por «crucifixión»; los robos y saqueos, o la falta de servicios básicos han hecho que dos tercios de los 80.000 habitantes de Sirte huyeran de la ciudad desde la llegada del EI en 2014. El centro de gravedad de todo movimiento insurgente es su conectividad con la población local, y ese ha sido el principal error estratégico de los yihadistas.

Fuente original: Gara