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Ley de Violencia de Género y daños colaterales

Fuentes: Gara

Vivimos en una sociedad hipócrita, que proclama que hay que procurar mantener el mayor grado de comunicación entre los padres en beneficio de los hijos. Y, a continuación, se dispone una ley que regala prohibiciones de hablar, incluso, por teléfono Me anima a escribir estas líneas el que en las últimas fechas se estén publicando, […]

Vivimos en una sociedad hipócrita, que proclama que hay que procurar mantener el mayor grado de comunicación entre los padres en beneficio de los hijos. Y, a continuación, se dispone una ley que regala prohibiciones de hablar, incluso, por teléfono

Me anima a escribir estas líneas el que en las últimas fechas se estén publicando, en algunos periódicos de nuestro entorno opiniones acerca de la existencia de denuncias falsas de malos tratos. Y me anima, no sólo en el sentido de que me impulsa a manifestarme sobre el tema, sino también en el de que me alegra que hablar de ello empiece a dejar de ser tabú.

Debería de ser evidente que la mejor manera de defender a quienes sufren malos tratos, no es empeñarse en negar u ocultar que hay mujeres y abogados que recurren a las falsas denuncias por razones muy diversas (venganza, posible influencia en el juez que debe dictaminar sobre la custodia de los hijos, ayudas económicas de la Administración, etc.). Al contrario, la lacra que supone la existencia de este tipo de comportamientos daña gravemente la credibilidad de aquellas que necesitan ser protegidas. Da la impresión de que el péndulo de la Historia nos ha devuelto a la época del amor cortés medieval, cuando la dama era considerada (pero…, ¡ay, sólo en la ficción literaria!) un ser superior y perfecto. Mal vamos hacia la igualdad si se idealiza a la mujer: poco igualitaria fue la Edad Media. Parece que se llegará antes a esa meta si ya, de partida, consideramos a ambos sexos parejos: los dos, capaces de actuar con el mismo grado de ética, entre el vil cero y el loable diez.

Cualquiera que se haya acercado a la Ley de Violencia de Género sabe que es injusta. Que, incluso, es inconstitucional, por más que la haya declarado acorde con los derechos reconocidos en la Constitución el Tribunal que dictamina sobre esta cuestión (tribunal tan político, tan dependiente de los intereses políticos, que sus miembros son elegidos por los partidos). El varapalo que dicha ley propina a la presunción de inocencia tira por tierra un principio que es fundamental en toda sociedad democrática. Además, es ese desprecio a la presunción de inocencia lo que da vía libre a la interposición de falsas denuncias.

No parece muy constitucional tampoco la discriminación que establece en relación a quien maltrata. Así, en nuestro ordenamiento jurídico, un mismo hecho resulta constitutivo de delito si lo ejerce el hombre sobre su mujer; y de falta, si lo realiza la mujer sobre su compañero, o si lo practica cualquiera fuera de la pareja. Ya sé que tal parcialidad se ha justificado con la necesidad de ejercer una discriminación positiva a favor de la mujer. Pero no debería gozarla cualquier mujer. Quien maltrata se vale de su superioridad física o psicológica, y de su inferioridad ética para hacerlo. Tan despreciable es el hombre que dirime sus problemas sentimentales a golpes, como la mujer que actúa de la misma manera. ¿Qué trato de favor merece la mujer que humilla al hombre, que no merezca el hombre que humilla a la mujer?

Pero, además, hay alguien inocente que se puede ver gravemente perjudicado por la Ley de Violencia de Género: los hijos. Lo normal es que una condena lleve aparejada una orden de alejamiento y una prohibición de comunicarse «por ningún medio» con la mujer. La realidad nos demuestra que una orden de alejamiento no protege a la víctima. Las noticias que dan cuenta de graves agresiones, a menudo acaban con la coletilla «el hombre tenía una orden de alejamiento». Es obvio que a quien está dispuesto a asesinar difícilmente lo disuadirá que se le diga «usted, no sólo no puede tocar a esta mujer, sino que tampoco puede verla o hablarle». No obstante, como posible medida preventiva, admitamos que se dicte cuando exista la más mínima posibilidad de peligro para la mujer. Pero la inmensa mayor parte de las sentencias que se dictan se refieren a hechos puntuales, producidos en una situación conflictiva de separación, seguramente irrepetibles, que la ley (la general) sigue considerando faltas cuando no se producen en la pareja.

En estos casos (la mayoría) en los que la orden de alejamiento es innecesaria (y no digamos en las condenas injustas que son consecuencia de falsas denuncias), los más gravemente perjudicados son los hijos. La orden de alejamiento, y consiguiente prohibición de comunicación entre los padres, puede provocar serios trastornos a los niños. Piensen quienes sean padres en cuántas decisiones compartidas hay que tomar a diario por el bien de los vástagos. ¿Es bueno para el hijo que sus padres no puedan hablar sobre qué idioma o qué asignaturas optativas habrá que escoger en la escuela? ¿Le favorece que los padres no puedan establecer pautas educativas comunes? ¿Qué sufrimiento gratuitamente añadido experimenta un niño que entra al quirófano (y estoy hablando de un caso real), sin que su padre pueda acompañarlo, porque está presente la madre?

Alguien podría responder a estas preguntas que, a fin de cuentas, el perjuicio a los niños lo produce la irresponsabilidad de sus progenitores: del padre, si ha maltratado; o de la madre, si la denuncia ha sido falsa. Pero no es exactamente así, ya que, en el segundo caso, también es responsable la sociedad. Porque los medios de comunicación han creado un clima social en torno al tema de los malos tratos, en el que cabe todo en defensa de la mujer. Porque los políticos han respondido demagógicamente a esa presión mediática con una ley impresentable. Porque muchos jueces juzgan con el oído puesto en esa opinión pública mediáticamente creada, y no puesto en el juicio.

Vivimos en una sociedad hipócrita, que proclama que, en caso de separación de la pareja, hay que procurar mantener el mayor grado de comunicación entre los padres en beneficio de los hijos. Y, a continuación, se dispone una ley que regala prohibiciones de hablar, incluso, por teléfono. Ley de la que se puede decir todo lo malo: injusta, antidemocrática como todas las leyes de excepción, demagógica, ineficaz… Ley que, como una canción rusa, suena bien a quienes se pide el voto, aunque no se sepa qué dice. Si produce daño a los niños, no importa. Porque no votan.

* Luis-M. Puente. Profesor y pedagogo.