Cuando está a punto de cumplirse un lustro desde el comienzo de la guerra en Libia, la complicada situación en sus carreteras ofrece una certera radiografía del momento en el que se encuentra el país. «¿A Trípoli? Se puede, pero no desde aquí». En Zuara, una localidad costera a 60 km de la frontera con […]
Cuando está a punto de cumplirse un lustro desde el comienzo de la guerra en Libia, la complicada situación en sus carreteras ofrece una certera radiografía del momento en el que se encuentra el país.
«¿A Trípoli? Se puede, pero no desde aquí». En Zuara, una localidad costera a 60 km de la frontera con Túnez, todo el mundo coincide en que los poco más de 100 km hasta la capital libia son impracticables. A menos de 15 kilómetros hacia el este, en Sabrata, uno se arriesga a «incrustarse» contra un puesto de control gestionado por el ISIS. Aún en el caso de que se haga coincidir el trayecto con la hora del rezo, Anwar Salik, miliciano local, avisa de que la amenaza no acaba ahí.
«Tras Sabrata hay que atravesar el territorio de los Warshafana donde, casi con toda seguridad, te robarán el coche para venderlo en el mercado de Aziziya (sur de Trípoli)», lo mejor, añade Salik, es viajar por mar en una de las lanchas rápidas que salen de Zuara.
Casi cinco años tras el comienzo de la guerra que destronó a Gadafi, viajar por Libia es como hacerlo por Afganistán: si se puede se vuela a las principales ciudades; si no, se tienta a la suerte por carreteras que controlan mil grupos armados.
La actual atomización del poder en el país se explica, en parte, por la existencia de dos Gobiernos y sendos parlamentos: el de Trípoli, sostenido principalmente por Turquía y Qatar, y el de Tobruk que reconoce la ONU y respaldan Egipto, Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí, y bajo cuyo paraguas se alinean tribus antes leales a Gadafi como los Gadafa, los Warfallah o los Warshafana.
Otra alternativa terrestre para llegar a Trípoli desde Zuara sería hacerlo desde las montañas de Nafusa. Apenas son 80 kilómetros desde la costa pero hay que atravesar Wotya, que controla Tobruk. Descartado. Hoy por hoy, la única vía segura para acceder a la cordillera desde la costa es desandar el camino hacia Túnez y volver a entrar en Libia a través del paso de frontera de Dehiba-Wazzin.
Seguridad en carretera
Apenas hay tráfico en ambos puestos fronterizos, ni para entrar ni para salir. La brutal devaluación del dinar libio en los últimos meses ha reducido drásticamente el número de libios que cruzan a Túnez para ir al médico, hacer compras, o beberse sus ahorros en la isla de Yerba, o Túnez capital. No hay dinero. El único tráfico transfronterizo fluido es el de los camiones cisterna. Circulan en línea, prácticamente pegados, por la única carretera de Nafusa tras llenar sus jorobas de gasolina libia, todavía más barata que la tunecina.
Los surtidores se quedan secos tras el paso de los contrabandistas por lo que Tariq Hassan, un abogado local de Nalut, nunca viaja sin una reserva extra de gasolina en el maletero. Otro elemento imprescindible en la carretera libia es la pistola, pero ésta cambia de sitio según la coyuntura.
«Generalmente la llevo en la guantera para tenerla a mano por si alguien me da el alto con la intención de robarme. Si es un checkpoint organizado la escondo porque sé que me la quitarán si la encuentran. Una pistola es mucho más cara que un Kalashnikov y no estoy dispuesto a tirar mi dinero», explica Hassan, que asegura detestar las armas.
Toda precaución es poca cuando uno se aventura a abandonar las lindes de su localidad en Libia, pero muchas veces no queda más remedio. Una razón de peso es cobrar la nómina. Los sueldos dejaron de llegar a las montañas hace cinco meses, cuando el helicóptero que traía el metálico a la sucursal local del Banco de Libia fue derribado. Desde entonces, los lugareños bajan a Trípoli al menos una vez al mes. Eso sí, además de incluir gasolina extra en el maletero y una pistola, conviene preguntar a la milicia local sobre sus últimas actuaciones. Las razones son obvias:
«Aún tomando carreteras secundarias para evitar a los Warshafana, hay que atravesar Zintán (una localidad árabe alineada con Tobruk) para llegar hasta Trípoli. Si la milicia de Nalut tiene retenido a algún zintaní, ten por seguro que te arrestarán a ti en cuanto llegues a Zintán», detalla Hassan.
No es algo demasiado grave. Incluso cuando hay rehenes, su liberación se lleva a cabo de forma bastante civilizada. Se intercambian en Kabao, una localidad a medio camino entre Zintán y Nalut que cuenta con el mejor restaurante de todo el macizo. Hassan dice que, a menudo, se quedan todos a comer antes de volver a casa.
Repostaje
Lo cierto es que Nalut y Zintan ilustran una situación que es extensible al resto del país. La mera supervivencia obliga a localidades rivales vecinas a llegar a acuerdos, tácitos o explícitos, que se siguen antojando imposibles entre sus respectivos Gobiernos de Trípoli y Tobruk. Si los zintaníes quieren seguir cruzando a Túnez saben que han de dejar pasar a los amazigh camino de Trípoli. Otro ejemplo es el del llamado «puente aéreo» de los árabes en Nafusa. Dado que éstos se alinean con Tobruk, en el extremo este, y las carretas hasta allí son impracticables (entre otras cosas por la presencia del ISIS en Sirte), los zintaníes operan vuelos desde un tramo de carretera que ya se usó como pista de aterrizaje improvisada durante la guerra. Para ello, por supuesto, necesitan que los amazighs de Rehibat retiren el checkpoint a la entrada del «aeropuerto». Generalmente nunca hay objeción.
En cualquier caso, la situación es extremadamente volátil por lo que la información de primera mano es fundamental antes de echarse a la carretera.
El último en entrar al popular restaurante de Kabao es Kaire ben Taleb, representante por Nalut tras las elecciones del Consejo Supremo Amazigh del pasado agosto. Recién llegado de Trípoli, el bereber aconseja evitar el barrio de Shuk al Juma por los combates entre las milicias de Misrata y las de Abdelhakim Belhaj, ese comandante islamista que combatió en Afganistán y
pasó por cárceles secretas de la CIA antes de convertirse en el primer Ministro de Defensa de la Libia post-Gadafi. La milicia de Belhaj controla el antiguo aeropuerto militar de Mitiga, el único operativo de la capital desde que el principal fuera reducido a escombros tras los combates entre las milicias de Misrata y las de Zintán, en agosto de 2014.
Halil no presta atención a las últimas novedades de Trípoli porque volverá a casa en cuanto se acabe su plato de pollo con cuscús. Su plan era viajar hoy a Túnez y pasar dos días borracho en Yerba, pero la frontera ha sido cerrada sin previo aviso. Ocurre a menudo. Frente a éstas y otras contingencias, Halil dice que destila su propio boja, el aguardiente local a base de higos y frutos secos. Su plan para el fin de semana será el de casi siempre:
«Voy a beber hasta que me parezca que en Libia las cosas finalmente funcionan», sentencia el libio con un eructo, justo antes de levantarse de la mesa.
El fiasco de la ONU
La extremada complejidad logística de los desplazamientos por Libia se explica por el vacío de poder en un país fragmentado en ciudades-Estado, e inundado de armas desde la guerra de 2011. Libia se ha convertido en un Estado fallido en el que los intereses y las necesidades de sus habitantes cobran un papel secundario frente a los de la miríada de agentes extranjeros involucrados, principalmente los de Estados rivales del Golfo Pérsico.
Por otra parte, la credibilidad de la Comunidad Internacional como un mediador válido se ha visto seriamente perjudicada ya desde el comienzo. Los 61,000 millones de euros aprobados por la Fundación Marshall durante la cumbre del G8 de 2011 nunca llegaron. Además, la precipitada celebración de elecciones, en julio de 2012, provocó el fracaso de un Gobierno de Unidad Nacional solvente.
A pesar de todo, la Comunidad Internacional apostó por el Gobierno de Tobruk frente al de Trípoli tras reconocer unos comicios parlamentarios en 2013 que boicotearon el 90% de los libios. Dicha trayectoria va en sintonía con la total ausencia de reacciones, ni qué decir de una investigación, tras los correos electrónicos filtrados que demostraban que el mismísimo enviado de la ONU para libia, el ex diplomático malagueño Bernardino León defendía los intereses de Emiratos Árabes Unidos, los que serían sus futuros contratantes (desde el pasado noviembre, León cobra 50.000 euros mensuales como director de la «Academia Diplomática» de EAU).
El ya conocido como «Leongate» fue definitivamente silenciado tras los atentados de París del pasado noviembre. Cuatro semanas más tarde, la ONU seguía con el plan impulsado por el malagueño y organizaba una charada en Marruecos en la que supuestos representantes de ambos Ejecutivos libios firmaban un acuerdo en aras construir un Gobierno de salvación y elaborar una hoja de ruta hacia unas nuevas elecciones. La indignación de los libios fue tal que representantes, esta vez legítimos, de ambas instituciones se reunieron por primera vez en Malta para rechazar de forma conjunta el acuerdo de la ONU. En uno de los correos, filtrados, León detallaba al Ministro de Exteriores de EAU una estrategia para deslegitimar al parlamento de Trípoli, negando así a una de las dos partes entre las que, supuestamente, necesitaba mediar. En otro correo electrónico, el malagueño mostraba su preocupación sobre cómo ocultar el hecho de que sus futuros patrones estuvieran enviando armas a Libia, en clara violación del embargo de armas de Naciones Unidas.
Una excusa tan previsible como recurrente era la amenaza planteada por el Estado Islámico en el país. Diversos analistas apuntan a que se estaría sobredimensionando su presencia de forma interesada. Sólo durante el pasado mes de diciembre, cabeceras británicas aseguraban que el EI se había hecho con el control total de la ciudad de Sabrata así como de Bin Jawad, la principal refinería del país. Sin embargo, fuentes sobre el terreno coincidían en que los yihadistas habían sido expulsados a las pocas horas de su aparición.
Sea como fuere, la del «auge imparable» de los yihadistas en Libia es una narrativa que suscriben tanto Londres como París, y que podría ser el preludio de una nueva intervención.
Pero antes de ello, tanto Gran Bretaña como Francia han de ser invitadas a hacerlo, algo que no puede ocurrir a no ser que un Gobierno de Unidad Nacional así lo exija. Queda por saber si ese era el objetivo principal del «acuerdo» firmado en Marruecos bajo el auspicio de la ONU; establecer sobre el papel un Gobierno único, aunque fuera puramente nominal, para volver a intervenir militarmente en el país.
Lo que es ya un hecho contrastado es que, lejos de contribuir a la estabilidad del país, la ONU ha demorado irremisiblemente una solución a su creciente fractura.