Recomiendo:
0

Libia: La Revolución como coartada

Fuentes: Rebelión

Traducido por Caty R.

Aníbal Gadafi, el hijo menor del dirigente libio Muammar Gadafi, volvió a divertir a los veraneantes europeos, en el verano de 2008, saltando a los titulares, una vez más, con la crónica de sus desatinos, llegando incluso a provocar una crisis diplomática entre Suiza y Libia mientras su padre, a finales de agosto, recibía una citación para presentarse ante la justicia libanesa por su complicidad en la desaparición del imán Moussa Sadr, jefe espiritual de la comunidad chií libanesa, que desapareció en Libia el 30 de agosto de 1978 mientras efectuaba una visita oficial al país, invitado por el «Guía de la Revolución».

Aníbal, el último de los cuatro descendientes varones de la familia Gadafi, a pesar de que luce un prestigioso nombre asociado a la epopeya de Cartago, ha vuelto a la palestra, una vez más, por su comportamiento abusivo y sus excesos verbales, apareciendo como una burda imitación de un títere de una opereta repetitiva. Aventurero y asiduo de los medios informativos de diversos géneros, en 2004 confundió la avenida de los Campos Elíseos con un circuito automovilístico de Fórmula 1 y se lanzó en tromba a 140 kilómetros por hora. Reincidente en 2005, atropelló a su compañera libanesa de entonces, que estaba embarazada. En 2006, su nombre apareció en una red de prostitución de lujo que operaba en Cannes (sur de Francia). En 2008 también atropelló a un grupo de compañeros de aventuras, lo que dio lugar a una interpelación de la policía suiza y la subsiguiente crisis diplomática entre Suiza y Libia.

Después de cada una de sus tropelías se refugia en la inmunidad diplomática que le confiere su estatus de «hijo de papá» para dotarse de impunidad, utilizando y abusando de su posición en una patética y caricaturesca deriva del poder libio, que se reivindica como una «populocracia» (gobierno de las masas) pero que se muestra como una de las mayores supercherías políticas de la historia árabe contemporánea.

Para hacernos una idea, aquí va el perfil de los otros hijos de Gadafi, con sus diferentes personalidades pero con una particularidad consustancial de la familia Gadafi: dos hijos del Coronel, el deportista Sa’adi y Moutassem Bilal, que sirven en el ejército libio, ostentan ambos el grado de coronel, como su papá; un grado inevitable por un curioso fenómeno de atavismo.

1. Mohamad, el mayor: Hijo del primer matrimonio del Coronel, es el artífice de la implantación en Libia de «Alcatel» mediante la sociedad privada que preside, la Libyana Mobile Phone. Este discreto ingeniero preside la «Asociación Mediterránea de Ajedrez».

2. Seif al-Islam: «El sable del Islam», es el primer hijo del Coronel Gadafi con su segunda esposa, Safia. Como primogénito del grupo familiar de siete miembros, aspira al trono de esta República dinástica. Arquitecto, pintor y playboy diletante a ratos perdidos, es el parangón de la modernización de Libia. A Seif al-Islam se le conoce, principalmente, por su actuación en la liberación de las enfermeras búlgaras en 2006 y por las indemnizaciones a las familias de las víctimas del atentado de Lockerbie y el DC-10 de Utah, derribado por los libios en 1988. Preside la «Fundación Gadafi», organización no gubernamental que actúa como correa de transmisión de la diplomacia paralela en Libia. Debido a las necesidades para la adhesión de Libia a la globalización, los periódicos occidentales adosados a los conglomerados del armamento y las obras públicas archivaron la parte contundente y escandalosa de su nombre para designarlo, más tristemente, con el nombre de Seif, amputando la parte esencial, la que recordaba la fase conquistadora y revolucionaria del programa de su padre.

3. Sa’adi: El futbolista fantasioso conoció la notoriedad internacional por provocar un tiroteo mortal en un estadio de fútbol en Trípoli. Miembro del equipo de Perugia (Italia), su carrera internacional como jugador ha sido una de las más cortas de la historia del fútbol mundial. Nunca fue seleccionado por el club, a pesar del patrocinio de su padre, y en 2003 fue condenado por dopaje. Accionista del club italiano de fútbol «la Juventus», actualmente dirige una unidad de élite del ejército libio, donde ha hecho carrera.

4. Moutassem Bilal: Coronel del ejército libio, desde el año 2007 preside el Consejo nacional de seguridad. Acompaña a su padre en todos sus desplazamientos, con la misión de respaldar a su hermano mayor, Seif al-islam y estar presente en la órbita presidencial. Está considerado como el hijo en quien más confía el guía supremo de la revolución libia y es quien controla, por cuenta de su padre, las redes de influencia y los grupos de presión en Libia. Es uno de los artífices del reciente apaciguamiento entre Egipto y Libia.

5. Aisha, es la presidenta de la fundación caritativa «Waatassimou», en alusión a las primera palabras de un versículo del Corán que estipula «Abraza la creencia en Dios y no te distraigas»; esta brillante abogada participó en el comité de apoyo de la defensa del ex presidente iraquí Sadam Husein. Licenciada por la Universidad París VII y autora de una tesis sobre el Tercer Mundo, la benjamina de la familia ambiciona un papel de primera fila en su país jugando la carta del feminismo y la modernidad. Ataviada con pantalones vaqueros y gafas negras, esta rubia teñida es presentada por la prensa internacional según los rumores de sus actividades, a veces como la «Claudia Schiffer de Libia» y otras veces como «Loana», una famosa participante de un «reality» de la televisión francesa, sin que se pueda concluir si sus extravagancias constituyen una ventaja o un hándicap en una sociedad de extracción beduina en su mayoría.

Además de Aníbal, los dos últimos de la hermandad Gadafi son: Seîf al Arab, «el sable de los árabes», y Khamis Gadafi. La octava, hija adoptiva del Coronel, murió en el ataque estadounidense contra Trípoli en abril de 1986.

Con el reciente levantamiento del embargo que lo asfixiaba, el poder libio se apresuró a acomodarse de nuevo en sus costumbres abusivas, tan corrosivas para Libia como para la imagen de los árabes en la opinión pública internacional. A semejanza de los príncipes del petróleo a quienes desprecia, pero actúa igual. Este comportamiento aparece como un doble engaño calamitoso porque este revolucionario de pacotilla no muestra ninguna consideración por la austeridad padecida por el pueblo libio debido a la política errática de su jefe, ni por los sufrimientos del pueblo palestino, ni por las privaciones de los pueblos libanés e iraquí, ni por la precariedad del mundo árabe; y además se somete al orden que marcan Israel y EEUU.

Sin embargo, Muammar Gadafi, el Guía de la Revolución, reconoció recientemente que había cometido errores y aseguró que había cambiado. Obviamente no ha sido así y, si lo ha sido, la penitencia ha durado muy poco. Así se ha librado de cualquier remordimiento: ni una palabra de arrepentimiento por todos sus delitos anteriores, hasta el punto de que la justicia libanesa acaba de administrarle una dolorosa banderilla recordatoria, con una citación a la que debe comparecer, para refrescarle la memoria sobre su implicación en la desaparición del dignatario religioso libanés.

A continuación van extractos de la obra Libia, la revolución como coartada, René Naba, Editions du Cygne, aparecida el 1 de septiembre de 2008, que repasa 40 años del gobierno del decano de los jefes de Estado árabes y seguramente uno de los más erráticos.

Gadafi: Cambié, pero no cambié

Muammar Gadafi, el decano de los jefes de Estado árabes es, paradójicamente, uno de los dirigentes árabes más jóvenes. Llegó al poder en 1969 siendo muy joven, con 26 años, gracias a un golpe de Estado, y se mantiene desde hace 40 años como el universo inevitable de tres generaciones de libios, hasta el punto de que en los rincones del país muchos creen que la Jamahiriya -literalmente la «populocracia» (el gobierno de las masas)-, es una propiedad suya y no del pueblo, como él mismo decretó hace veinticinco años.

Gadafi es más resistente que los wahabíes. Arabia Saudí, el único país árabe que lleva el nombre de su fundador y que, de hecho, es propiedad de la familia al-Saud, a pesar de todo ha conocido sucesivamente cuatro monarcas desde 1969: Faysal, Khaled, Fahd y Abdalá. En Libia, Gadafi se sucede a sí mismo.

Este dirigente nacionalista árabe, en 1969 estuvo a merced de las denominaciones periodísticas de la prensa occidental donde no escaseaban el sensacionalismo ni la imaginación: dirigente «trotskista musulmán», «revolucionario tercermundista», «sabio africano», para acabar su evolución como cantor del sector capitalista financiero pro estadounidense. Pero por sus actuaciones y sus desmanes fue el mejor aliado objetivo de Estados Unidos e Israel y contribuyó activamente a la liquidación física de sus aliados potenciales, los dirigentes de la lucha contra EEUU e Israel. Desde entonces nadie ha conseguido mejorar sus resultados.

El ascenso del Coronel Gadafi al poder en Libia, el 1 de septiembre de 1969, coincidió con mi entrada en la oficina regional de la AFP (Agencia France Presse, N.deT.) en Beirut. Desde esa fecha, de cerca o de lejos, dependiendo de mis atribuciones y mis misiones, nunca he dejado de observar sus evoluciones y circunvoluciones, en cierta forma, por necesidad profesional.

Con la bendición de Nasser, el más popular de los dirigentes árabes de la época, que veía en él a su heredero, el apasionado coronel arrebataba los corazones de las masas con su paso gallardo y sus golpes de efecto: Nacionalizaciones en la industria petrolera, nacionalización de la gigantesca base americana de Wheelus Airfield, a la que rebautizó como «Okbah Ben Nafeh» el nombre del gran conquistador árabe… Trípoli era un hervidero de huéspedes que llenaban los barcos para celebrar el acontecimiento. No había un mes sin que un festival, un coloquio, una conferencia de los indios de América o una manifestación de los musulmanes de la Isla filipina de Mindanao dieran lugar a regocijos. Beirut y Argel servían de plataforma operativa a los movimientos de liberación del Tercer Mundo y Trípoli era una feria perpetua.

La euforia duró tres años. Hasta en 1972. A partir de esa fecha, cada año trajo su cuota de desolación, como el secuestro de un avión de línea inglés para entregar a Sudán dirigentes comunistas decapitados inmediatamente en Jartum, la desaparición sin razón del jefe del movimiento chií libanés Moussa Sadr o el apoyo resuelto al presidente sudanés Gaafar al-Nimeiry, a pesar de que era uno de los artífices de la transferencia a Israel de varios miles de judíos etíopes «falashas».

Entonces surgió una ola de histeria. Pero Gadafi, y su entorno se encargaba de convencerlo, pensaba que estaba en sintonía con su auditorio. Como un saltimbanqui, el dirigente libio se entregaba periódicamente a ejercicios de equilibrismo ante un público cada vez más escéptico y menos receptivo. En efecto, nadie de su entorno se atrevió a insinuarle que el abanderado de la Unidad Africana no podía ser creíble ordenando la expulsión de alrededor de un millón de Africanos; que el abanderado de la Unidad Árabe no podía pretender la credibilidad después de descabezar a los dirigentes del campo antiimperialista. Pocos de sus homólogos acudieron en su ayuda cuando se le confinó, durante muchos años, en «su» Libia. Pocos le demostraron su simpatía, hasta ese punto sus extravagancias llegaron a exasperar incluso a sus mayores partidarios.

Debido a mis funciones en la Agencia France Presse, encargado del mundo árabe-musulmán en el servicio diplomático durante diez años (1980-1990), tuve que efectuar una veintena de viajes a Libia durante ese período para trabajar en grandes reportajes: durante el ataque estadounidense contra Trípoli y Benghazi, en la batalla para la reconquista de la banda de Aouzou en la frontera entre Libia y Chad y también durante la destrucción de la aviación libia en las batallas de Wadi Doum y Maaten as-sara; incluso asistí a una peculiar cena de Navidad (diciembre de 1986), organizada por el «Guía de la Revolución» para los niños de la comunidad occidental de Libia en señal de ecumenismo, que se convirtió en una pesadilla para los niños confinados en un salón durante horas mientras esperaban la aparición del dirigente libio con pasteles y juguetes transportados en avión directamente desde Italia.

El libro, Libia, la revolución como coartada, es el relato de las cosas que observé a lo largo de los años en este país desconectado. Una recopilación de artículos que se extiende por 25 años y que podría haberse titulado: «Libia, la coartada como revolución», en tanto que los dirigentes libios se convirtieron en maestros en el arte de triturar la realidad y destrozar la verdad con el único objetivo de exonerarse de toda esa catástrofe.

El hombre que declaró que había cambiado, en realidad no ha cambiado nunca, siempre fiel a sí mismo, como sigue demostrando su última patochada en la Cumbre árabe de Damasco el 29 de marzo de 2008. Contra toda evidencia Gadafi, que precisamente acababa de pasar por el aro de la administración estadounidense, fustigó sus homólogos árabes reprochándoles su cobardía en la invasión estadounidense de Iraq: «Estados Unidos va a quedarse con todos ustedes, uno detrás de otro, cada uno cuando le toque», lanzó a los dirigentes árabes estupefactos por tanta inconsistencia ante un discurso que obviaba las responsabilidades del propio Gadafi en el debilitamiento del campo árabe.

Para justificar sus desvíos y sus numerosas deserciones, Gadafi confesó hace poco, en calidad de excusa absolutoria, que se había equivocado durante el primer período de su reinado. En Trípoli, Benghazi, Sebha y Syrte se rumorea que una pesadilla atormenta a los libios, la de despertarse un día con un Gadafi que les confiesa, otra vez, que también se ha equivocado durante los treinta años siguientes de su reinado. Habrá que esperar al final de su mandato para hacer un balance preciso de la presidencia de Gadafi, del que este libro les ofrece un anticipo.

Entreacto: la época del bloqueo

Abril de 1992: seis años después del ataque estadounidense contra Trípoli y Benghazi, la ONU impuso un embargo a Libia por exigencia de Estados Unidos, que había esperado el final de la I guerra contra Iraq (1990-1991) para activar la maquinaria diplomática internacional con el fin de volver a la carga contra el Coronel Muammar Gadafi, considerado entonces como un jefe revolucionario en el Tercer Mundo y colaborador en atentados de tipo terrorista.

Durante siete años (del 12 de abril de 1992 al 11 de diciembre de 1999), la Jamahiriya vivió en una autarquía económica y una reclusión mediática, como se puede comprobar en las grabaciones de la época de todo el mundo. El gran alborotador ya no hacía caja a falta de recursos y fórmulas mágicas para divertir a la audiencia. Agobiado y descolorido, Gadafi erraba de campamento en campamento por su gran desierto libio, súbitamente abandonado por la cohorte de sátrapas que ya no podían conseguir prebendas.

No era fácil llegar a Libia. Se convirtió en un acceso difícil. Las doce horas de viaje desde Djerba, Túnez, incluso en limusina climatizada, o incluso por una carretera asfaltada, podían disuadir a los viajeros más resistentes: Trípoli es una de las ciudades menos atractivas de la costa mediterránea y el discurso libio de una indigencia soporífera. Y además Libia no era el Imperio del Medio ni Gadafi el ombligo del mundo, cuyo centro de gravedad se había desplazado, desde principios de la década de los 80, hacia el Asia occidental, la zona Afganistán-Iraq, el otro punto de la resistencia frente a Occidente.

Iraq, fortalecido por su hazaña de fijar la Revolución chií jomeinista durante diez años (1979-1989) en el campo de batalla iraní-iraquí, en la guerra convencional más prolongada de la historia moderna, codiciaba Kuwait como botín de guerra para reflotar su tesorería debilitada. Una «tormenta del desierto» enviada por Estados Unidos pulverizó sus sueños y sus proyectos y devolvió al país casi a la Edad de Piedra, al margen de la Historia y de Sadam Husein, el Nabucodonosor de los tiempos modernos reducido a la categoría de simple mercenario de las petromonarquías del Golfo. Una constatación tanto más amarga en cuanto que, de paso, la tormenta destructora arrasó la lógica de los bloques fundiendo en una misma alianza a antiguos adversarios irreductibles (Norte-Sur, productores y consumidores de petróleo, árabes e israelíes), una convulsión estratégica que configuraba las alianzas del siglo XXI y que se reprodujo en la invasión estadounidense de Iraq, en 2003, y una tercera vez en 2007-2008 contra Irán por sus pretensiones nucleares.

Afganistán, el otro punto de la estrategia estadounidense, también mantuvo clavado en el suelo, durante diez años (1980-1990), al glorioso «Ejército rojo», con lo que aceleró la descomposición del imperio soviético, pero los talibanes wahabíes, retoños de la copulación entre saudíes y estadounidenses, una vez desheredados del poder, procedieron al asesinato simbólico de ambos progenitores a través de una serie de explosivas actuaciones políticas y militares contra el reino saudí y Estados Unidos.

Mientras que el ex agente de conexión entre estadounidenses y combatientes islamistas, Osama Bin Laden, antiguo residente saudí, reivindicaba la construcción de una «República islámica del Hedjaz» en el perímetro de los lugares santos del Islam para castigar a la dinastía «impía» de los wahabíes por su connivencia con EEUU en la guerra contra Iraq, en 1995 sus discípulos se dedicaban a perpetrar atentados contra objetivos estadounidenses en África, contra las embajadas de EEUU de Dar es-Salam (Tanzania) y Nairobi (Kenia), así como contra el cuartel general de la guardia nacional saudí, como preludios de la gran traca aérea del 11 de septiembre de 2001.

Libia no estaba en la lista de los importantes, en realidad era una preocupación menor de los estadounidenses. Poniéndose, como ellos, frente a la oposición islamista, Gadafi recuperó sus encantos muy rápidamente ya que había rendido importantes servicios a los occidentales durante su época de esplendor con la persecución de los comunistas sudaneses y la decapitación del movimiento chií libanés Amal; y por añadidura se presentaba como un útil contrapeso de Argelia y Rusia, dos países fuera de la esfera occidental y proveedores exclusivos de gas del continente europeo.

El bloqueo de Libia duró siete años (del 12 de abril de 1992 al 11 de diciembre de 1999), el bloqueo más corto de la historia contemporánea. En comparación, Cuba resiste desde hace cincuenta años al bloqueo estadounidense. Pese a todas las privaciones, el régimen castrista sigue haciendo frente a la primera potencia militar del planeta a pesar de que está situada a pocas millas de la Isla. Fidel Castro asumió la transferencia del poder después de asegurarse el relevo revolucionario en América Latina: Hugo Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia. Sadam Husein, por su parte, resistió 13 años a la presión estadounidense y pereció dignificado al convertir su suplicio en un ejemplo de valor en la adversidad y superando su pasado dictatorial hasta el punto de acabar transformado en un «mártir» desde el punto de vista de una amplia fracción de la opinión árabe y musulmana.

Gadafi sacrificó a dos de sus subordinados en calidad de saldo de todas las cuentas por los atentados aéreos de cuya financiación estaba acusado, el atentado de Lockerbie (Escocia) y el de Teneré (desierto africano). En la misma línea también renunció a su programa nuclear delatando, de un golpe, a todo un sector de la cooperación atómica con los países árabes y musulmanes, para la permanencia de su régimen.

Gadafi es un superviviente político que sin embargo no puede asegurarse la perpetuidad histórica. Un ejemplo impecable de un naufragio político. Un perfecto contraejemplo de la ética del poder.

En forma de epílogo, Gadafi en París: Danza para dos entre un libio errático y un francés compulsivo.

París. La primera visita oficial de Libia a Europa occidental desde hacía un cuarto de siglo, el viaje de Muammar Gadafi a Francia el 10 de diciembre de 2007, pretendía ser un acto solemne de rehabilitación del dirigente libio por parte la comunidad occidental, como consecuencia de su adhesión a su estrategia, tanto en lo que se refiere a su desarme como a la lucha contra el fundamentalismo islámico, la emigración africana clandestina o la política energética mundial.

Pero este proceso de «respetabilización» parece que se ha vuelto contra sus diseñadores en tanto que los objetivos sobre el sentido y el alcance de este viaje eran divergentes, las distintas concepciones de la hospitalidad, la seriedad del país anfitrión, los brillos del huésped.

Así, todo se había calculado meticulosamente para que la estancia del dirigente libio en Francia se viviera como una apoteosis, la justificación, a posteriori, de sus sucesivas deserciones y su paso por el aro de las reglas de Occidente. Todo, incluso la fecha de la visita; no se dejó nada al azar.

Con su perfeccionismo, el protocolo francés hizo coincidir la visita con la fecha conmemorativa del octavo aniversario del levantamiento de las sanciones de la ONU el 11 de diciembre de 1999. ¿Inoportuno o perspicaz?, la fecha también coincidía con la celebración anual del Día internacional de los Derechos humanos. Una infeliz casualidad de fechas que proporcionó a antiguos comensales de Gadafi la oportunidad de desmarcarse fácilmente, en un ejercicio de pura demagogia y oportunismo político. Fue el caso, particularmente, de Rama Yadé, que participó en las reuniones con el Coronel Gadafi en el mes de julio en Trípoli y sin embargo no vaciló en indignarse oportunamente por la visita del dirigente libio a París. Así se forjan las leyendas, con el juego de la indignación selectiva.

Como jefe de un Estado de riquezas codiciadas, Gadafi apareció tranquilamente en París, como un importante mercader de la escena mundial, no como un marginal. Su visita al castillo de Versalles con gorro de piel de conejo y botas altas dio esa imagen.

Allí donde sus numerosos detractores veían excentricidades, Gadafi afianzaba, si no su autenticidad, como mínimo su originalidad: La instalación de una jaima en los jardines del palacio Marigny, residencia oficial de los huéspedes de Francia, sólo podía subrayar la imagen caricaturesca de los árabes, ya bastante deteriorada, en un país en plena explosión xenófoba. Y muchos se burlaron de este pirotécnico vestido de Dior que acentuó en la opinión pública la idea de un rey de opereta que puede actuar de vez en cuando -a menudo- alocadamente, incluso ante su cohorte de aduladores.

La cena de gala en el Elíseo de la que se exoneraron personalidades de primera fila como Bernard Kouchner, encargado de la diplomacia y debido a su cargo ex comensal de Gadafi en julio en Trípoli, acabaría de convencer el libio que su viaje aparecía como un engañabobos.

Mientras Sarkozy hablaba de centrales nucleares y aviones de combate rafale invendibles, el beduino del desierto libio contabilizaba los desaires recibidos. España, segunda etapa de la gira europea del dirigente libio, hizo una buena cosecha de 11.000 millones de dólares en contratos. Francia, dos duros.

La mala química entre un dirigente libio errático y un presidente francés impulsivo y compulsivo convirtió el viaje en la mayor chanza planetaria de la reciente historia diplomática. Literalmente, una mascarada en árabe, que es de donde viene la expresión, «maskhara», un hazmerreír universal.

Original en francés:

http://renenaba.blog.fr/2008/09/02/e681078610c4785701584e69897f5b2a-la-revolution-comme-alibi-4670369

Caty R. pertenece a los colectivos de Rebelión, Cubadebate y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y la fuente.