La prensa en general y la del «establishment» en particular que se ha consolidado y beneficiado durante décadas con el orden económico que quizá pronto se deje atrás tilda de «loco» a Trump.
Hay una tensión en las críticas a la actual política de comercio internacional norteamericana, pues por un lado se le llama errática y por otro se admite que los aranceles podrían ser acertados. Hasta se tilda de psicopática, pues el nuevo balance surgiría de la crisis y la convulsión. Las tarifas arremeten brutalmente contra otros países; en algunos casos se han aminorado los golpes para forzarlos a negociar en los términos estadounidenses. Trump representa un sector de la clase dominante, pero impone su voluntad e iniciativa personales e ‘intuición’ de capitalista billonario. Interpretaciones de que es «dictador» y «loco» circulan sobre todo en la prensa de un establishment que se ha consolidado y beneficiado durante décadas en el orden económico que quizá pronto se deje atrás.
Trump busca recomponer la economía norteamericana, que bien podría estar abocada a un enorme desastre, y reposicionar a Estados Unidos ante el ascenso de fuerzas rivales aprovechando sus ventajas como país imperialista. Los aranceles persiguen estimular la manufactura nacional y reducir la dependencia del crédito externo, del cual acreedores principales son Japón, Gran Bretaña y China. Otro problema urgente es el déficit comercial. Los aranceles que buscan disminuirlo favorecerían un mundo multipolar –seguramente con esferas de influencia– pero uno en que disminuya el avance de China y BRICS. Este proteccionismo persigue mayor autonomía estadounidense y un fondo que permita controlar la inflación y hacer inversiones en tecnologías digitales y de punta. Ayudarían a que se ofrezcan más mercancías norteamericanas en los demás países.
El dólar, divisa global de reserva todavía, ha presidido el sistema que permitió al imperialismo norteamericano, curiosamente, ser más importador que exportador de capitales y mercancías. El poder del dólar permite a los estadounidenses consumir e invertir en vez de ahorrar, y facilita préstamos con intereses bajos. Aprovechar y mantener el status dominante del dólar es más factible protegiendo y aumentando la producción nacional. Los aranceles retan el globalismo, la Organización Mundial de Comercio (OMC), y a China y BRICS.
Los aranceles son una apuesta arriesgada, aunque fueron desde el siglo XIX hasta la primera mitad del XX una política estadounidense que permitió acumular considerable renta. Ayudarían a negociar con otros, o amenazarlos o castigarlos. Trump alegó que poco después de anunciarlos, setenta y cinco países se comunicaron para negociar. Se verá si realmente harán concesiones y, si no, cómo el presidente lo disimulará en el teatro político.
Claro está, los aranceles podrán conllevar alteraciones drásticas y riesgosas de las cadenas de suministros internacionales, como advierte el gobierno chino, y desatar una inflación que sea demasiado difícil detener. Además agreden a los países más económicamente débiles, de cuyas desventajas se nutrirán los beneficios estadounidenses. Al menos veinte naciones africanas han sido objeto de altísimas tarifas. Si persisten, las tarifas empujarán a muchos países a competir duramente y desarrollarse lo más rápido posible. Notablemente respecto a Europa, Canadá y México, sirven como arma para negociar y persuadirlos de que les beneficiaría integrarse a una estrategia comercial estadounidense contra China.
Los aranceles invitan al escepticismo, si bien esto podría decirse de cualquier política que Washington intente en esta fase de su decadencia. Si los precios de bienes de consumo en Estados Unidos subiesen demasiado, y se intensificaran el descontento político y la oposición, Trump necesitará no sólo intimidar mediáticamente –su ceño fruncido es siempre amenazante; nunca se ríe– sino dar aliento a las masas que lo celebran y se someten a su carisma. Los costos y precios disminuirán en años próximos y progresivamente a mediano y largo plazo, sostiene el gobierno, pues cada vez más las mercancías serían producidas en el propio país. Estados Unidos compra de otros un gran volumen de producciones que podrían hacerse en el país.
En Imperialism in the 21st Century (2016), John Smith señala que las clases populares de los países imperialistas gozan de precios bajos en bienes de consumo por los bajos costos de operaciones de las corporaciones occidentales en naciones subordinadas (salarios bajísimos, subcontratación de empresas locales, reglamentaciones débiles, incentivos, formas variadas de inversión del capital). El consenso político que emana de la vida relativamente cómoda en Estados Unidos, versus muchos países pobres, seguramente se reducirá si los precios suben demasiado y por demasiado tiempo, si bien en los países ricos el descontento social se mantiene controlado y generalmente dista de ser un peligro real para el estado. Por su parte, Trump afirma que la protección arancelaria generará abundante riqueza, incluso para que potencialmente se hagan innecesarias las contribuciones sobre ingresos.
Si tienen éxito, los aranceles cambiarían un sistema que ha durado varias generaciones. El déficit comercial estadounidense, alto desde los años 70, ascendió a 130 billones en enero de 2025. Estados Unidos es destino de exportaciones de decenas de naciones, y éstas dependen mucho más de los consumidores estadounidenses de lo que Estados Unidos depende de los mercados de esos países. La sociedad norteamericana compra en dólares las mercancías extranjeras, y así el dólar se ha integrado a las demás economías. Son en dólares las inversiones comerciales y financieras de los otros países en Estados Unidos. Empresas estadounidenses hacen jugosas ganancias con sus producciones en países que ofrecen costos bajos. La ‘globalización’ de todo este dinero beneficia la banca estadounidense, mientras la producción industrial y agrícola en Estados Unidos se ha reducido. La gigantesca deuda pública –36 trillones– ha crecido en parte por financiar la compra de mercancías extranjeras que el país importa. La importación masiva, la deuda, el imperio del dólar y el ‘gobierno grande’ con fondos federales se han acompañado de desindustrialización en función de una economía de servicios. Préstamos e inversiones financieras alimentan costosas guerras y actividades imperialistas alrededor del mundo. Trump busca estimular la producción nacional a la vez de preservar el poder del dólar.
Los países euroccidentales, subordinados al imperialismo norteamericano al menos desde la década de 1940, naturalmente se han alarmado por el brutal e inesperado golpe trumpista a un sistema en que florecieron (con deuda) sus riquezas. Una vez asimilada la amarga sorpresa, se disponen a hacerse también proteccionistas y hacer más agresiva su competencia, ya por medio de la Unión Europea (UE), ya individualmente. Gran Bretaña, que siempre ha procurado recursos naturales estratégicos, codicia tierras raras y minerales raros. Aparentemente Zelensky se envalentonó ante Trump y Vance, en la famosa discusión acalorada en Casa Blanca frente a los periodistas en marzo, porque poco antes había hecho un trato tras bastidores con Londres para la concesión de minerales de Ucrania, como parte de un acuerdo de cooperación por cien años.
Las tarifas fragmentan la ‘tríada imperialista’ –que indica Samir Amin– de Estados Unidos, Europa y Japón. Han producido un sorpresivo distanciamiento entre Washington y la UE y Gran Bretaña (su salida de la UE en 2017 pasa ahora a segundo plano). En otros países europeos se oyen malestares con la UE y cuestionamientos de su sentido. Algunos estados europeos lanzan más iniciativas propias de estrategias y negocios, y los más poderosos recurren a sus viejos acervos políticos, económicos, culturales y diplomáticos.
Es probable que la estrategia de Trump sucumba a numerosos obstáculos, pero no debe dársele rienda suelta a algún optimismo izquierdista que asegure una marcha indetenible y unilineal del Sur global, China y Rusia, y un descenso veloz de Estados Unidos. Con los aranceles Trump ataca y sabotea los esfuerzos de China y otros países emergentes para lograr un orden que proteja el trabajoso desarrollo económico de la gran mayoría de naciones. Algunos países pobres habrían invertido gran esfuerzo en ajustarse a un sistema que ahora se cambia súbitamente. Sus dificultades podrán acercarlos más a las proposiciones chinas de apoyo a creación de infraestructura y cooperación internacional, pero también podrían sumirlos en mayor pobreza y desesperanza. Podrían renovar su dependencia de ofertas crediticias y capital del imperialismo occidental, e incluso regresar a un triste estancamiento de su construcción nacional. Después de todo Washington nunca se ha inhibido de beneficiarse del caos, la miseria y el atraso de otros. Ahora esta política exterior confirmaría la inclinación incompasiva y moralmente indiferente que suele mostrar la persona del presidente.
Washington sabe que difícilmente puede infligir daños cruciales a China, pero podría asestar golpes a las pacientes estrategias chinas de fortalecer instituciones internacionales de cooperación, derecho y mercado (como la OMC), y de apoyar países pobres y excoloniales con crédito cooperativo.
Las protestas de Beijing porque las tarifas desorganizan el orden institucional global y podrán empeorar la condición de numerosos países, también obedecen al golpe que Washington propina a la propia China y sus estrategias. Pero sus llamados éticos a que Estados Unidos se comporte como es debido resultan limitados respecto a lo que ha sido y es el imperialismo en general, y el norteamericano en particular. Como China evade en sus comunicaciones internacionales el concepto del imperialismo, incluso del capitalismo, sacando del primer plano el marxismo y leninismo de sus documentos nacionales, sus quejas por las injusticias de la competencia del mercado capitalista parecen ingenuas.
Adviértase que un sector de la clase imperialista puede ahora denunciar abiertamente a otro sector de la misma clase, y criticar el propio sistema norteamericano de casi 80 años, porque el socialismo ha desaparecido como movimiento principal que pueda colocarse a la ofensiva. La amenaza comunista, esto es, de movimientos obreros, populares y campesinos con vocación de poder político y armados con teorías y prácticas revolucionarias, es la gran ausente del presente drama, al menos en términos generales.
Trump desafía las burguesías de otros países porque las supone, con razón, oportunistas, políticamente ineptas e intelectualmente holgazanas. Debe creer que su concepto podrá imponerse fácilmente sobre tanta mediocridad, y en el mercado internacional, si su bando lo postula resuelta y agresivamente. Apuesta a que el capital estadounidense, con una dirección vigorosa como la que supuestamente ejercen sus proclamas, prevalecerá de un modo nuevo sobre la mentalidad decadente y dependiente, incluso neocolonial, de clases dirigentes de Europa y otras partes. Apuesta a la tradición norteamericana de industria, ciencia, tecnología y comercio. Supone que con sus aranceles muchos países pobres entrarán en crisis y desorientación, se inclinarán hacia un oportunismo conservador, y sentirán utópicas las ideas de abandonar el dólar y de un movimiento de mercados del Sur global alternativos a Occidente y Estados Unidos.
La visión trumpista luce utópica también. Será difícil deshacer un sistema internacional de comercio y relaciones monetarias que lleva generaciones y se corresponde con una forma de gobierno y sociedad en Estados Unidos fundada en los vastos dineros que ese sistema genera. Sobre todo desde los años 80 son transnacionales numerosos procesos de producción y cadenas de suministro, además de intercambios culturales, financieros, civiles y comerciales que las tecnologías digitales hacen más estrechos cada día.
Sin ‘partido revolucionario de clase’ que fusione firmemente sus propuestas capitalistas con la sociedad, el magnate maverick Trump ha antagonizado sectores de la propia clase capitalista norteamericana así como gobiernos europeos, de las naciones vecinas y otros. Tiene en contra grupos amplios de la sociedad y medios principales de difusión y noticias, que sugieren que sus políticas serán pasajeras y son simples caprichos.
Además de las contradicciones entre clases en Estados Unidos, están las del imperialismo versus China, Rusia, el Sur global y el desarrollo de decenas de países pobres. El colonialismo y el sistema internacional integraron los países subordinados al mercado global, lo cual ahora los obliga a desarrollar sus fuerzas productivas, la más importante de las cuales es la fuerza de trabajo. La reproducción social progresista necesita el desarrollo económico nacional y éste tiende a la independencia y los mercados alternativos, como manifiesta China de forma imponente. Todo ello anuncia un cerco a las pretensiones hegemónicas norteamericanas. Es probable que Trump reconozca que tales pretensiones deberán ir disminuyendo, y que el mérito de su movimiento será hacer que Estados Unidos se adapte al mundo actual, centre su economía en el trabajo nacional, y evite una crisis mayor aprovechando sus ventajas comerciales.
la prensa de un establishment que se ha consolidado y beneficiado durante décadas en el orden económico que quizá pronto se deje atrás. autor es profesor jubilado de la Universidad de Puerto Rico)
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