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Los crímenes de la OTAN en Libia y el silencio de Europa, impulsora de la agresión

Fuentes: Rebelión

A los dos meses y medio de iniciada la revuelta en Libia y tras seis semanas de intensos bombardeos de este país árabe por parte de la OTAN, la situación militar sobre el terreno no parece evolucionar tal como se lo prometían los estrategas occidentales. El frente se encuentra estabilizado y sólo los intensos bombardeos […]

A los dos meses y medio de iniciada la revuelta en Libia y tras seis semanas de intensos bombardeos de este país árabe por parte de la OTAN, la situación militar sobre el terreno no parece evolucionar tal como se lo prometían los estrategas occidentales. El frente se encuentra estabilizado y sólo los intensos bombardeos de la Alianza Atlántica contra las fuerzas gubernamentales han evitado una severa derrota de los alzados en armas. Para compensar este fracaso, y abandonada ya la pretendida «intervención humanitaria» que sólo ha engañado a los encubridores de siempre, la OTAN comienza a recoger su ración de sangre: después de un nuevo bombardeo con misiles de la residencia del coronel Gadafi, ha sido asesinado su hijo menor, Seif al-Arab, y tres de sus nietos menores de doce años. Conozco esta trágica noticia a través de las palabras de condena del presidente de Venezuela, Hugo Chávez. ¿Un exceso verbal del dirigente venezolano, como acostumbran a decir sus adversarios, o más bien una reflexión crítica de quien se niega a aceptar este bárbaro ataque e insiste en una salida política al conflicto norteafricano?

Esta vez parece difícil no darle la razón a Chávez, al menos desde una ética humanista. Como era de esperar, los halcones de la guerra han mostrado sus cartas, al tiempo que lamentaban no haber acabado ya con la vida de Gadafi. Después del primer bombardeo, el senador USA Lindsey Graham fijó con claridad su propósito: «Debemos cortar la cabeza de la serpiente». Ahora, ha vuelto a insistir con el típico cinismo de la derecha norteamericana: «Dondequiera que vaya Gadafi, es un legítimo objetivo militar». El senador John McCain, cuya vida como prisionero de guerra protegieron los patriotas vietnamitas, ha declarado por su parte que se trata de apartar del mando a Gadafi y que «si él resulta muerto o herido [al intentar esa operación], esto es estupendo». Pero no todo el espectro político de su país parece compartir la misma opinión. Unos, como Stephen Hadley, antiguo consejero de seguridad nacional con Bush, consideran contraproducente el asesinato de Gadafi por la OTAN debido a una razón de forma y no de fondo, pues el relato que -según él- debe difundirse es que el pueblo libio derrocó al dictador, no que ellos [los norteamericanos] llegaron y lo derribaron. Más crítica y decidida resulta la posición de la senadora republicana Michele Bachmann para quien ha sido una estupidez la decisión del presidente Obama de implicarse en la guerra de Libia, porque a pesar de sus «propósitos humanitarios» lo que «estamos viendo son muchas, muchas vidas perdidas, incluidas las de civiles inocentes».

Fuera de esos círculos políticos occidentales donde comienzan a extenderse las dudas sobre esta guerra de agresión, las cosas parecen estar más claras. El ministro ruso de Asuntos Exteriores, Sergei Lavrov, ha expresado su escepticismo en cuanto a los verdaderos objetivos de la coalición militar, confirmando así las reticencias que su delegación manifestó en los debates del consejo de seguridad de la ONU y que motivaron su abstención de la resolución aprobada. Según informa The New York Times, el presidente de la comisión de Asuntos Exteriores de la cámara de diputados de Rusia, Konstantin Kosachev, ha denunciado como inaceptable la última operación de la OTAN y como extraño el silencio europeo: «Estoy muy sorprendido por el silencio total de los presidentes de Estados Unidos, Francia y otros países occidentales».

El más hipócrita de todos a la hora de comentar los asesinatos de la familia de Gadafi ha sido el comandante en jefe de la operación de la OTAN en Libia, el general canadiense Charles Bouchard, que más bien debería llamarse Boucher («carnicero»). Con todo descaro defendió tal bombardeo: «La OTAN está cumpliendo el mandato de la ONU… con cuidado y precisión. Nosotros no atacamos a individuos». Podríamos refrescarle la memoria al general Boucher recordando que la nefasta resolución sólo fijaba como objetivos la protección de la población civil (qué ironía mientras la aviación occidental bombardea diariamente las ciudades libias) y el establecimiento de una zona de exclusión aérea. El secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, siempre tan servicial ante el imperio, tuvo la ocurrencia de calificar de «histórica» tal resolución. Y en verdad que lo va a ser por sus terribles consecuencias para el mundo árabe y para la paz mundial.

Pero el problema de fondo que silencian las grandes potencias y ocultan los medios de comunicación reside en la propia naturaleza de las Naciones Unidas, organización internacional que no aplica los acuerdos de su Asamblea General y que es rehén del dominio norteamericano en su decisorio consejo de seguridad. La resolución 1973 no fue aprobada por la «comunidad internacional», como han repetido una y otra vez los defensores de la agresión. No la aprobaron los representantes de la mayoría de la población mundial, que se abstuvieron: China, Rusia, India, Brasil y Alemania. Faltó, es cierto, el veto de algún miembro permanente del consejo de seguridad, pero ya pasaron los tiempos en que existía la Unión Soviética que se atrevía a ejercerlo cuando lo consideraba necesario. El expresidente brasileño Lula da Silva puso el dedo en la llaga en unas declaraciones a la televisión Al-Yazira: «Estas invasiones sólo ocurren porque la ONU es débil. Si tuviéramos una representación propia del siglo XXI [en el consejo de seguridad], en lugar de enviar aviones a tirar bombas, la ONU habría enviado a su secretario general a negociar».

¿Y quienes dirigen mientras tanto la revuelta Libia apoyada por la OTAN? El presidente del Consejo Nacional rebelde no es otro que el exministro de justicia de Gadafi, es decir, un converso. Según el enviado especial de El País, J. M. Muñoz, «será la cara de la nueva Libia». ¡Menuda cara! Otra joya de la corona es Abu Sufian ben Qumu, quien según los datos de la inteligencia norteamericana filtrados ahora por Wikileaks (ver El País del 25-4-2011) fue condenado por asesinato y tráfico de drogas en Libia y se unió después a Al Qaeda llegando a ser comandante muyahidín en Afganistán en la guerra contra los soviéticos. Detenido en Pakistán, ha estado preso más de cinco años en la base de Guantánamo donde fue catalogado «de alto valor para el espionaje USA». Ahora, según la misma fuente, «es uno de los líderes de los rebeldes», centrado en tareas militares. Para acabar de redondear el cuadro, veamos las conclusiones a que llega Xavier Mas, enviado especial en el país norteafricano: «La nueva Libia, si ha de depender de las personas que aguantan la base de la revolución, será muy parecida a una monarquía del golfo Pérsico, sin partidos políticos y sin separación entre Estado y religión (…), mucho más parecida a la monarquía saudí que a la república turca» (La Vanguardia, 9-4-2011, cursiva mía). Si a ello unimos la presencia creciente de la CIA en la dirección de la revuelta, pocas dudas debe haber, en el caso de que ésta triunfe, respecto al futuro de Libia y de su deseado botín de petróleo y gas.

La respuesta de la OTAN a la oferta de negociaciones políticas y de un alto el fuego hecha pública por Gadafi, ha sido bombardear al día siguiente su residencia asesinando a su hijo y nietos. Como una muchedumbre ha asaltado después en Trípoli la desierta sede de la embajada británica, el primer ministro David Cameron, hasta entonces muy calladito, ha montado en cólera ordenando la expulsión fulminante del embajador libio. Parece que su gobierno, enfrascado en tantas guerras mientras reduce al máximo el Estado de bienestar, ha olvidado no ya el Derecho internacional sino hasta la vieja regla de oro de la moral («no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti»). Dado que sus ciudadanos son muy aficionados a la literatura fantástica, propongo este argumento para una futura novela. Imaginemos que un país decide atacar la Gran Bretaña y hasta se atreve a bombardear con misiles el palacio real de Buckingham asesinando, no a la reina que estaba allí, pero sí a uno de sus hijos y a tres de sus queridos nietos. ¿Qué haría entonces el gobierno de su graciosa majestad contra el país agresor? ¿Se contentaría con declarar que era «la ley de la selva», como ha hecho ahora el portavoz del gobierno libio? ¿O le parecería suficiente venganza que unos vándalos ingleses asaltaran el edificio vacío de esa imaginaria embajada extranjera?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.