Para comprender por qué un país potencialmente rico como el Congo está sumergido desde hace siglo y pico en un remolino de barbarie que lo arrastra hacia el fondo, vamos a centrarnos en el caso concreto de la región de los Kivu –norte y sur– en estas primeras décadas del siglo XXI.
Situada alrededor del lago homónimo, era un territorio ya codiciado por sus aluviones estanníferos. Pero su desgracia lleva el nombre de un elemento químico, el tantalio, número atómico 73, grupo 5 del sistema periódico. Útil por sus aplicaciones médicas como suturas e implantes en cirugía u odontología, sirve también de catalizador. Y ante todo es un componente básico de los circuitos electrónicos que incorporan los teléfonos móviles. Es bastante escaso en la naturaleza, ya que su abundancia es de 2 partes por millón –la del platino, que no se encuentra en cada esquina precisamente, es de 10 ppm–. Sus menas principales son la columbita y la tantalina, que constituyen el famoso coltán. «¡Ah, demonio… así que era eso!».
Según estudios fiables, el subsuelo de los Kivu contiene entre el 60% y el 80% de todas las reservas mundiales. Aquí está la causa de la condena que recae sobre esta tierra y sus atribulados habitantes. En estas áreas, el Estado congoleño lleva tiempo desaparecido en combate. La Ley y los servicios públicos son entelequias escondidas tras vaporosos horizontes lejanos. Lo que sí existe en cantidad son fusiles y ametralladoras. Milicias irregulares, desertores, fuerzas extranjeras, soldados de fortuna y bandoleros van de acá para allá atropellando personas y bienes y pillando cuanto pueden.
Pero no están ahí por casualidad. Su misión es vigilar las minas, captar trabajadores y obligarlos a sacar el mineral hasta la extenuación, proteger los convoyes, así como defender las explotaciones de la avidez de otros propietarios y, si la ocasión se presenta, desposeer a estos de las suyas. El sistema está organizado de manera clara y sencilla:
Pequeñas compañías extraen el mineral. Intermediarios lo compran y lo revenden a la Gecamina, la Sociedad general de canteras y minas perteneciente al Estado congoleño, y muy corrupta. Esta revende el mineral a las sociedades transcontinentales privadas (Ziegler Le capitalisme expliqué à ma petite-fille).
Estos gigantes de la extracción a escala planetaria –Glencore, Río Tinto, Freeport, McMoran– son los verdaderos beneficiarios del ajetreado tráfico, si bien no faltan migajas para los colaboracionistas locales. El volumen que sale de forma ilegal del Congo es enorme, en particular vía Ruanda y hacia el puerto de Mombasa. Desde allí peregrina a los grandes centros industriales, donde se incorporará a esos móviles que tanto nos facilitan la vida.
El coltán se extrae en condiciones infernales. Sus vetas están a 10 o 20 metros de profundidad, y se accede por hoyos estrechos, ya que la probabilidad de desmoronamiento del terreno es alta. Esto hace que los mineros idóneos sean criaturas muy delgadas, que corren en cada descenso el peligro de quedar sepultadas.
El niño cuyos padres aceptan comprarle para que no se raye carísimos iPhones o PlayStations y el que baja cada mañana al pozo en Kivu hasta que la fuerza lo abandona son peones indispensables de un mismo sistema depredador y caníbal. Por el camino ambos perderán la inocencia, aunque de distinta manera. En un entorno donde los intercambios y el desarrollo son cada vez más desiguales, los procesos de maduración también lo son.
El caso del Congo, primero leopoldino, después belga y luego independiente, es paradigmático de la pesadilla secular que supone el imperialismo para el Tercer Mundo. El afán de lucro promovido por el capitalismo ha devastado extensas áreas del globo como una plaga de langostas que tuvo un principio, pero cuyo final no se atisba en el horizonte. El colonialismo en sus versiones clásica y neo ha llevado hasta los rincones más alejados a los cuatro jinetes del Apocalipsis, hambre, enfermedad, guerra y muerte, que se han cebado a expensas de los nativos. Las sobras de los banquetes y orgías de sus élites las han aprovechado a su vez los comunes mortales occidentales.
Sin embargo, solo vemos a los de piel más oscura o más clara que la nuestra cuando llegan famélicos y desolados a nuestras puertas. Y entonces les damos con ellas en las narices, olvidando que, de uno u otro modo, todos nos beneficiamos de lo que les han robado.