La madre del presidente estadunidense tiene la genial idea de apoyar en labores humanitarias a las víctimas del huracán Katrina. La magnitud del desastre lo aconseja. Pero su primera acción ha tenido como objetivo solidarizarse con su hijo, el inquilino de la Casa Blanca. Por ello recrimina a quienes constatan el mal hacer de la […]
La madre del presidente estadunidense tiene la genial idea de apoyar en labores humanitarias a las víctimas del huracán Katrina. La magnitud del desastre lo aconseja. Pero su primera acción ha tenido como objetivo solidarizarse con su hijo, el inquilino de la Casa Blanca. Por ello recrimina a quienes constatan el mal hacer de la administración republicana en la gestión de la catástrofe. Sus declaraciones son contundentes y están acordes con su estirpe. Sin rubor vocifera que «la mayoría de los afectados ya vivían en condiciones miserables con anterioridad al paso del huracán…»
No cabe duda de que estamos en presencia de un argumento recurrente en la historia de los desastres naturales. Siempre los afectados son pobres y están acostumbrados a sufrir las consecuencias de terremotos, maremotos, huracanes, tifones, etcétera. Lo verdaderamente preocupante sería que afectase a los sectores medios y las clases altas. Para la madre de Bush es normal la manera de encarar la situación. La presencia de militares patrullando las calles de Nueva Orleáns con orden de disparar a matar es una respuesta inteligente y expedita para restablecer la ley donde impera el caos. Los desheredados son un peligro. Excusa para imponer un control férreo en la protección de la propiedad privada. Los afectados carecen de mantas, víveres, medicamentos y agua, y por ello harán cuanto puedan para sobrevivir.
Hay que evitar que los pobres se tomen la ciudad y decidan actuar por su cuenta procurando solucionar los problemas al margen de una autoridad inexistente. Lo normal es acudir donde los efectos del huracán han sido menores. Los barrios donde vive la gente bien. Pero ellos tenían condiciones materiales para la evacuación, pagar hoteles o refugiarse. Sus viviendas están aseguradas. Militares, fuerzas policiales y agentes privados han creado un cerco contra los miserables y muertos de hambre. Así se responde a tragedias humanas donde la desesperación, el miedo, la rabia y la impotencia se adueñan de quienes sufren en primera persona las consecuencias de un orden social injusto que explota y margina a quienes producen la riqueza social.
Mientras tanto, los consejeros de Bush le aconsejan concluir sus vacaciones con parsimonia, esperando que las aguas vuelvan a su cauce. Y así muestran cuál es su vara para medir la catástrofe. Su inconsciente los traiciona por la manera de encarar el problema. Para Bush, sus consejeros y desde luego su madre, subrayar que los afectados son pobres supone admitir una visión del mundo donde los desastres naturales siempre afectan a quienes viven en la miseria, pasan hambre y juegan con la muerte. Bajo estos principios, la urgencia en la ayuda es subjetiva, puede retrasarse, las prisas son relativas. Además, si se mira hacia el futuro, el huracán traerá efectos positivos, los pobres podrán rehacer sus vidas y accederán a préstamos impensables antes de Katrina. No hay mal que por bien no venga, vocean los responsables de organizar la reconstrucción de Nueva Orleáns y Mississippi. Argumento suficiente para acallar las críticas irreverentes hacia la administración republicana. Los negocios gozan de buena salud, lo mismo que empresarios y el capital financiero, presto a fomentar créditos a bajo interés como si se tratase de una acción humanitaria y no de rentabilidad económica. Gracias al todopoderoso los afectados no gozan de seguro médico, ni antirrobos, ni de hogar, ni antincendios, ni de vida. Aquellos que las entidades financieras descartan entre su cartera de clientes y cuyos guardias de seguridad miran con mala cara cuando entran en sus sucursales. Por tanto es buen momento para atraerlos y mostrar la conveniencia de suscribirlos. Se harán a medida de los pobres; no hay de qué alarmarse. Los muertos, las víctimas, son los sin nombre, ningún famoso, nadie conocido los echará de menos. Las lágrimas de familiares y amigos no saldrán en las noticias. Son masa informe. Más de 10 mil cadáveres, muchos de ellos irreconocibles, flotando por aceras inundadas, que deberán incinerarse para evitar enfermedades. Incluso muertos corren mala suerte. Ni funeral ni descansar en paz. Infierno en la Tierra, purgatorio en lo alto. Seres prescindibles. Da igual que el huracán pase por Honduras, Nicaragua, Haití o Estados Unidos. Las víctimas se homologan, son pobres que ocupan el último peldaño en la escala humana del capitalismo. Sirven para ser explotados y justificar acciones filantrópicas de exención de impuestos.
Sin embargo, los desastres no son naturales. Los nichos ecológicos donde habitan los damnificados carecen de infraestructuras, por consiguiente sufren mayor riesgo ante catástrofes perfectamente evitables. Sus casas se asientan en tierras blandas o lechos ganados a los cauces de los ríos, por donde las aguas buscarán su salida natural en caso de crecidas incontroladas. Las posibilidades de avalancha de lodos o inundaciones son siempre altas y los costos humanos no tienen precio. Pero como de costumbre, se tienta a la suerte. Sólo así se explican los daños causados por el paso del huracán Katrina. Entiéndase bien, se trata de acotar aquellos efectos de un fenómeno meteorológico anunciado. Nadie puede prever con certeza matemática la emergencia de un terremoto o un tsunami. Pero ciertos fenómenos atmosféricos tienen un grado de predicción suficiente que garantiza una acción deliberada capaz de minimizar el daño a la población y los bienes materiales. Si bien los factores aleatorios siempre están presentes y provocan rupturas de puentes, bloqueo de carreteras, cortes de luz, etcétera, no hay explicación humana que justifique la muerte de miles de personas como en esta ocasión. Cuando se anuncia un huracán es de esperar la existencia de planes especiales y normativas estrictas para solventar sus consecuencias. Personal especializado, refugios, víveres, hospitales móviles y un operativo en caso de evacuación de emergencia. Es decir, esfuerzos coordinados en el ámbito de las políticas públicas y estatales. No debe quedar espacio para el mea culpa. Más si en este caso hablamos del país más rico y poderoso del planeta, con infraestructura para hacer frente a los efectos adversos de un huracán. Pero la lección es cruel: al capitalismo sólo le interesa el corto plazo y el beneficio inmediato. Invertir para evitar catástrofes naturales no es negocio. Tal vez por ello en Cuba los huracanes no dejen víctimas humanas. Las prioridades son otras.