El sabor amargo de uno de los manjares más codiciados de todos los tiempos: el chocolate. La cosecha de cacao en Costa de Marfil, la pobreza extrema de ese pueblo explotado, el trabajo infantil que en buena parte genera la inmensa riqueza que obtienen las transnacionales del chocolate, y la voluntad de un niño que no puede volver a la escuela ni escapar a su suerte. Un retrato de un mundo que debemos cambiar.
Marc, que vive en una aldea casi perdida del interior del distrito de Oumé, Costa de Marfil, tiene 12 años. Cuando se disponía a entrar al cacaotal junto a su hermano, a su padre y a una niña de unos seis años, la cámara de la BBC (1) se detiene frente a ellos. La mayoría del tiempo lo está enfocando directamente a él. La expresión en su rostro nos conmovió profundamente. Daba toda la impresión que la tristeza y la congoja se habían apoderado de su mirada, una mirada consternada que se perdía en la lejanía, como buscando algo que la espesura del bosque jamás le dejaría encontrar.
Muy diferente era la actitud de su hermano, Fabricius, que a su lado, de rostro vivaz –seguramente inconsciente y resignado a no cambiar su suerte–, asumía su desgraciado sino, de otro modo. También tenía 12 años, era más alto y más robusto. Eran hijos de diferentes madres. Ambos estaban a cargo de quien decía ser su padre.
El machete de Marc parado sobre el suelo se apoyaba sobre su cuerpo pasando su cintura. Sus piernas delgadas y de apariencia frágil tenían varias pequeñas heridas. Las moscas rondaban y se posaban sobre ellas. Los árboles de cacao llegan a medir de cinco a ocho metros de alto y dan poco más de una treintena de frutos por cosecha, los que nacen pegados al tronco o a las ramas principales. No es trabajo fácil arrancarlos, y quienes lo hacen suelen lastimarse con mucha frecuencia.
La división internacional del trabajo. Si nos hiciéramos eco del discurso imperante hoy en el mundo, discurso que proclama que la organización económica, política y social que nos rige traerá el progreso definitivo a la humanidad toda, deberíamos creer, a priori, que este país del África Occidental debería ser un dechado de virtudes. No ha sido uno de aquellos países díscolos del continente negro que luego de su independencia intento romper los vínculos con la ex metrópoli. Todo lo contrario, afianzó y profundizó los lazos con Francia en todo este tiempo. Tampoco ha sido una de esas naciones africanas que se «abrazaron a las garras del marxismo que todo lo destruye». Ni tampoco ha tenido guerras civiles fratricidas en su suelo, como tantos de sus vecinos. Es más, en los últimos veinte años ha cumplido con absoluta prolijidad los mandatos del FMI, ha seguido al pie de la letra sus recomendaciones y realizado todas las reformas que ese y otros organismos internacionales de crédito le han exigido. Pero así y todo, de acuerdo al papel que «naturalmente» se le ha asignado a Costa de Marfil en la división internacional del trabajo de ser el primer exportador mundial de cacao, la suerte parece seguirle siendo esquiva. Tan sólo dos cifras para ilustrarnos: la esperanza de vida en dicho país apenas llega a los 42 años, y los ingresos promedio no alcanzan a los dos dólares diarios (y en el caso concreto de quienes se dedican a las actividades agrícolas, es menor a un dólar por día).
La semilla de los Dioses. El cultivo del cacao desde que se introdujo al África fue realizado con mano de obra esclava. En el documental se muestran fotos de principio del siglo pasado. En la primera de ellas se ve una larga fila de esclavos que transportan sobre sus cabezas enormes costales con semillas de cacao, mientras que son escoltados por dos hombres armados. En un primer plano, en la segunda foto –que fue tomada en 1906–, aparecen algunos esclavos que aparentaban muchísima más edad de la que tenían (por su extrema delgadez y su desmejorado aspecto físico debido a las condiciones aberrantes en que eran obligados a trabajar) cuando fueron liberados de la esclavitud de la cosecha de cacao. Pero como decíamos y no nos cansamos de oír por ahí, el progreso y la dignidad del hombre marchan a pasos agigantados de la mano del libre mercado. En un todo de acuerdo a esto, entonces, surgen los brillos del presente retratados en imágenes bien recientes de 2002. Las diferencias son notorias: los esclavos liberados en el presente son niños y adolescentes que fueron vendidos por unos pocos dólares. Las cicatrices en sus cuerpos por los maltratos recibidos durante su cautiverio, son más que elocuentes. Los esclavos de hoy ni siquiera aparentan ser viejos, lisa y llanamente son niños.
Pero allí no termina el suplicio de los niños de esta tierra: son miles y miles los que deben dejar la escuela para dedicarse a la cosecha de cacao para asegurar el miserable ingreso que reciben sus familias. Ingreso que ni siquiera cubre el sustento mínimo, aún dadas las precarias condiciones que impone la vida en aldeas de chozas sin ningún servicio, sin atención médica, sin educación y sin futuro.
Existe en este país desde hace ya unos años un plan piloto para crear escuelas que logren retener a los niños evitando que concurran a la cosecha de cacao. Recién en enero de este año se fundaron las primeras seis de este tipo. Humphrey Hawksley, el periodista de la BBC, visitó una de ellas. Había unos cuarenta niños atendiendo la única clase que constituía toda la construcción de dicha escuela. La gran mayoría de los asistentes eran niñas que rondaban los seis o siete años. Ante la pregunta de quiénes habían trabajado en la cosecha de cacao, todos (la cámara fue mostrando uno a uno a los niños mientras levantaban sus manos), absolutamente todos, contestaron afirmativamente. A la siguiente pregunta acerca de quienes querían volver a hacerlo, la respuesta fue contundente: ninguno de los niños quería volver a trabajar en el cacao.
Costa de Marfil exporta más de un millón de toneladas de cacao al año. Con ellas cubre más del 50% del mercado mundial abasteciendo a Europa y a los Estado Unidos. Los bosques húmedos donde están los cacaotales son de muy difícil acceso. Se llega a ellos sólo en camiones y con muchas dificultades. Los compradores de las semillas que trabajan directamente para las empresas acopiadoras que están en San Pedro, la capital del cacao, le suman a la falta de caminos, y a los ya existentes casi intransitables, el «sabotaje» de los puentes de madera retirándoles –para su uso exclusivo– algunos durmientes. También, dejan trampas de clavos en los caminos para detener a los extraños que logran sortear las dificultades y se acercan a los cacaotales. De este modo se aseguran la exclusividad en la compra y, lo más importante, al precio que ellos fijan. Así mismo evitan que los propios aldeanos las pudieran vender a otros compradores, si algún día lograran disponer de locomoción propia y adecuada.
La tarea principal de los niños más pequeños es el acarreo de los frutos en canastos sobre sus cabezas. Las mujeres también se dedican a esto y a la selección de las semillas, a separarlas del fruto, a su secado y a su preparación. Los acopiadores en los últimos años han aumentado los controles de calidad de las semillas recibidas. Estas exigencias imponen una mayor dedicación y cuidado en la selección de las mismas, como también un mayor descarte. Sin embargo, estas mayores exigencias no se ven compensadas en el precio que reciben los aldeanos, éste no ha sufrido modificaciones significativas en los últimos cuarenta años.
Convendría que imagináramos, –no es un dato menor–, la magnitud del esfuerzo que diariamente realizan los niños más pequeños y las mujeres solamente en el acarreo de los frutos desde lo profundo del bosque hasta la aldea, –donde las más de las veces median distancias muy largas–, para luego separar la semilla del fruto. Desconocemos el rendimiento que deja la semilla de cacao luego de ser «procesada» en las aldeas. Todo nos hace pensar que ese rendimiento sea bastante inferior al 50%. Pero supongamos que ese fuera el rendimiento, y como Costa de Marfil exporta más de un millón de toneladas anuales de cacao, ¿somos conscientes de que por lo menos dos millones de toneladas de frutos de cacao son trasladados sobre las cabecitas de miles y miles de niños y de mujeres? ¿Somos conscientes de la innumerable cantidad de kilómetros que estos niños recorren a lo largo del año con su carga a cuestas? El camino del progreso, pero del progreso para las transnacionales del chocolate, lo hacen casi gratuitamente estos niños cargando pesados canastos en un interminable andar de piecitos descalzos.
Digamos entonces, las cosas como realmente son. Lamentablemente, ser el principal productor de la semilla de los Dioses, al decir de los aztecas, no le ha otorgado a este pueblo ningún don divino, sino todo lo contrario, sólo un duro destino de miseria, pobreza y degradación, fruto bien humano que define el resultado de siglos de colonialismo y neocolonialismo europeo por estas tierras.
La mano invisible no sabe usar machete. Como dijimos antes, en Costa de Marfil la transición de la colonia a la independencia no ofreció mayores sobresaltos, al menos para los intereses franceses, que durante mas de dos siglos vienen dominando todos los aspectos centrales de la economía de este país, y sobre todo, el primordial de todos ellos: el cacao.
En San Pedro, entrar a las empresas acopiadoras y exportadoras de cacao, es como abrir una puerta al primer mundo. Grandes y modernos depósitos llenos de costales bien apilados, montacargas llevando y trayendo más bolsas, oficinas con aire acondicionado y equipadas con todos los lujos. Tres señores de aspecto europeo cotejan vía Internet las cotizaciones del cacao en Nueva York y en Londres. Quien parecía estar a cargo de la oficina asegura que esta forma de negociación es la más justa y transparente posible, porque se manejan los precios internacionales, y en función de eso se paga a los aldeanos lo que les corresponde, ni más ni menos.
Suponer –y esto corre por cuenta nuestra– que estos exportadores de cacao en San Pedro estén directamente vinculados o asociados a los gigantes del chocolate en Europa y EEUU (Nestlé, Hershey, Mars, por citar a los más importantes) no es nada descabellado. Una de las principales consecuencias de la tan mentada globalización ha sido la integración vertical de las distintas actividades de un mismo sector económico a nivel mundial. Todas las multinacionales más importantes lo vienen haciendo con fusiones, adquisiciones y asociaciones de las distintas empresas vinculadas a su interés en el lugar donde más convenga. La poderosa industria del chocolate no creemos que esté ajena a este proceso.
El periodista trata de averiguar el precio que pagan los gigantes del chocolate por el cacao marfileño sin ningún éxito. Lo único que consigue es entrevistar a una representante de la asociación que reúne a los fabricantes en EUA. En resumidas cuentas la buena señora asegura que el tema de los ingresos de los aldeanos se solucionará cuando aumenten la cantidad cosechada, y que sus otros problemas, sólo se podrán resolver en el largo plazo (¿tal vez un siglo más?, nos preguntamos).
Pero hablando de plazos, uno de los habitantes de mayor edad de la aldea en Oumé contaba que empezó a cosechar cacao a principios de los 70′. Desde entonces, prácticamente siempre ha recibido la misma paga por el kilo de cacao con diferencias mínimas. Sin embargo, solamente en los últimos 10 años, el precio internacional del cacao ha subido un 300%. A este mismo señor, Humphrey Hawksley lo invita con un medallón de chocolate un poco más grande que una semilla de cacao. Era la primera vez que lo probaba. Le pidió que viera el precio en la caja. Su asombro fue descomunal. No sabemos cuántos costales de semilla de cacao tendría que llenar este aldeano para poder comprar esa caja de chocolates, pero sin duda, eran muchísimos. La mano invisible no sabe usar machetes pero sí que sabe hacer funcionar a la perfección la explotación y la miseria en esta parte del mundo.
Ojalá que la vida les diera una chance. Marc deja que su padre y su hermano se adelanten y entren al bosque, quedando a la espera del periodista. Luego de algunos balbuceos y venciendo lo que parecía ser una timidez natural que se reflejaba en sus labios temblorosos, se anima a hablar con él. Aunque, más que hablarle a ese hombre, parecía suplicarle, y en él también a todos nosotros, para que hiciéramos algo. No se quejó por su trabajo, ni por lo mezquino de su destino marcado, ni por su infancia perdida, ni por su supervivencia miserable, ni por los gusanos que anidarían en sus piernas, ni por el chocolate que seguramente nunca probará. Marc solamente mencionó que su madre lo había abandonado a los dos años y que su padre no le permitía ir a la escuela porque debía cortar cacao con él. Marc, sin decirlo, simplemente, quería tener la oportunidad de volver a la escuela, quería que la vida le diera una chance. El documental finaliza enfocando a Marc con el machete en la mano y dirigiéndose –con el paso tan resignado como cansino– a internarse en el bosque a cosechar cacao junto a su familia. Y nosotros, conmovidos, no pudimos dejar de hacernos una sola pregunta: ¿cuánto más de este orden económico internacional expoliador deberemos seguir tolerando hasta que cambie algo? Ojalá que a nosotros, también, no se nos vaya la vida sin haberlo conseguido. Ahora, mientras tanto, mientras no logremos hacerlo, mientras todo siga igual, por lo menos, dejemos de comer chocolate que haya sido confeccionado con cacao cosechado por el trabajo esclavo o infantil. Estamos condenando a millones de niños como Marc a que se queden por el camino, haciendo posible el bienestar, la opulencia y el derroche de tan pocos, tan sólo por una barrita de chocolate.
(1) Bitter Sweet (Dulce Amargo), documental de la BBC de la serie «Our World» («Nuestro Mundo»). Periodista: Humphrey Hawksley