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Los nuevos golpistas tienen mucha PRISA

Fuentes: Rebelión

  ¿Estamos ante una crisis de Régimen? ¿Tiene sentido rememorar en estos tiempos el ambiente que rodeó al golpe de Estado del 23F? Algunos llevamos tiempo diciéndolo pero ha tenido que ser el que muchos consideran el periódico español de referencia internacional, el que ha venido a poner las cosas en su sitio. En su […]


 

¿Estamos ante una crisis de Régimen? ¿Tiene sentido rememorar en estos tiempos el ambiente que rodeó al golpe de Estado del 23F?

Algunos llevamos tiempo diciéndolo pero ha tenido que ser el que muchos consideran el periódico español de referencia internacional, el que ha venido a poner las cosas en su sitio. En su editorial del pasado domingo «La urgencia de pactar» el periódico del grupo PRISA, ante unas encuestas que no paran de constatar la pérdida de apoyos de los dos partidos sobre los que se ha edificado nuestro sistema político en los últimos treinta años, hacía un desesperado llamamiento al acuerdo: «El jefe del Ejecutivo tiene la responsabilidad y la legitimidad de intentar un proyecto que restablezca la confianza, lo cual será imposible sin el concurso, al menos, de las corrientes principales de la política y de la sociedad españolas».

Siguiendo la estela del editorial de El País, el pasado martes Miguel Ángel Aguilar no dudaba en proponer desde las páginas del mismo periódico «un gran acuerdo nacional del que habrían de formar parte junto con los populares, los socialistas y los nacionalistas vascos y catalanes para llevar adelante un programa de reformas y crecimiento, y emprender un diálogo que impida un país sublevado cuando llegue la rentrée de septiembre». Por si quedaba alguna duda de en qué están pensando los hombres de PRISA, Aguilar titulaba su artículo «Buscando a Leopoldo desesperadamente» y rememoraba la mítica moción de censura contra Adolfo Suarez a finales de mayo de 1980. Para Don Miguel Ángel, pareciera que Rajoy se estuviera asemejando demasiado a aquel Suarez que empezó a resultar prescindible.

Eran aquellos tiempos en los que, como ahora, la democracia no gozaba de buena salud entre los hombres del poder. Enrique Mújica se reunía con Alfonso Armada y ni los socialistas, ni algunos comunistas como Ramón Tamames, ni las derechas, ni nadie de importancia, hacía ascos a un gobierno «de gran acuerdo nacional» presidido por un militar de la máxima confianza del Jefe del Estado.

Si algo caracterizó la llamada transición a la democracia en nuestro país fue su tutelaje permanente por parte de unos poderes extranjeros que no veían mal una cierta democratización, siempre y cuando se mantuviera dentro del orden atlantista de la Guerra Fría, y de unas élites económicas y políticas españolas encabezadas por la Corona, a la sazón heredera del poder del anterior Jefe de Estado, que tuvieron en Adolfo Suarez su mejor instrumento político. Pero para 1980 aquel galán de provincias franquista reconvertido en figura histórica de la democracia había dejado de ser útil a sus mentores (en especial al Rey) y su empecinamiento en obrar por sí mismo ponía en riesgo los derroteros, hasta entonces más que controlados, de la metamorfosis política española.

El golpe del 23 de febrero de 1981 debía ser sólo un gesto de restitución del orden natural de las cosas. Quizá fracasó en su forma (no es prudente encargar el secuestro del Congreso a un ultra, como tampoco lo es encargar la gestión del orden público a los antidisturbios) pero no en sus objetivos. La monarquía salió reforzada, se frenó el desarrollo del Estado autonómico, el PCE casi desapareció y el PSOE llegó al poder con más miedo en el cuerpo que voluntad de cambio. Poco quedó de aquel «OTAN de entrada no», de la prometida depuración de la policía franquista (y no digamos del ejército), del reconocimiento de los demócratas derrotados en la Guerra Civil o del desarrollo de las autonomías. La llamada guerra sucia contra ETA, de la que Felipe González tan orgulloso se muestra últimamente, terminó de sellar esa sensación gatopardiana que tenemos todos los demócratas españoles cuando pensamos en nuestra historia política reciente.

Si entonces los mismos artífices del régimen político del 78 dijeron «hasta aquí», hoy los hombres del poder (económico, político, mediático…) vuelven a ver amenazados sus privilegios y empiezan a desconfiar de su propio sistema político. La democracia es tal si ganan PSOE o PP, pero si emerge como posibilidad que la alternancia entre estos dos partidos, con el concurso eventual de nacionalistas vascos y catalanes, deje de ser el eje vertebrador de la política española, entonces toca dejar de jugar a la dialéctica «gobierno-oposición» y conjurar, como en Grecia, los peligros de que las elecciones no las ganen los de siempre. Porque ya lo ha dejado claro El País, la «víctima de esta crisis podría ser la propia organización de la democracia, si los dos grandes partidos, que se han alternado en la mayoría de las instituciones, quedaran deslegitimados a los ojos de los ciudadanos».

Hoy la oposición al sistema político español no está en las sedes de las multinacionales ni en los cuarteles, sino que la ejercen los ciudadanos en la calle pidiendo más democracia. Parece que eso, y las consecuencias electorales que pudiera tener, es lo que da miedo de verdad.

Por eso va siendo hora de decir a estos portavoces del Régimen que los llamamientos a gobiernos de salvación nacional que cambian constituciones y legislan contra las mayorías no son propios de demócratas, sino de golpistas.



[1] Pablo Iglesias Turrión es profesor de Ciencia Política en la Universidad Complutense y miembro del patronato de la Fundación Centro de Estudios Políticos y Sociales.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.