Traducido para Rebelión por Jain Alkorta y revisado por Germán Leyens
La explotación de África al desnudo: cientos de mineros esclavizados para extraer el estaño que hace girar el universo electrónico mundial.
En la profundidad de la selva, lejos de todo reducto de civilización, hay un corto trecho de carretera asfaltada, con un pequeño tramo recto: Walekali – una de las pistas de aterrizaje más concurridas del Congo.
La llaman ‘Walikale Express’; más de 15 aviones aterrizan y despegan de allí cada día, con el botín de 2 millones de dólares estadounidenses que saquean cada semana.
A 50 millas de aquí hay diez minas de un mineral que todos quieren: un mineral de color rojizo, la casiterita, más conocida como estannato, el mineral con el que más se comercia en la Bolsa de Londres.
Actualmente se utiliza para producir placas de circuitos electrónicos y su precio lleva en alza toda una década. La batalla por el control de las minas y su comercialización está servida. Nos han advertido de que no se nos está permitido grabar a los soldados. Las Naciones Unidas están aquí, aunque no se aventuran a alejarse demasiado de su campo base. Los pacificadores jamás han puesto el pie en las minas. No obstante, es el saqueo del mineral lo que fomenta el conflicto, con lo cual, se dispara la compraventa de armas. La población civil sigue muriendo – casi mil muertes cada día. La crisis se agrava cual si fuera una plaga tropical.
«Son muchas las batallas que se han librado Walekali y no hay nadie que no esté afectado. Durante la guerra, se vieron todos obligados a adentrarse en la selva, y no se puede siquiera imaginar las penurias que tuvieron que pasar. Sin alimentos… sin ayuda… Fueron tiempos muy duros». Emile Fakage, Save the Children.
Miles de personas desesperadas se vieron obligadas a abandonar sus granjas y huir a las minas. No fueron muchos los que regresaron. Pero, ¿qué es lo que los retuvo allí, en mitad de la selva? La mayor de las minas, Bisiye, tenía fama de ser un lugar remoto y sin ley, a 60 kilómetros en la profundidad de la selva. Ni siquiera Buto Muiso, jefe de la división gubernamental de minas, había puesto el pie en el lugar. Y, como él, quisimos averiguar quién estaba a cargo y quién se estaba lucrando con ella. Nos dijeron que podíamos llegar a Bisiye en uno o dos días. Ningún occidental había hecho el viaje jamás.
A lo largo de todo el recorrido nos las tuvimos que ver con las miradas de las tropas militares del gobierno, conforme se iban abriendo paso hacia la mina. «En Bisiye», nos decían, «son todos predadores». Esta selva primaria llevaba más de una década infestada de cruentos verdugos y famélicas milicias, hasta que el ejército congoleño los puso en desbandada hace unos cuantos meses.
Es un trayecto abrupto y dificultoso, aunque no por ello menos concurrido que una autopista. Cuatro mil porteadores hacen el trayecto con sacos cargados del mineral más pesados que sus propios cuerpos. Cada uno de los sacos de 50 kilos de casiterita tiene un valor de 400 dólares en el mercado internacional. Los soldados del ejército congoleño a menudo obligan a los porteadores a portar los sacos gratis, a punta de fusil; si tienen suerte, en cambio, podrán ganar 5 dólares al día.
Prince fue comerciante hasta que el ejército quemó y saqueo salvajemente Bisiye, llevándose todos sus ahorros. Como todos los demás, tuvo que volver a empezar de la nada.
«Estoy reventado. Porto cargas de 50 kilos sobre mis espaldas. Tengo mujer y dos hijos. Pero no ganamos mucho y sufrimos muchas penurias. A veces, ni siquiera te pagan. También corremos el riesgo de morir en el camino. Cuando lleguéis a Bisiye, podréis ver las tumbas de muchos porteadores como yo». Prince, Porteador.
Prince ya había pasado una noche en la selva, pero le quedaban 24 kilómetros más. Y, si quería llegar a la pista de aterrizaje Walikale antes del anochecer, tendría que ponerse en marcha cuanto antes. A algunos otros porteadores les gusta contar historias sobre el infierno. «Cientos», me decían, «murieron asesinados durante el último brote de violencia en Beisye», entre milicias frenéticas de las que jamás había oído hablar. Ninguno de ellos sabía que la casiterita que portaban iba destinada a la rica industria electrónica internacional.
Uno de ellos aseguraba saber que «iba destinada a América», según él, «para reconstruir las Torres Gemelas y el Pentágono».
Nos encontramos con cientos de porteadores, cargados con los sacos de 50 kilos del mineral a sus espaldas. Aquí en la selva, de noche, mientras montamos con ellos la tienda de campaña, he de decir que las placas de circuitos electrónicos que se construirán con la caserita que ellos portan se nos antoja a años luz de distancia.
El frío y húmedo aire de la tienda apestaba a sudor rancio y a extenuación. Los porteadores se tomaron su única comida del día. Llovió toda la noche, pero nadie parecía darse cuenta, porque en el campo base de Koba se duerme como en la ultratumba.
Ya casi al mediodía, pasó una ambulancia. Demasiado enferma para seguir caminando, una mujer había tenido que ser transportada a hombros de un porteador durante dos o tres días hasta llegar a un pequeño hospital recientemente reabierto por Médicos Sin Fronteras
A la quinta hora del trayecto del segundo día encontramos por casualidad un cementerio en la selva, como bien nos había indicado Prince. Supimos que debíamos estar cerca de Bisiye. Aquí yacían las víctimas de la guerra, los muertos por inanición, por la sobreexplotación, por la malaria, por el tifus y por el cólera.
Cerca del río, vemos los primeros signos de la actividad minera. Nos han dicho que hay unos 6.000 mineros aquí. En este punto del trayecto abordamos una cuesta. Nunca han visto nunca gente como nosotros por estos lares. Conforme nos acercamos a la cima, cesa toda la actividad y se congregan para mirarnos, asombrados.
Como no existe ningún tipo de gerencia en la mina, los soldados del ejército nacional dirigen el lugar a punta de pistola. Para cuando alcanzamos la cima, todos los soldados se han quitado el uniforme y han ocultado sus armas.
Las tropas del lugar a veces no cobran durante meses; aunque por eso se quedan sin resarcimiento por los sueldos extraviados. Los soldados del estaño del Congo se labran la muerte.
Los mineros no cabían en su gozo porque se había corrido la voz de que habíamos venido a ayudarles y poner fin a su calvario. Entre ellos, sin perderse un detalle, la perversa presencia de los soldados del ejército – simple y llanamente somos incapaces de distinguir quién es quién.
La actividad en la mina ha dejado profundas cicatrices en una montaña que antaño fue tierra sagrada y ancestral de las tribus del lugar. La mayor actividad se produce a gran profundidad en el subsuelo. En lo más profundo de las entrañas de la montaña, los pozos y las destartaladas escaleras – están en condiciones inhumanas.
«En el agujero tienes que estrujarte, arrastrarte y meter barriga, para poder avanzar. El siguiente peligro lo representan las enormes rocas que penden sobre nuestras cabezas. A menudo nos sepultan; cualquier desprendimiento supone una muerte instantánea. Luego, reina la oscuridad. Y ya no hay aire que respirar. Una vez superados los 60 metros de profundidad el aire deja de fluir del todo. Tienes que ingeniártelas como puedas para poder respirar».
«Arrastrarte para atravesar estrechos agujeros, ayudándote de manos y pies para escarbar, porque no hay espacio para cavar, te deja todo el cuerpo lleno de heridas y magulladuras. Y, cuando finalmente consigues sacar la casiterita a la superficie, los soldados del ejército te esperan para quitártela a punta de pistola, lo cual significa que te quedas sin poder comprar comida. De ahí que estemos siempre hambrientos». Muhanga Kawaya.
Los mineros no trabajan por dinero. Las rocas que los soldados no consiguen robarles las utilizan para comprar alimentos. Muchos contraen enormes deudas con los comerciantes, quienes suelen quedarse durante meses, para asistir impotentes al horror de la vida diaria del lugar.
Los mineros trabajan gratis; los soldados del ejército siempre les roban todo. Incluso bajan a los pozos simplemente a disparar a la gente. Sí. No hace mucho que asesinaron al último. Obligan a los mineros a darles todo lo que tengan, amenazándoles con matar a cualquiera que ose quejarse.
Siempre están listos para disparar. Se nos castiga realmente. No poseemos nada y lo pagamos caro. Vivimos completamente asediados por soldados del ejército – aunque vayan vestidos de paisanos». Maponda Regina, Comerciante.
Incluso el propio ministerio de minas del gobierno reconoce su impotencia ante la enorme avaricia del ejército congoleño.
«No se respeta la integridad de las personas; vivimos en un régimen en el que sólo logra sobrevivir el más fuerte». Los diversos grupos armados hacen lo que quieren con la población para lograr sus propios fines. El estado no se beneficia en absoluto.
«Necesitamos restablecer el orden y el respeto por el ministerio de minas, porque hoy todo está al servicio del más fuerte. Exigimos que se restablezca el orden, para que cada uno pueda estar en el lugar que le corresponde: el ejército en sus barracones». Buto Muiso, Jefe de la División de Minas del Gobierno, Walekali.
Hace cien años el escritor Joseph Conrad describía el saqueo colonial en el Congo como «la escalada de depredación más sanguinaria y degradante jamás sufrida por la conciencia humana».
Nada ha cambiado. Esta es la cruda realidad a la que tendrán que enfrentarse los líderes del mundo rico, en su inminente reunión en Escocia la semana que viene, la hora de adoptar un marco de actuación en África.
Hemos traído un grueso tomo a la cima del monte de casiterita – el ambicioso nuevo plan de Blair para África.
Cuando lo lanzó el pasado mes de marzo, aseguró que temía que las generaciones futuras fueran a pedir cuentas a los ricos por, aun siendo plenamente conscientes de ese sufrimiento, y pese a tener todos los recursos de acción necesarios, haber hecho la vista gorda y seguir con sus vidas. Este mineral lo extraen y portan seres humanos que son mera carne de cañón para nuestra industria. Cinco ejércitos han batallado para hacerse con el control de la mina de Bisiye en los últimos cinco años. Y, aún y todo, la compramos.
La ética de los hechos ha saltado a la palestra. Visto lo que está ocurriendo allí, decidimos seguirle la pista a una empresa británica, el segundo importador de casiterita más importante de las minas de los alrededores de Walekali.
Allí abajo, en la pista de aterrizaje, de lo que se trata es de hacer negocios, para variar. Soldados del ejército apostados en todas partes vigilan su botín, listo para ser trasportado en avión por los intermediarios, quienes, a su vez, venderán el mineral a exportadores congoleños y a empresas de exportación extranjeras
La demanda de casiterita ha florecido debido a la legislación de Japón y de Europa occidental que han resuelto reemplazar la industria del plomo por la del estaño para sus placas de circuitos electrónicos. La demanda global del estaño ha venido directamente acompañada de la violación de los Derechos Humanos y de la guerra por el control de minas como la de Bisiye.
Nos hemos hecho un hueco en el avión de un importador de casiterita, con destino a Goma, en el Walekali Express. Me acomodé sobre una pila de 1.7 toneladas de mineral. Un buen montón de dinero. Algunos aviones no consiguen siquiera dar su primer giro.
Nos encontramos con nuestro hombre, el importador británico, en otro pueblo, donde su familia, los Kotechas, llevan más de 40 años en el negocio. Estuvimos una hora y media hablando con Ketankumar Kotecha en su oficina, discutiendo sobre la ética empresarial de la compra de minerales en una zona en conflicto.
Nuestra conversación fue adquiriendo un cariz cada vez más embarazoso. Su empresa, Afrimex, lleva más de veinte años importando casiterita de la zona oriental del Congo. Pero el Sr. Kotecha no quiso ponerse frente a la cámara, y en su lugar, convino en que reflejáramos su opinión en nuestro informe.
Precisamente me disponía a hacerlo, cuando el Jefe de Policía provincial nos comunicó que debíamos acompañarle a la comisaría.
En la comisaría de policía nos confiscaron la cámara y los pasaportes y nos tomaron declaración. Al día siguiente nos dejaron libres sin cargos y nos metieron en un barco rumbo a Goma.
Sólo pudimos especular conque el Sr. Ketankumar Kotecha, un hombre poderoso, se debió aburrir con nuestras declaraciones.
Lo que sí nos dijo en defensa de sus intereses en la explotación de casiterita es que su actividad era legal.
Dijo, y cito literalmente, «Sí, la estipulación salarial es muy baja, pero a los mineros siempre les viene mejor ganar poco, que no ganar nada. Si yo no me dedicara a esto, «algún otro lo haría», aseguraba, «no estoy aquí en calidad de redentor moral.
Pero eso es precisamente lo que necesita el Congo: redención moral para las frágiles y empobrecidas gentes que viven a merced de la avaricia del prójimo. La vida aquí es tan brutal, que no hay lugar para la esperanza de que la vida pueda cambiar a mejor – por mucho que los líderes de los países ricos pretendan hacer al respecto. El gobierno de Congo, ni es capaz de controlar a su propio ejército, ni puede proteger a sus propios ciudadanos, gente condenada a morder el polvo, por la maldición de la riqueza que yace bajo sus pies.