El dedo amenazante de Zuma responde con claridad. Hoy en día en Sudáfrica aún es habitual que mueran bebés de diarrea porque sus madres no llegaron a tiempo a un puesto de salud y que la tuberculosis siga cobrándose miles de víctimas al año. Esto podría parecer algo normal en una nación africana, pero en […]
El dedo amenazante de Zuma responde con claridad. Hoy en día en Sudáfrica aún es habitual que mueran bebés de diarrea porque sus madres no llegaron a tiempo a un puesto de salud y que la tuberculosis siga cobrándose miles de víctimas al año. Esto podría parecer algo normal en una nación africana, pero en un país con el 8% del PIB en gasto sanitario -una cifra similar a la española- es normal que surjan preguntas. De hecho, su servicio de salud es uno de los más desiguales del mundo, con una sanidad privada puntera (aquí se realizó el primer trasplante de corazón del mundo), junto a una pública que resulta totalmente insuficiente. Las cifras hablan por sí solas. Mientras el sistema público tiene un presupuesto de 56.000 millones de rands (5.600 millones de euros) para atender a más de 45 millones de personas, las corporaciones sanitarias recaudan cerca de 70.000 millones para encargarse de siete millones de pacientes. El nuevo Seguro Nacional de Salud (NHI, por sus siglas en inglés) que pretende implementar el nuevo Gobierno del Congreso Nacional Africano, elegido el pasado abril, se parece bastante a la seguridad social española. Una cobertura universal y pública bajo pagador único que garantice el derecho al tratamiento médico adecuado establecido en la constitución. O en palabras del ministro de Sanidad, Aaron Motsoaledi, «utilizar la salud para reducir desigualdades».
La oposición a este ‘socialismo sanitario’ no se ha hecho esperar. Como en EE UU, su origen son los seguros médicos, potentes compañías con ingentes beneficios provenientes, no sólo de la casi obligación de contratar sus servicios ante el mal funcionamiento del sistema público, sino también de las deducciones fiscales de las que disfrutan. La base social de la campaña es, sobre todo, una clase media blanca que, si bien tiene dificultades para pagar el seguro médico, no quiere ni oír hablar de compartir cama con la mayoría pobre y además negra.
Como la segregación racial no es políticamente correcta en la nueva Sudáfrica, se utiliza un argumento especialmente demagógico: el de los pagadores de impuestos. Según esta teoría, aunque en el país hay unos 50 millones de habitantes, sólo siete de estos pagan impuestos directos y por tanto son los únicos con derecho a recibir prestaciones públicas. El resto, la gran mayoría, son tratados como una especie de parásitos que se aprovechan de los recursos ajenos. Sin embargo, Diane McIntyre, profesora de Economía de la Salud en la Universidad de Ciudad del Cabo, se revuelve contra este postulado: «Todos los sudafricanos pagan impuestos cada vez que llenan el depósito o se compran una camisa. Y proporcionalmente los pobres pagan muchos más que los ricos». Pocas veces como ahora la brecha social y racial que aún divide Sudáfrica 15 años después del fin del apartheid ha quedado tan expuesta.
El bloque del sector privado
Desde las corporaciones se argumenta que no se tiene nada en contra del NHI, salvo que éste se quiera construir «desmontando el sector privado», según el portavoz de Discovery, Adrian Gore, una de las empresas líderes en la materia. El profesor de Economía y asesor del proyecto gubernamental del NHI, Patrick Bond, replica que este argumento no es cierto: «El NHI acepta y reconoce la existencia de un sector privado fuerte. Pero estas empresas no quieren ver reducida su tasa de beneficio». Bond también sale al paso de las acusaciones de ineficacia: «El sector privado, con ocho veces más recursos por paciente, es mucho menos eficiente que el público». Para corroborar sus palabras un solo dato: más de mil millones de rands (unos cien millones de euros) del sector privado se invierten en pagar a los comerciales que captan clientes.
«No es posible tener una sanidad como la canadiense en Sudáfrica, sin tener su economía», opina el doctor Chris Archer, y añade: «Para mejorar la salud primero hay que hacer crecer la economía». Acérrimo defensor del modelo actual, blande la amenaza más habitual entre la minoría blanca sudafricana: «Si se les obliga a trabajar en los hospitales públicos, los médicos se marcharán al extranjero». Pero, ¿para qué sirve tener médicos si tampoco van a atender a quien más lo necesita? Otro doctor, Trevor Fisher, director del hospital George Mukhari, responde irónicamente: «Los ricos sí que pueden ir a tratarse al extranjero».
La fuerte campaña mediática contra el NHI no parece haber dado sus frutos. Las encuestas dan hasta un 76% de apoyo al proyecto, lo que no es raro si se tiene en cuenta que ésta fue una de las promesas de Zuma en las últimas elecciones, en las que logró casi dos tercios de los votos. De momento sindicatos y movimientos sociales se encuentran a la expectativa de que empiecen los debates parlamentarios. Jim Irvin, secretario general del sindicato de Metalúrgicos, es claro en este aspecto: «El NHI es una de las razones por las que los trabajadores votamos por Zuma y no vamos a dejar que caiga en saco roto.
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EL GOBIERNO QUE QUERÍA CURAR EL SIDA CON VITAMINAS Y EL ‘CAMBIO’ DE AL GORE.
Sudáfrica, año 2000. En plena Conferencia sobre el Sida de las Naciones Unidas, celebrada en el país africano, el Gobierno anfitrión defendía el uso de vegetales y vitaminas para frenar una pandemia que ya afectaba a más de cinco millones de sus ciudadanos. El Gobierno del entonces presidente Thabo Mbeki, junto a su ministra de Sanidad, Manto Thabalala-Msimang, se alió con personajes de dudoso perfil, como el médico alemán Mattias Rath, quien vendía unos complejos multivitamínicos de su creación que, según él, curaban el sida. Patrick Bond, profesor de Economía y asesor del actual Gobierno y del ex presidente Nelson Mandela durante la transición, sospecha que detrás de esta política se encontraba la ortodoxia financiera del Banco Mundial, que impedía al Gobierno incrementar su presupuesto en salud. Desde la Campaña de Acción por el Tratamiento (TAC, por sus siglas en inglés) destacan también la actitud de las farmacéuticas, que encarecían sus productos y boicoteaban la producción de genéricos. En el otro lado del mundo, en EE UU, en el año 2000 se estaba celebrando la campaña electoral. Al Gore se presentaba como presidente tras dos mandatos en la vicepresidencia que se habían caracterizado por el apoyo gubernamental a los intereses de las empresas farmacéuticas estadounidenses. En cada acto electoral, el candidato se encontraba con carteles con el lema ‘Gore mata bebés africanos’.
«Cuando se dio cuenta de que la mala publicidad de los carteles valía más que los dos millones de dólares que le habían dado las farmacéuticas, Al Gore cambió de postura y empezó a defender el derecho de los países del sur a fabricar sus propios genéricos», cuenta Bond emocionado. «Es la muestra de solidaridad más efectiva que he visto nunca», concluye.
http://www.diagonalperiodico.net/Sudafrica-lucha-de-clases-en-el.html