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Madre Coraje

Fuentes: Rebelión

Con su ataque a Iraq, Estados Unidos ha provocado, sin duda, la muerte de decenas de miles de iraquíes. Los heridos, mutilados y traumatizados se cuentan, también, por decenas o cientos de miles. Y una enorme destrucción de bienes materiales ha originado el retroceso inevitable del grado de desarrollo y del nivel de vida de […]

Con su ataque a Iraq, Estados Unidos ha provocado, sin duda, la muerte de decenas de miles de iraquíes. Los heridos, mutilados y traumatizados se cuentan, también, por decenas o cientos de miles. Y una enorme destrucción de bienes materiales ha originado el retroceso inevitable del grado de desarrollo y del nivel de vida de los habitantes del país que en la Antigüedad fue cuna de la civilización humana ( Ver : S. N. Kramer : «La historia empieza en Sumer» ).

Nada de todo esto parece haber hecho mella en la conciencia de la mayoría del pueblo estadounidense. Prisionero del más formidable aparato de propaganda y manipulación de masas que ha existido nunca – prensa, radio, televisión y, por supuesto, cine -, alienado con las consignas y símbolos patrióticos omnipresentes en la vida cotidiana -adoctrinamiento, tópicos, bandera, himno, estatuas de la libertad por todas partes -, la mayor parte del pueblo americano es inmune al dolor ajeno.

Sólo una valerosa y honesta minoría, consciente del carácter imperialista de la aventura, se opuso desde el primer momento a la invasión y ocupación de Iraq.

Desgraciadamente, ha sido preciso que llegasen a caer segadas las vidas de más de 1.800 soldados norteamericanos, y que comenzasen a regresar los miles de heridos y mutilados de esa infame guerra, para que la indiferencia general se trocase en dolor, indignación y rebeldía.

El ejército de Estados Unidos es un ejército de profesionales. La tropa se recluta entre los elementos más humildes de la sociedad norteamericana. Para muchos es la única vía de promoción personal y profesional. Para las minorías hispanas que se han incorporado recientemente a la nación americana es, además, una forma de integración social y el camino más rápido para lograr la aceptación de los americanos de » siempre». En ese ejército apenas figuran los jóvenes de las clases altas del país, que no necesitan un modus vivendi militar y que cuentan con familias que pueden protegerles contra la manipulación y la alienación patrióticas. El cineasta crítico M. Moore en su reciente film documental » Fahrenheit 9/11″, en el que denunciaba las mentiras y engaños con las que se había justificado la invasión de Iraq, ponía al descubierto el cuidado con el que los adinerados y poderosos del país, evitaban que sus hijos pusieran en peligro sus vidas en las aventuras imperialistas que la República emprendía. Si mal no recuerdo únicamente el hijo de un congresista o senador figuraba en las filas del ejército, y cuando el incomodo director de cine invitaba a otro congresista o senador a mandar, por imperativo patriótico, a sus vástagos a la guerra la respuesta era el silencio y el apretar el paso para dejar atrás al entrometido aguafiestas.

Desde hace tiempo las élites que gobiernan la democracia más antigua del mundo lo tiene claro. Howard Zinn, el ilustre historiador norteamericano, lo recuerda en un párrafo memorable de su libro » La otra historia de los Estados Unidos» : » Morgan se había librado del servicio militar durante la Guerra Civil, pagando 300 dólares a un sustituto. Lo mismo hicieron John D. Rockefeller, Andrew Carnegie, Philip Armour, Jay Gould y James Mellon. El padre de Mellon le escribió a su hijo diciendo : » Un hombre puede ser un patriota sin arriesgar su propia vida o sin sacrificar su salud. Hay montones de vidas menos valiosas».

Es evidente que la conclusión lógica de esta forma de pensar, habría de ser el diseño de un ejército imperial, formado no por soldados reclutados a partir del servicio militar obligatorio para todos, demasiado arriesgado para los de arriba, sino por un ejército de soldados profesionales abastecido con «las vidas menos valiosas» de los de abajo.

Una de esas vidas sin excesivo valor, la del soldado Casey Sheehan, dejó de existir en Bagdad el 24 de abril de 2004, y algo que nadie podía percibir, ni prever en aquel momento empezó a cambiar. Cindy Sheehan, la madre de aquel soldado, para la que la vida de Casey sí que tenía el mayor valor comenzó a hacerse preguntas. Tal vez las que ella misma y muchos padres de soldados combatientes se habían hecho, sin querer responderlas. La sospecha cobró fuerza y se convirtió en certeza. La guerra de Iraq no era una causa noble, respondía a motivaciones espúrias, a intereses de ambiciosas élites dispuestas a enriquecerse aún más y a aumentar su poder a cualquier precio. Era una guerra, como tantas otras, que no merecía el sacrificio y la inmolación de tantas y tantas víctimas inocentes, y había que pararla.

Cargada de razón, de fuerza moral, Cindy, comenzó su lucha fundando, en enero de 2005, la organización » Gold Star Families for Peace».

En una sociedad llena de imposturas, la actitud de Cindy era auténtica, sincera, irreprochable, por eso algunos empezaron a creer en ella. Había dado el primer paso y otros seguirían sus huellas. Ahora Cindy está acompañada, arropada y esa circunstancia le permite hacer frente a sus tragedias familiares – la muerte de su hijo, la ruptura matrimonial, la enfermedad de su madre -. Desde el 6 de agosto acampa delante del rancho del presidente Bush, para pedirle explicaciones, para exigir la vuelta de los soldados americanos y el final de tantas muertes y destrucción injustificables. Puede ser el principio del fin de la lunática aventura imperialista iniciada por los neoconservadores. Por lejanas que aparezcan ahora las elecciones presidenciales de 2008, la acción contra la guerra de esta mujer, y el movimiento ciudadano que ella ha impulsado, puede convertirse en la marea social que ponga fin a la intervención militar en Iraq. Los políticos republicanos y demócratas estarán tomando nota del creciente descontento de la sociedad americana, y de la simpatía que suscita esta madre coraje y su causa. Unos y otros están empezando a temer que el pueblo americano castigue en las urnas, al fin, a aquel partido que trate de prolongar, a toda costa, la presencia norteamericana en Iraq.

Cindy Sheehan se ha ganado ya un puesto en la galería de heroínas populares, que en un momento crucial de la historia de su pueblo rescata su dignidad y lo pone en pié para luchar por una verdadera causa noble.

Si algún día Cindy Sheehan recibe el Premio Nóbel de la Paz lo habrá merecido más que muchos que lo ostentan. Esa, al menos, es mi modesta opinión.