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Elecciones en Estados Unidos

Más allá del lodazal

Fuentes: Punto Final

  «Juro que aceptaré totalmente los resultados de esta gran e histórica elección presidencial si yo soy el ganador» Donald Trump ¿Es lo mismo Hillary Clinton que Donald Trump? ¿Es igual para el pueblo norteamericano y para el mundo que ella o él ganen las próximas elecciones? Para no pocos comentaristas en América Latina la […]

 

«Juro que aceptaré totalmente los resultados de esta gran e histórica elección presidencial si yo soy el ganador» Donald Trump

¿Es lo mismo Hillary Clinton que Donald Trump? ¿Es igual para el pueblo norteamericano y para el mundo que ella o él ganen las próximas elecciones?

Para no pocos comentaristas en América Latina la respuesta es afirmativa. La experiencia histórica ofrece demasiadas evidencias de agresiones contra nuestros pueblos llevadas a cabo por gobernantes demócratas o republicanos. Se sabe de la falacia bipartidista que malamente oculta que en aquel país el poder real lo ejerce una plutocracia a cuyo servicio operan unos y otros, como dos alas de un partido único.

Lo anterior es una apreciación, en general, correcta. Pero el tema es demasiado importante para dejarlo en el ámbito de la generalidad y reclama analizarlo concretamente, lo que se dirime específicamente en esta elección. Lo que está en juego es mucho y exigiría muchos artículos. Sólo puedo aquí abordarlo de una manera sumaria.

Cuando finalmente los norteamericanos que puedan votar -y son muchos, muchísimos, los negros, los latinos y los pobres a los que se les priva de ese derecho- lo hagan el próximo 8 de noviembre caerá el telón y concluirá uno de los espectáculos más costosos, prolongados y enajenantes que ha hecho palidecer a cualquier otro realizado antes.

Terminará así una campaña electoral en la que abundaron diatribas y amenazas, escándalos y vulgaridades, en la que nada faltó y todo se multiplicó en discursos y reportajes y en incontables «spots» publicitarios.

Al comienzo fueron las llamadas «primarias», mecanismo para la selección -mediante votaciones internas o asambleas- entre los diversos aspirantes a quien habría de ser postulado por cada uno de los dos partidos que monopolizan allá las posibilidades reales.

En esta ocasión hubo novedades, en ambas maquinarias políticas, que causaron sorpresas y parecerían apuntar hacia la liquidación de un sistema que cumple ya más de dos siglos. Un sistema peculiar que continúa alardeando de una pretendida superioridad sobre los demás pese a que sus verdaderos jueces -los ciudadanos- en mayorías siempre crecientes prefieren no participar en él o se ven impedidos de hacerlo.

En el bando Republicano los aspirantes alcanzaron una cifra record, todos de pensamiento conservador. Se enfrentaron en «debates» televisados en los que apenas debatieron ideas o propuestas. Lo que parecía más bien una trifulca barriotera se transformó en uno de los más exitosos shows que mantuvo ante sus televisores a una audiencia de millones. El vencedor, lógicamente, fue el especialista en la materia: Donald Trump, alguien que amasó una fortuna con negocios inmobiliarios y debe su popularidad a un programa de televisión de dudosa factura pero muchos seguidores.

Su estrategia fue presentarse a sí mismo como un enemigo del sistema, tatando de canalizar a su favor el malestar y las frustraciones de la gente común, pero con un mensaje que apela a los sentimientos más bajos y a la ignorancia y los prejuicios enraizados en la sociedad estadounidense. Sus discursos le ganaron fácilmente grandes titulares: levantar un muro en la frontera sur y obligar a los mexicanos a pagar su construcción; expulsar a millones de indocumentados y vetar la entrada al país de los que no sean cristianos; propiciar la proliferación y el posible uso de las armas nucleares; eliminar los impuestos a la herencia y reducir la carga impositiva de los ricos; permitir el comercio irrestricto de armas de fuego dentro del país; designar jueces federales que deroguen legislaciones favorables a la mujer o a las minorías, y, por si fuera poco, admitió no pagar impuestos hace años y sugirió el posible asesinato de su contrincante demócrata.

Uno tras otro, destruyó a sus oponentes republicanos con su verbo incendiario y pese a los esfuerzos de la dirección del partido en su contra, ganó la mayoría de los delegados y fue proclamado como el candidato en una Convención que además adoptó su programa ultraconservador.

Del lado demócrata surgió otro fenómeno, también cuestionador del sistema, pero de signo totalmente contrario al del iracundo magnate. El Senador Bernie Sanders, independiente y declarado socialista, desplegó una campaña que se basó fundamentalmente en miles de jóvenes voluntarios y en modestas contribuciones monetarias aportadas por numerosos simpatizantes. Sin el apoyo de la maquinaria oficial, carente del respaldo de grupos financieros importantes y enfrentando a la ex Primera Dama, ex Secretaria de Estado y Senadora Hillary Clinton, pocos daban a Sanders la menor posibilidad de competir. Los debates entre los demócratas recibieron menos atención mediática y fueron la antípoda de los que caracterizaron al otro partido. Sin insultos ni atropellos discutieron cuestiones sustanciales. Los argumentos de Sanders y su fuerza renovadora y movilizativa no fueron suficientes para darle la victoria. Ganó, sin embargo, varios estados importantes, acumuló un número muy significativo de delegados y mantuvo su aspiración hasta el final.

Llevó sus posiciones hasta la Convención Demócrata en la que consiguió se adoptase una plataforma contraria al neoliberalismo que el partido había abrazado hace un cuarto de siglo. A esta nueva línea se incorporaron también la señora Clinton y sus seguidores. Hablando ante el plenario Sanders endosó la candidatura de Hillary y llamó a votar por ella en un dramático discurso interrumpido varias veces por gritos y expresiones de rechazo de muchos de sus jóvenes partidarios. Concluido el evento no fueron pocos los que trataron de convencerlo de romper con los demócratas y crear un tercer partido con la rebelde fuerza juvenil.

Sanders no sólo se ha negado a dar tal paso sino que ha participado activamente en la batalla electoral que libra la ex senadora neoyorquina.

Ya con los dos candidatos escogidos se entró en la segunda y definitiva etapa también repleta de novedades.

Lo más notable es que Trump logró satisfacer su egolatría ilimitada («Sólo yo puedo resolver los problemas de Estados Unidos» había dicho una y otra vez en su discurso al ser proclamado candidato). Todos los días se adueñó de los grandes titulares con su mensaje de odio y prejuicios: contra los inmigrantes y los negros, las mujeres y los homosexuales, los musulmanes y los discapacitados físicos y también contra los republicanos que, pese a apoyarlo, expresaron inconformidad con su lenguaje extremista y chabacano. Resulta alarmante comprobar que, a despecho de lo anterior y las constantes pruebas de su ignorancia supina y su arrogante y torpe desempeño, Trump dispone del apoyo de millones de norteamericanos que sienten y piensan como él.

Por su parte la señora Clinton debe enfrentar otros obstáculos. Su larga trayectoria política, aunque la comenzó como activa luchadora entre los estudiantes radicales de los años Sesenta, la ha llevado a altos cargos -Primera Dama, Secretaria de Estado, Senadora- que la vinculan estrechamente con el sistema imperante y sobre todo, es vista con recelo por los pacifistas por su responsabilidad como jefa de la diplomacia que ejecutó la política agresiva e injerencista del Presidente Obama. La derecha fundamentalista, por su lado, le tiene una inquina particular y contra ella se ha empeñado en una campaña en la que abundan las calumnias. Hillary ciertamente ha cometido errores, algunos de graves consecuencias, hizo concesiones reprobables y no pocas veces se alejó de sus ideales juveniles. Pero ninguna figura política en su país ha sido sometida como ella a interminables interrogatorios de comités parlamentarios controlados por sus enemigos ni al escrutinio implacable de todos los medios de comunicación que han examinado su vida al detalle y no pueden acusarla seriamente de haber cometido crimen alguno. Esos medios, sin embargo, cultivan hacia ella una imagen de falta de credibilidad y de dudosa honestidad.

En las últimas semanas todas las encuestas señalan una tendencia favorable a la ex senadora y sugieren su segura victoria en noviembre. A ello ha contribuido, sin dudas, las revelaciones sobre abusos sexuales cometidos por el multimillonario y su inadmisible trato hacia las mujeres, y los tres debates televisados entre los candidatos que mostraron la diferencia abismal que los separa en cuestiones como la inmigración, el sistema judicial, la atención médica, la seguridad social y la economía.

Corresponde ahora decidir a aquellos que tienen el privilegio de poder votar si tienen deseos de hacerlo. Y en ese país, ya se sabe, cualquier cosa puede suceder.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.