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Mentiras para la guerra

Fuentes: Rebelión

Los medios de comunicación occidentales al servicio del poder fueron los primeros en disparar sobre Libia. No en vano, ese es precisamente su papel: servir de avanzadilla en las sangrientas razzias de los amos del mundo. De inicio, propagan los argumentos que éstos fabrican para justificar su agresión militar y, luego, ocultan el horror de […]

Los medios de comunicación occidentales al servicio del poder fueron los primeros en disparar sobre Libia. No en vano, ese es precisamente su papel: servir de avanzadilla en las sangrientas razzias de los amos del mundo. De inicio, propagan los argumentos que éstos fabrican para justificar su agresión militar y, luego, ocultan el horror de la guerra tras un velo de mentiras y de mezquinos eufemismos. Misión cumplida. La sociedad no reacciona, está narcotizada.

Un primer análisis de los acontecimientos obliga a ponerse en guardia ante la versión oficial sobre el conflicto libio. Para empezar, se trata de un levantamiento armado. Nada que ver, por tanto, con las manifestaciones más o menos pacíficas que recorren el mundo árabe para reivindicar democracia y derechos sociales. ¿De dónde han salido estos insurrectos armados hasta los dientes, al punto de ser capaces de poner en jaque a todo un ejército regular? ¿Quiénes son sus líderes? ¿Qué objetivos persiguen? ¿Quién les pertrecha? La respuesta a estas elementales interrogantes seguía aún sin trascender a la opinión pública cuando, sorpresivamente, Francia se apresuró a reconocer a los enigmáticos rebeldes como «únicos representantes legítimos del pueblo libio», vulnerando flagrantemente los principios básicos de la diplomacia internacional. La cosa empezaba a oler mal.

Si de verdad el único fin de las potencias occidentales es proteger a la población civil, ¿por qué ni tan siquiera han considerado la propuesta de mediación del primer ministro turco, al igual que ningunearon la de Hugo Chávez, que incluía un alto el fuego inmediato y que había sido aceptada por Gadafi? ¿Por qué sus ataques se dirigen únicamente contra las fuerzas gubernamentales, propiciando así la contraofensiva de los rebeldes? ¿Por qué se reúnen en Londres para decidir el futuro del país norteafricano sin contar con los libios? ¿Por qué si el mandato de la desacreditada ONU se limitaba a la imposición de una zona de exclusión aérea admiten ahora que no renuncian a armar a los insurrectos e, incluso, a una intervención terrestre? ¿Por qué las sanciones contra Libia sólo afectan a una de las dos partes en conflicto, como ha quedado demostrado tras el anuncio de EE UU de que permitirá exportar petróleo a los rebeldes?

 

A estas alturas, resulta obvio que la sublevación armada en Libia ha sido urdida por servicios secretos occidentales, con el apoyo de un grupo de políticos y militares locales que han renegado del régimen. Nada bueno se puede esperar de un movimiento rebelde que alienta los bombardeos contra su propio país, que enarbola la bandera del rey Idris (el monarca feudal que entregó los recursos naturales libios a las potencias occidentales mientras su pueblo languidecía en la miseria) y que, según algunas fuentes independientes, ha abierto fuego contra la caravana de ciudadanos que marchaba sobre Bengasi para pedir el cese de las hostilidades y la apertura de negociaciones de paz.

 

Que nadie se engañe. No hay ni una sola evidencia contrastada de que los aviones de Gadafi bombardeasen a la población civil, como no las había de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. ¿Alguien duda de que si las hubiera no habrían sido profusamente divulgadas por los medios de comunicación occidentales? Por otra parte, ¿alguien cree los gobiernos aliados hubiesen renunciado al uso de la fuerza para sofocar un alzamiento armado en sus países? Estamos ante otra guerra de rapiña de las potencias imperialistas, cuyo objetivo es controlar el petróleo y el gas natural de Libia, amén de apuntalar sus intereses geoestratégicos en la región.

Los tiburones del complejo militar-industrial estadounidense también se frotan las manos. Sólo en el primer día de bombardeos, se lanzaron 112 misiles tomahawk valorados en 56,9 millones de dólares. El petróleo libio pagará la factura de la guerra y la reconstrucción de un país que necesitará asimismo reponer sus arsenales bélicos. El negocio está asegurado, además de la masacre. Pese a que los portavoces de la OTAN dijeron entonces que sus costosas bombas no mataron a nadie -¡qué despilfarro!-, lo cierto es que los ataques aliados causaron decenas de víctimas mortales. Curiosa forma ésta de proteger a la población civil.

El doble rasero de los adalides del mundo libre resulta repugnante. Mientras llevan décadas bendiciendo con su pasividad cómplice la implacable represión de sus aliados en la zona contra pueblos como el palestino o el saharaui, apenas unas semanas de revuelta sediciosa les ha servido de excusa para pergeñar una cruzada bélica en Libia. Los mismos que armaron a Gadafi, arrojan ahora bombas sobre Sirte y Sabha, dan cobertura a sus corruptos socios atribulados por las protestas sociales en Bahrein, Yemen o Jordania, y apadrinan la transición en Egipto y Túnez para que todo quede atado y bien atado.

 

Las antiguas potencias coloniales vuelven a poner su bota sobre la doliente África. En realidad nunca dejaron de hacerlo. La sombra de sus espurios intereses subyace tras los incontables conflictos que han venido desangrando el continente: desde Angola a Somalia, desde Ruanda a Sudán, desde el Congo a Sierra Leona…  La víctima ahora es el país con mayor nivel de vida de África y el más avanzado del mundo árabe en lo que respecta a los derechos de la mujer. Los misiles de la OTAN ya siembran el terror en Libia. Al parecer, ¡cruel sarcasmo!, ésta es la mejor forma que tiene Barak Obama de honrar el premio Nobel de la Paz que le regalaron. Sarkozy y Cameron también quieren el suyo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.