Nosiphiwo Mehlwana espera algún día dejar su choza de lata. Ella y su esposo, un minero de la compañía de plátino Lonmin, viven en una villa miseria del otro lado de la mina Marikana, que conserva las cicatrices de la violencia tras la huelga del mes de agosto. Los mineros sudafricanos aguantan mientras esperan durante […]
Nosiphiwo Mehlwana espera algún día dejar su choza de lata. Ella y su esposo, un minero de la compañía de plátino Lonmin, viven en una villa miseria del otro lado de la mina Marikana, que conserva las cicatrices de la violencia tras la huelga del mes de agosto.
Los mineros sudafricanos aguantan mientras esperan durante largos años en una lista para obtener una vivienda; se quejan de que con frecuencia deben pagar sobornos si quieren lograr obtener una casa.
«Los albergues tienen una lista de espera, es muy difícil vivir allí, usted siempre tiene que pagar sobornos», dice Mehlwana en la puerta de su choza en Nkaneng. Desde allí se domina el valle fangoso donde la policía mató a 34 mineros durante una huelga en agosto pasado.
Las precarias condiciones de vida de los mineros están entre las razones que los llevaron a declarar la huelga en la mina de platino de Marikana, 110 km al noroeste de Johannesburgo.
La choza de Mehlwana es la más amplia de una docena de estructuras que se levantan en los alrededores del sucio terreno en el que se encuentra el extenso barrio informal de Nkaneng. Hay dos sanitarios comunales y un grifo de agua para los 30 habitantes del lugar.
«Es una cocina, un dormitorio, un salón!», dice bromeando sobre su vivienda de un solo espacio.
Una amplia cama, una silla de plástico, una estufa eléctrica, un refrigerador, un televisor y un lector de DVD están comprimidos en un espacio de 12 metros cuadrados. Unos pocos efectos personales están guardados en sacos bajo la cama.
Desde su puerta tiene una vista directa sobre uno de los ejes de la mina Rowland, una de las cuatro explotadas por la firma británica Lonmin en Marikana.
El propietario del tugurio –el primero en haber invadido esas tierras en 1990– cobra 350 rands (40 dólares) por el alquiler mensual, más 100 rands (11 dólares) por la electricidad.
Por menos de ese alquiler, algunos afortunados se han mudado a las casas de ladrillo suministradas por la dirección de la mina.
Estas casas fueron construidas recientemente a partir de los albergues comunales, transformándolos en apartamentos de dos piezas, con una sala de estar, baño y cocina.
«Estábamos en la lista de espera desde 2005, y solo obtuvimos este lugar el año pasado», dice Nosimo Faleni, madre de dos niños, cuyo marido trabaja en la mina desde 1997.
«Estamos felices, antes vivíamos en Nkaneng», dice.
Obligada por el gobierno, Lonmin planea construir más casas, pero no habrá suficientes para todos los trabajadores. La compañía emplea a 28.000 personas, y planea suministrarles viviendas a unas 2.970 en los próximos dos años.
Para aquellos que viven aún en los albergues de estilo años 1970 es un calvario: cuatro camas por cuarto, sin puertas, sin privacidad.
«Cuando llueve tenemos que mover las camas», dice el minero Mandla Vilakazi, quien vive desde hasce cuatro años en un albergue de estos. Muchos mineros prefieren dejar a sus familias en sus remotos pueblos del sur del país, así como en poblaciones vecinas.