Aquien ha visitado recientemente la República Democrática del Congo (RDC), el calificativo de «Infierno en la Tierra» no le suena en absoluto exagerado. La larga y sangrienta guerra que asola al tercer país más extenso del continente negro deja tras de sí miles de víctimas inocentes desangradas en un genocidio silencioso, maquillado como conflicto étnico […]
Aquien ha visitado recientemente la República Democrática del Congo (RDC), el calificativo de «Infierno en la Tierra» no le suena en absoluto exagerado. La larga y sangrienta guerra que asola al tercer país más extenso del continente negro deja tras de sí miles de víctimas inocentes desangradas en un genocidio silencioso, maquillado como conflicto étnico entre hutus y tutsis, pero con raíces que se hunden profundamente en lo más oscuro de los intereses económicos internacionales relacionados con la riqueza en recursos naturales que atesora la RDC. De forma sólo tan gráfica como descarnada, Amnistía Internacional ha llegado a afirmar que, en este país, «30.000 niños mueren y matan para que podamos hablar por el móvil o enviar un correo electrónico».
El organismo humanitario hace referencia en esta impactante cita al coltán, mineral del que se extrae el tantalio, un metal de alta resistencia al calor que lo hace muy valioso para la fabricación de los teléfonos móviles. La RDC cuenta con grandes reservas de coltán (también de cobre y diamantes) una riqueza que la convierte en apetitoso objeto de deseo para estados y multinacionales del mundo entero. Algunas de ellas, ya presentes en el país, presionan ahora al actual Gobierno para evitar que llegue a acuerdos comerciales con China, proporcionando soporte e impulso a la guerrilla del general Laurent Nkunda. Y la guerra se enquista.
En esta larga y obscena partida de estrategia comercial y militar, como ya es costumbre en la historia el continente africano, el único perdedor es el pueblo congoleño. Hambre, desnutrición, altas tasas de enfermedades como la malaria, la tuberculosis o el sida, saqueos, violaciones, muertes, pillaje… y cientos de miles de desplazados. Huyen del horror seguro en busca de una esperanza de vida, pero se encuentran con la reclusión en campos de refugiados sin agua potable, letrinas o comida. Y, en medio de este devastador paisaje, la misión de la ONU. A pesar de contar con 17.000 soldados en la zona -la mayor «misión de paz» del mundo-, ha demostrado un elevadísimo nivel de incapacidad -cuando no de pasividad- para encauzar soluciones. Allí los llaman los «maestros del caos».