Lo vi pasar entre las estanterías de la piñas y los escaparates de la panadería, conversaba con una chica que lo acompañaba, él cargaba la canasta, llevaba pantalón de lona azul y camisa del mismo color, su cabello siempre rubio, su forma de caminar y su espalda ancha las podría reconocer entre miles, era él, […]
Lo vi pasar entre las estanterías de la piñas y los escaparates de la panadería, conversaba con una chica que lo acompañaba, él cargaba la canasta, llevaba pantalón de lona azul y camisa del mismo color, su cabello siempre rubio, su forma de caminar y su espalda ancha las podría reconocer entre miles, era él, era Román. Las ajaduras de los años comenzaban a surcar su rostro y algunas canas asomaban, no tenía el cuerpo de atleta de años pasados pero su alma seguía iluminando todo a su alrededor, como el sol a las flores de las diez.
Yo, justo caminaba por el corredor donde están las fresas y los tomates manzanos, sentí un vuelco en el corazón cuando lo vi pasar y quise gritarle, ¡Román, Román!, quise correr a darle un abrazo y decirle gracias, nuevamente. Me vi, me vi corriendo hacia él, vi de nuevo sus hermosos ojos azules como mar, pero me quedé ahí, estática, con las manos en la carretilla del supermercado.
Tenía como de 12 años de no verlo, la última vez que lo vi fue en el gimnasio antes que lo cerraran y nos mudaran la membresía, con ese cambio muchos se fueron a otros lugares y nos quedamos pocos que vivíamos en los alrededores, entre los que se fueron estaba Román.
Hace quince años, de recién llegada, yo nadaba en la piscina del gimnasio cuando un hombre que también nadaba en el mismo carril de pronto se detuvo y me detuvo al jalarme de un brazo, comenzó a gritarme, manoteaba en el agua, yo apenas entendía qué decía pero estaba furioso; era un hombre caucásico que me gritaba en inglés. Las otras personas que también nadaban se detuvieron pero nadie hizo nada, quienes estaban en el jacuzzi observaban pero nadie hizo nada, él me gritaba y yo vagamente entendía qué decía, por ahí una o dos palabras del puñado que salía a mil por hora: migrante, negra.
Del jacuzzi salió un hombronazo alto, robusto, de ojos azules, y se lanzó a la piscina un clavado y fue a salir a donde estábamos nosotros y comenzó a gritarle en inglés el hombre caucásico que se cortó al instante; toda la prepotencia que tenía conmigo se le subió al rostro que se le puso rojo como tomate y se achiquitó de pronto, se sintió minúsculo ante el hombre que tenía enfrente; ese hombre era Román. El caucásico salió de la piscina y se fue. Román me preguntó si estaba bien y me dijo que siguiera nadando, lo de seguir nadando lo entendí más por sus ademanes que por el inglés.
Unos hombres latinos que estaban en el jacuzzi me tradujeron todo, me dijeron que el hombre caucásico me estaba gritando cosas como que saliera de la piscina, que ensuciaba el agua por ser negra, que me regresara a mi país. Y que Román llegó y le dijo que Estados Unidos era un país libre, que yo podía nadar donde quisiera y que dejara de estarme gritando y que le gritara a él a ver si se atrevía.
Después de unos minutos dejé de nadar y me fui al jacuzzi donde estaba Román, otros latinos tradujeron lo que él me dijo; que nunca permitiera que nadie me discriminara, en ningún lugar del mundo y menos en este país, que yo era libre, que todos nacemos libres, que defendiera mis derechos y que si alguien me volvía a discriminar en el gimnasio que le avisara.
Pasaron los meses y yo me seguí encontrando a Román en el gimnasio, conversábamos o por lo menos hacíamos el intento ya que yo no entendía, pero para ese tiempo había comprado un traductor electrónico que tenía la apariencia de una calculadora de tamaño de bolsillo, y entonces él hablaba y yo traducía lo que me decía en ese aparato; fue así como supe que era de Rumanía y que trabajaba en construcción.
Cuando lo vi pasar en el supermercado quise correr a decirle que entendía un poco más inglés y que también lo hablaba más, y que con mi propia voz, en inglés quería decirle gracias, pero que había memorizado una palabra en su idioma materno para decírsela, porque estaba segura que algún día lo iba a volver a ver: Mulțumesc, (gracias). Lo más seguro es que Román no hubiera sabido quién era la desconocida que llegaba de pronto a decirle gracias, o tal vez me hubiera reconocido, no sé, lo importante es lo que él hizo en aquel momento, al tomar acción ante un racista que le gritaba a una mujer migrante que no hablaba inglés, por ende no tenía cómo defenderse.
Y no pude, no pude moverme del lugar en donde estaba, me quedé pegada al piso, con el cuerpo como plomo, quince años guardé esa palabra en rumano para decirle gracias y no pude caminar hacia él, el día que lo volví a ver. Y Román, el gran Román, el hombronazo de ojos azules, de cabello rubio, de espalda ancha, de corazón bondadoso pasó y se fue; como pasan las horas, los días y los años, como pasa la vida: en un parpadear, sin que nos demos cuenta o sin que logremos reaccionar.
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