Esta semana, mientras la noticia de la muerte del supuesto líder de Al Qaeda en Irak, Abu Musab Al Zarqawi, circulaba de punta a punta del globo, las tropas de la Unión de Tribunales Islámicos entraban en la capital de Somalia, Mogadiscio.
A la par, milicianos provenientes de la ciudad de Balad, a sesenta kilómetros al sur, acababan con los últimos focos de resistencia en la capital de la región Medio-Shabelle a través de dos frentes. Jowhar, de 20.000 habitantes, era el último bastión de los señores de la guerra de la Alianza por la Restauración de la Paz y contra el Terrorismo, atrincherados tras la derrota en Mogadiscio y aliados de EE.UU. en la zona, financiados y armados tras la derrota estrepitosa de 1992 cuando, con la excusa de garantizar el reparto de ayuda humanitaria, intentaron invadir el país.
Es la consecuencia de la nueva estrategia aplicada en los países sometidos al imperialismo por los expoliadores. La lucha de la guerra fría se acabó. La verdadera civilización «romaniza», los países civilizados exportan la «democracia».
Criminalizan países enteros para luego invadirlos. Nada les importa que anteriormente fuesen amigos o no. Irak o Afganistán son ejemplos de manual de cómo la importancia de unos recursos o su situación estratégica convierte a sus pueblos en meros peones bajo los intereses del imperialismo. Cuando la invasión no es una opción viable, consiguen sembrar el caos en zonas que se escapan de su control, para así intentar ganar influencia. Bien sea con estrategias políticas, como ha sido el caso de las últimas «revoluciones de terciopelo» financiadas por la CIA y la UE, en menor medida, en países antes satélites de Moscú, o directamente vendiendo armas a amigos y enemigos. Si el Estado español es el tercer vendedor de armas del mundo, tenemos claro quiénes son los compradores.
La consecuencia de la venta masiva de armamento, estrategia muy extendida, es un ecuación matemática. La estructura del Estado se resquebraja y la violencia se adueña del día a día en forma de «clanes» y facciones rivales. Se apela a odios ya enterrados, como pasó en la antigua Yugoslavia, y se deja que unos años de muertes enquisten la conciencia del pueblo.
Tras este silencioso y oculto proceso (salvo que se esté cerca del ruido de las balas, claro está), de guerra civil, en el momento en el que se vislumbra una posibilidad de victoria militar, bien sea por hartazgo popular o por imposición militar, EE.UU. (o Francia, España, Inglaterra…) intervienen tomando partido por esas fuerzas, mientras las presentan como las garantes de la democracia y el orden. El pueblo sin otra opción y harto de una guerra impuesta busca refugio y orden en cualquier estructura que detenga la masacre, en el caso concreto de Somalia es el Islam. Por supuesto, mientras la victoria aparezca como algo lejano, la atención mundial se centrará en otros menesteres más importantes.
El problema aparece cuando las otras facciones toman el poder. Ahí es cuando aparece la disyuntiva. Invasión abierta o presión externa.
En este contexto, resulta razonable que el pueblo reciba aliviado la noticia de que once tribunales islámicos controlarán la ciudad de Mogadiscio. Al menos la controlarán de verdad.
Ocurrió lo mismo en Afganistán, cuando un pueblo harto de guerra civil recibió con una resignada alegría la llegada de los talibanes. No sabemos si habían visto la propaganda de guerra anticomunista de los EE.UU., del estilo de Rambo III, donde se ensalzaba la figura de los estudiantes islámicos (talibanes), pero en efecto fueron los únicos capaces de acabar con una matanza secular y volver seguros los caminos y las ciudades. A costa, claro, de una ley que amputa brazos e impone burkas a las mujeres. Aunque éste puede parecer un costo admisible cuando se sale de una trinchera.
La presencia del islamismo en el cuerno de África no es nueva. La CIA lleva años financiando a señores de la guerra, odiados por el pueblo, como presuntos «aliados» para evitar la expansión islámica.
El hecho fundamental es que la Unión de Tribunales Islámicos se gestó en el norte de la capital, fomentada por unos círculos de empresarios ansiosos de seguridad jurídica como alternativa a un Estado inexistente y la guerra de los clanes. Según la BBC, la Unión es la fuerza más popular en el país. Es lógico que prefieran un mercado con sanciones y presiones a la guerra abierta.
Ese orden necesitado por los círculos de financieros para poder expoliar su «cuota» tan sólo necesita un soporte económico de unos capitalistas. Hartos de la situación imperante, no les importa la forma en la que sus mercados se vuelvan a abrir y quieren que sus beneficios no peligren. En la medida en que no entren en conflicto abierto con las potencias imperialistas, su situación mejorará, aunque aún es pronto para prever nada.
La pregunta ahora es si en un mundo en el que hay zonas como el cuerno de África, donde el 40% de los habitantes sufre malnutrición, la utopía es querer, necesitar un mundo mejor.
Pensar que las facciones apoyadas por la CIA traerán la paz es ridículo. Tampoco los Tribunales Islámicos arreglan el problema. Evitan la guerra pero imponen una sociedad igualmente opresora.
Funcionamos con la paradoja de la utopía. Criticamos por utópico al médico que nos ofrece un antibiótico contra la gripe y no nos damos cuenta de que la utopía es pretender que este mundo pueda sobrevivir con los bailes del chamán.
Nadie se plantea que desde la invasión de 1992, donde la expulsión del Imperialismo «costó» 18 marines frente a 950 somalíes, las ansias de rapiña de los expulsados han provocado la muerte de entre 300.000 y 500.000 personas.
Tan sólo una revolución resuelta, conseguida y defendida por todo el pueblo y liderada por la clase obrera y su partido, el Partido Comunista, será capaz de acabar con esta situación de una vez por todas para erigirse en dueños de su futuro y poner la economía al servicio de todos y no bajo los intereses de unos pocos, acabando así con todas las opresiones existentes en su seno.
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